La cara descubierta del repartidor de Carrefour

Esta tarde he visto, espantada, la sonrisa y las manos del repartidor de Carrefour. Aún no me he repuesto. Antes de que se marchara, le he preguntado "¿No les obligan a ponerse mascarilla ni guantes?". Ni se ha dignado a contestarme.

Después de mirar las cajas abiertas en las que venía el pedido, he comprobado, atónita, cómo parte de la fruta llegaba sin envoltorio o cobertura alguna (las cajas estaban sin cerrar, eran medias cajas sin tapa) y he pensado que ese señor seguiría con su actividad, sin protegerse, de casa en casa. No soy aprensiva, pero no tengo que explicarles que llevamos casi dos meses escuchando advertencias sobre el contagio por las vías respiratorias y las manos.

He llamado inmediatamente a la Policía Municipal. El agente que me ha atendido me ha recomendado que pusiera una queja en Carrefour. Le he dicho que no se trata de eso, que llevamos casi dos meses confinados, que extremamos el cuidado en nuestra vida cotidiana, para que un extraño llegue transpirando a mi casa, traspasando la puerta de entrada, a boca descubierta y sin miramientos, habiendo respirado sobre nuestra comida. Insisto: sin mascarilla ni guantes.

Gran parte de los españoles está perdiendo su empleo y asistimos a la debacle económica que nos tiene preparada la pandemia. Parece que no es de recibo que, en este trance, pongamos nuestra salud en manos de personas insolidarias que no trabajan con la responsabilidad debida, máxime cuando en este tiempo, hemos comprobado que hay demasiado en juego.

El agente de la Policía ha mostrado toda la empatía conmigo y me ha derivado a la Consejería de Sanidad. Antes de que me diera tiempo a buscar el número, me ha devuelto amablemente la llamada. Interesándose por mi queja, había consultado a su supervisor, quien le había explicado que no pueden intervenir porque la prescripción de las mascarillas y los guantes está circunscrita al uso del transporte público y al personal sanitario. No me lo podía creer, y esto es una opinión, pienso que él tampoco, aunque mantuvo la discreción propia de su puesto.

Así que después de eso, me han ido mandando de un servicio a otro: he hablado con los dos teléfonos de Sanidad de la Comunidad de Madrid y me han derivado hasta al de urgencias sanitarias. El caso es que nadie sabe dónde hay que llamar, si es que hay algún sitio donde llamar en una circunstancia así.

Coinciden las cinco personas que me han atendido en recomendarme que ponga una queja en Atención al Cliente de Carrefour. Ay, si consiguiera que cogieran el teléfono… no lo he logrado. Varios intentos fallidos después, la única opción ha sido enviar un correo electrónico. Hecho está. Mientras este repartidor -y no sé si otros más- campa a sus anchas por ese Madrid que todos vivimos con tantas restricciones.

Me habría encantado tener un lugar para denunciar lo que, a mi criterio, es una irresponsabilidad y sobre todo, un riesgo, en el día después de la última prórroga del estado de alarma. Y es que ese es el problema. ¿Qué ha cambiado de unos días a esta parte? ¿Se acabó el riesgo o el comienzo de la desescalada es el final de “un castigo sin salir”?

El caso es que no hay donde denunciar. Así que, como se hacía en otros tiempos, lo hago en la prensa, con la esperanza de quien manda un mensaje en la botella para que lo lea alguien que pueda hacer algo.

Seamos responsables. La preocupación por la soltura de algunos es generalizada. Ojalá la remisión del problema esté a la vuelta de la esquina, pero no lo parece. Y hablando de esquinas. Ayer, en la de mi casa, en el centro de Madrid, sobre las nueve y cuarto de la noche, charlaban animadamente seis chicos de unos dieciséis o dieciocho años, a apenas unos centímetros unos de otros.

Habían quedado con sus monopatines (pero también sin mascarillas, ni guantes, ni desinfectante). Se despedían con un “hasta mañana” mientras saludaban a los que creo que eran los padres de uno de ellos. Buen plan de pandilla en el Barrio de Salamanca: amigos, el monopatín y un tiempo primaveral excepcional. Lástima que la anécdota tenga la mancha de la irresponsabilidad. Podrían ser “cosas de chicos” -ni esa excusa me vale-, pero estaban hablando, cómplices, con dos adultos.

¿Qué nos está pasando? ¿Nos relajamos porque la cifra ha bajado a algo más de doscientos muertos diarios, como si fuera poca desgracia? ¿Ya no leemos los repuntes de los contagios -que en realidad son solo los diagnosticados?

Si no sabemos apenas nada del virus, ¿a qué jugamos? Si ya les parece horrible estar en manos de los políticos, ahora, cuando todos remamos a una y estamos aprendiendo a protegernos, estamos en las manos de nuestros vecinos... y de nuestros repartidores. Tenemos que confiar en la responsabilidad de los demás, en la de cada individuo.

Esperemos que las manos que han servido para aplaudir en los balcones o para golpear cacerolas, se protejan ahora adecuadamente para construir una sociedad segura y evitar un repunte mayor que el que nos ha adelantado el propio Pedro Sánchez.

Cruz Sánchez de Lara es abogada, presidenta de THRibune for Human Rights y miembro del Consejo de Administración de EL ESPAÑOL.

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