La caótica ley trans

La puerilidad con la que se está tratando un problema tan grave como es la transexualidad solo es propia de ignorantes, de ideólogos de género –que nada saben de sexualidad– o, lo que es peor, de políticos malintencionados que se esconden detrás del dolor ajeno para justificar su inoperancia.

Quienes han padecido un problema grave saben que la soledad en la toma de decisiones no hace más que agravar el dolor. Y si el trance afecta a cuestiones esencialmente íntimas que tendrán consecuencias en el futuro, el apoyo de los más cercanos se hace imprescindible.

Sin embargo, obviando que los seres humanos somos sociales por naturaleza y que, salvo en los casos de patológica soledad, necesitamos compartir nuestras preocupaciones, esta ley pretende que quienes «así lo sienten» cambien su sexo con precipitación, sin que la persona afectada apenas conozca las consecuencias o el camino que recorrerá en adelante.

Los efectos biológicos y psicológicos de una hiperhormonación requieren una supervisión de profesionales sanitarios, y aconsejan un rigor científico que no se contemplan en la ley Montero. Porque el ejecutivo no tiene interés alguno en acompañar a quienes sufren, –como en el caso de la eutanasia– sino que promueve que todas las acciones trascendentes se adopten sin pensar en las consecuencias futuras, pues para entonces, ellos ya no estarán en el Gobierno.

La perversión del lenguaje, intentando modificar la terminología que, por cierto, acabaremos por no entender, muestra cómo es más importante el continente que el contenido. Porque en la ley no se hace referencia a la necesidad de comprender, de escuchar, de acompañar… a la persona que, como algunos dicen de sí mismos, nacieron en un cuerpo equivocado, y por ello sufren. No, la ley induce a la confusión sembrando dudas sobre la sexualidad de cada uno, incluso entre los niños que aún no tienen edad biológica para cuestionar su sexualidad.

Los transexuales necesitan un apoyo eficaz pero este Gobierno, en un alarde de irresponsabilidad –como en el aborto–, ha adoptado la solución más lesiva para quienes padecen auténticos problemas. Y bajo la bandera de la libertad se esconden espurios intereses, a veces ideológicos, a veces económicos o en ocasiones personales.

Para quienes apoyan la ley todo es opinable, y el sentimiento subjetivo determina la orientación sexual de cada persona. Por lo que de nada sirven las banderas feministas, los Ministerios de Igualdad o la multitud de leyes, pues todo depende del ánimo con el que cada uno se levante día a día.

La norma no sólo está cargada de contradicciones y de despropósitos, sino que su aberrante contenido evidencia la obsesión que el legislador tiene por el enfrentamiento entre españoles. Y de forma paradójica, un hijo puede decidir su cambio de sexo sin el apoyo y sin el conocimiento de sus padres. A pesar de que necesita tal autorización para salir fuera del colegio en horario lectivo.

En este mundo en el que todo es opinable y las cuestiones importantes dependen del sentimiento, me sorprende cómo aún no hayan surgido colectivos que se «sienten» pobres y deciden no pagar impuestos. Porque si todo es cuestionable y el sentir de la mayoría se hace ley, aunque sea injusta, en lo que hay un absoluto consenso es en la excesiva carga fiscal que soportamos para mantener ministerios sin contenido y sin sentido.

La confusión, la anarquía, la incongruencia, la puerilidad dictan los designios de un Gobierno que, si en lo económico está destrozando las arcas públicas, en el aspecto moral dejará un desaguisado social imposible de reparar.

María Crespo es profesora de la Universidad de Alcalá.

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