La cara dura de la izquierda

Desde hace meses, tenía curiosidad por saber qué significa ser hoy de izquierdas en España. Después de leer algunos libros, después de analizar una gran cantidad de artículos y opiniones de gente de izquierdas, después de conversar con algún amigo, conocido o saludado que pertenece al gremio de la izquierda española, he llegado a la siguiente conclusión: ser hoy de izquierdas en España es quejarse de todo y culpar de todo a una derecha previamente criminalizada. Al respecto, la izquierda española padece un par de síndromes: el de Jeremías y el de Jezabel. Dos patologías que se complementan.

La patológica del síndrome de Jeremías -en recuerdo de aquel personaje bíblico que nunca se cansaba de anunciar las desgracias que amenazaban al género humano- que padece la izquierda española se caracteriza por su maniqueísmo: el bien contra el mal. El bien es la izquierda. El mal es la derecha. Veamos. ¿Por qué la izquierda es el bien y la derecha es el mal? Por definición. La izquierda monopoliza el conocimiento de la realidad. La izquierda se erige en la administradora única de la verdad única. El discurso de la izquierda se autolegitima y autolegaliza: dentro del mismo todo vale, fuera del mismo nada vale. Un discurso que, como señalábamos antes, asegura que el mal está en la derecha.

Y para muestra, una breve antología de textos recientes -escritos por insignes intelectuales de izquierdas convertidos en la voz de su amo- en donde se percibe la maldad de la derecha según la izquierda. Parafraseando un conocido western de los años setenta, nos encontramos con el bueno, el farsante, el demagogo y el necio. El bueno: «La derecha utiliza políticamente a las víctimas del terrorismo confirmando la sospecha de que en la política no hay sitio para la piedad». El embaucador: «La agresiva beligerancia de una ola reaccionaria de la derecha extrema para la descalificación y desmontaje de lo que los seres humanos tenemos en común». El demagogo: «Un golpe de Estado necesita, o bien unos generales con galones, o bien una vanguardia dispuesta a todo para conseguir su fin último: la toma del poder al precio que sea. Pues bien, parece que en esto estamos. Los dirigentes del Partido Popular han instalado en España un eficiente bolchevismo neoconservador que está librando una descomunal batalla contra la democracia y el espíritu de la Transición». El necio: «Es preciso que el integrismo retire sus manos arteras del cuello de esa ciudad -Madrid- y la deje respirar, la deje ser. Nos deje ser. El cuerpo español necesita que la derecha no reviente el corazón del Estado». ¿Quizá este ramillete de intelectuales de cuyo nombre no quiero acordarme se muestra igualmente duro con la izquierda? Pues, no. A ninguno de ellos se le conoce crítica alguna sobre la falta de piedad de la izquierda con las víctimas del terrorismo, o sobre la agresiva beligerancia de un retroprogresismo de la izquierda extrema que está desmontando lo que los españoles tenemos en común, o sobre el vanguardismo neobolchevique de una izquierda que está dispuesta a todo -desvertebración del Estado de las autonomías o negociación con una banda terrorista que no ha depuesto las armas- con el fin de mantenerse en el poder, o sobre el integrismo y la fatal arrogancia de una izquierda intervencionista que condiciona incluso la autonomía de los ciudadanos. Estos intelectuales de izquierda -buenismo, engaño, demagogia y necedad- son el reflejo de una izquierda política gobernante que, desvergonzadamente e impunemente -arteramente, como decía el necio-, practica el arte de la doble medida a mayor gloria de sus particulares e intransferibles intereses.

¿Por qué la izquierda intelectual y política dice lo que dice? Aquí aparece -en recuerdo de aquel personaje del Antiguo Testamento, paradigma del cinismo, la ambición y la seducción con fines perversos- el síndrome de Jezabel al que nos referíamos al inicio de estas líneas. La patológica de dicho síndrome, que sufre la izquierda española, se manifiesta cuando se inventa un presunto enemigo -no un adversario- al cual se le atribuyen todos los vicios e iniquidades propios de la maligna Jezabel. ¿Cuál es el objetivo que se persigue? La obtención de legitimación política y social. ¿Cómo se consigue esa doble legitimación? Criminalizando y demonizando una supuesta amenaza -«un imaginario absoluto», que diría Jean Baudrillard- que, al ser denunciada y combatida, provoca -debe provocar- la cohesión de la sociedad alrededor de quien se erige en su único protector. Se trata, por decirlo coloquialmente, de buscar la cabeza de turco o chivo expiatorio -la derecha, en nuestro caso- en quien descargar los propios fracasos y la propia impotencia. Pero, todavía hay algo más importante: la criminalización de la derecha con la consiguiente victimización de la izquierda -la izquierda se considera a sí misma inocente por definición y víctima por vocación- responde al intento de conquistar o conservar el poder. Y para satisfacer la codicia del poder, todo vale. Por ejemplo, la apelación a la ética. Sacando a colación una expresión del escritor checo nacionalizado francés Milan Kundera, la izquierda practica el «yudo moral». En pocas palabras, la izquierda lanza su desafío, lanza su órdago contra la derecha, esgrimiendo la ética contra el adversario transformado en enemigo. Y, ¿cómo competir con quien se presenta avalado por la ética? ¿Cómo competir con quien se autoadjudica el monopolio de la ética? ¿Cómo competir -en palabras de Kundera- con «quien quiere emocionar y deslumbrar a la gente con la belleza de su vida»? ¿Cómo competir -concluye Kundera- con «quien es capaz de mostrarse más moral, más valiente, más honesto, más sincero, más dispuesto al sacrificio, más verídico que nadie»? Así las cosas, quienes piensan de otra manera son tildados de amorales, cínicos, deshonestos y embusteros. En definitiva, el triunfo de la impostura.

Puestos a identificar la figura de la izquierda española de hoy con un prototipo, podríamos hablar del predicador medieval que, desde el púlpito, censuraba y exorcizaba todo aquello que no entendía ni controlaba, ponía en cuestión su crédito e ideología, y hasta se jugaba la vida en el intento. Sin embargo -quede dicho-, entre el predicador medieval y el izquierdista español de hoy existe una notable diferencia que conviene remarcar: mientras al primero le movía el sincero afán de conducir a los fieles al cielo librándoles de las tentaciones terrenales; al segundo, que siempre juega sobre seguro, le mueve el torticero deseo de perpetuarse en el poder librándose de un adversario político al que considera un enemigo que acorralar, derrotar y marginar. La buena fe religiosa del primero, frente a la cara dura ideológica del segundo.

Miquel Porta Perales, crítico y escritor.