La capital y el capital

«Madrid nao ten nada!», me decía un amigo lisboeta mientras contemplábamos el cabrilleo del sol poniente en las aguas del estuario de Tajo, al que los locales llaman mar da palha, mar de paja, por los reflejos dorados del sol en el agua. Al menos, me decía condescendiente, Barcelona también tiene mar. Tuve que reconocer que en Madrid no teníamos nada como aquel bello panorama y que, en materia de agua visible, los madrileños nos contentábamos con el Manzanares, «arroyo aprendiz de río» según Quevedo. Y, sin embargo, en Madrid no ha escaseado nunca este elemento, como indica su propio nombre que, según Oliver Asín, deriva del latín arabizado, y significa «manantial»: Fons Matrix (Fuente Matriz), que luego se transformó en Mayrit y finalmente en el topónimo capitalino.

En Madrid el sol no dora el agua, por la sencilla razón de que ésta es subterránea. Hay una serie de corrientes soterradas que fluyen hacia el Manzanares desde los deshielos de la sierra de Guadarrama y que antes afloraban cerca de lo que hoy es la plaza de Cibeles, de modo que era necesario cruzar un arroyo en barca: de ahí el nombre de la calle del Barquillo. Ya en el Mayrit musulmán se construyeron túneles o «viajes» que conducían el agua a aljibes y pozos, que a su vez alimentaban las muchas fuentes de agua potable que había en Madrid: un agua filtrada en arenas y arcillas, muy fina, mucho más que la de las marítimas Lisboa y Barcelona.

¿Será ésta la razón por la que Felipe II decidió en 1561 convertir un villorrio con un alcázar de origen musulmán en la capital del imperio donde nunca se ponía el sol? Sin duda la calidad y cantidad del agua se tuvieron muy en cuenta. Además, el alcázar de Madrid era residencia real desde su conquista por Alfonso VI, y muy apreciado como base para cacerías y excursiones. En Madrid aposentó el emperador Carlos a Francisco I de Francia cuando lo tuvo prisionero tras la batalla de Pavía. Los reyes castellanos no tuvieron capital fija hasta que Felipe II decidió localizar todo su aparato burocrático en una sola ciudad. Ésta fue inicialmente Toledo, pero la falta de espacio disponible en tan hacinada y vieja urbe le movió a trasladar Corte y Gobierno a Madrid, más extenso y cercano a El Escorial. Desde entonces, salvo unos años en que lo fue Valladolid, Madrid ha sido la capital de España.

Sería absurdo negar que la Villa y Corte se ha beneficiado de su condición de capital, que ha hecho afluir hacia ella los impuestos de toda la nación, la ha convertido en un centro de consumo con alto poder adquisitivo, en una gran urbe europea y en la mayor conurbación de España, con las ventajas de escala que ello trae consigo. Algo parecido ocurrió con la mayor parte de las capitales europeas, algunas de las cuales, como Londres o París, devinieron grandes mercados financieros. Pero la capitalidad no lo explica todo. Desde el fin de la Guerra de Sucesión (1714) hasta hace poco tiempo, la política económica española ha beneficiado más a Cataluña y al País Vasco que a Madrid, porque se ha dado ininterrumpidamente una política de protección a la industria que ha favorecido a esas regiones: esto ha sido así desde Felipe V hasta Franco, que tienen muy mal cartel en Cataluña, lo cual, por lo que se refiere a Franco, está justificado en el plano político, pero no en el económico. Sería largo de discutir, pero me voy a limitar a dos hechos elocuentes: 1) durante el siglo XIX, la protección a la industria textil, mayoritariamente catalana, costó a los consumidores españoles cerca de un 1% de la renta nacional; 2) la política económica del franquismo desde 1957 estuvo en manos de catalanes: López Rodó, Sardá, Valls Taberner, Estapé y un largo etcétera.

Traigo esto a colación porque en una entrevista en estas páginas, el profesor Andreu Mas-Colell, calificado como la «mente económica más brillante de España», hacía, junto a otras muy sensatas, algunas afirmaciones bastante peregrinas sobre economía y sobre política. Mas-Colell, que tuvo cargos muy relevantes en los gobiernos de Artur Mas, pronuncia, en tono sibilino y matizado, varias afirmaciones que en labios de políticos intelectualmente menos brillantes se convertirían en burdos insultos, como Espanya ens roba, La culpa es de Madrit, o Libertad para los presos políticos.

Sostiene Mas-Colell que la capitalidad de Madrid le «proporciona una forma injusta de competencia fiscal». En mi opinión, esta frase trata de ocultar que la política y la economía separatistas han desmantelado el panorama empresarial catalán. Tras la declaración unilateral de independencia (DUI) de octubre de 2017, las empresas han huido de Cataluña como de la peste (o del covid), y lo mismo han hecho los inversores extranjeros, que, en mayoría abrumadora, prefieren invertir en el resto de España y especialmente en Madrid. Los separatistas afirman que esto se debe a misteriosos incentivos fiscales que empezaron a actuar sólo a partir de la DUI. Sorprende que el profesor Mas-Colell suscriba una tesis tan inverosímil. Más fundamento tiene al afirmar que el «factor capitalidad» da a Madrid disposición de «activos estatales […] de los que sus habitantes se benefician de forma asimétrica»; ya lo hemos visto más arriba. Pero olvida decir que la política industrial ha beneficiado secularmente a Cataluña –como también vimos–, de modo que desde Felipe V a Franco (dos siglos largos) Cataluña ha sido la región más próspera de España a costa en gran parte del resto de los españoles. Si esta prosperidad ha disminuido absoluta y relativamente desde la Transición, ello se ha debido a dos factores: la convergencia regional y la política separatista. La primera obedece a una tendencia común, reforzada por las actuaciones redistributivas. La segunda, con su malversación de recursos, corrupción generalizada, abusiva presión fiscal, desprecio al marco legal y al orden público, e inestabilidad política, no puede sino deprimir el desarrollo económico, como así ha sido. Hoy los jóvenes y las empresas, el capital humano, físico y financiero, fluyen hacia Madrid como el agua de la sierra.

Otro tema que menciona el profesor Mas-Colell es el de la descentralización autonómica. Él querría que el modelo español imitara al alemán y no al francés. En realidad, ya lo hace, pero él quisiera que Cataluña fuera tratado como Baviera en Alemania y que las instituciones gubernamentales estuvieran más repartidas, implicando que a Cataluña debiera tocarle un buen lote. «A Cataluña no se le ha dado la opción de ser Baviera», dijo. De nuevo, olvidó varias cosas.

En primer lugar, que la autonomía de los laender ha sido sustancialmente recortada en una serie de reformas recientes (2006-2017), algo que, si se quisiera hacer en España, produciría en Cataluña, y posiblemente en otras regiones, insurrecciones violentas. En segundo lugar, que, como señaló X. Pericay recientemente, en Baviera se habla alemán como en el resto de Alemania, mientras que en Cataluña se persigue a los que hablan español y toda la administración autonómica se expresa allí exclusivamente en catalán, en violación diaria de la Constitución. En tercer lugar, que las escuelas públicas catalanas se dedican sistemáticamente a denigrar a la nación cuyas agencias quiere el profesor trasladar a Cataluña, donde las autoridades rechazan casi a diario pertenecer al país cuyas dependencias oficiales desean, según Mas-Colell, albergar. Y en cuarto lugar, que el Estado español lleva más de 40 años negociando con las autoridades catalanas y haciendo concesiones en materias de educación, información, policía, prisiones, financiación, estatuto, autonomía, etc., sin recibir a cambio más que insultos, amenazas, declaraciones de independencia y promesas de «volverlo a hacer». Sería interesante oír de labios de Mas-Colell qué contrapartidas ofrecen las autoridades catalanas a cambio de la nueva ronda de concesiones que él reclama.

Mis discrepancias políticas con el profesor Mas-Colell no empañan el respeto y la admiración que le tengo en el campo de la economía pura y en el de la política universitaria y científica. Sería interesante que desarrollara in extenso las ideas y propuestas esbozadas en la entrevista para que la comunidad científica y política pudiera estudiarlas y debatirlas serenamente. Quizá, por una vez, de la discusión brotara la luz.

Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor, entre otros libros, de Cataluña en España. Historia y mito (con J. L. García Ruiz, C. E. Núñez y G. Quiroga), Gadir, 2017.

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