Hay empresas españolas en las que el presidente ejecutivo gana quinientas veces más que la media de los empleados. Hay muchas familias que tienen que pasar todo el año con lo que algunos directivos ganan en un día. Según los cuadros comparativos de Eurostat, España es hoy uno de los países más desiguales de Europa, sólo por detrás de Letonia, Lituania y Chipre. Como muestra la encuesta sobre condiciones de vida dada a conocer esta semana, los niveles de pobreza y de exclusión social son cada vez más altos.
En Estados Unidos, el aspirante a la nominación del Partido Demócrata para la presidencia Bernie Sanders ha basado parte de su campaña, con gran éxito, en la denuncia de los sueldos millonarios de los directivos de las grandes empresas. En Francia, hay un movimiento cívico para limitar las retribuciones a un máximo equivalente a cien veces el salario mínimo y el Gobierno del presidente Hollande amenaza con establecer un máximo legal a los sueldos de los directivos. ¿Y aquí? Seguro que los programas electorales de los partidos de izquierdas también contienen propuestas dirigidas a luchar contra la desigualdad salarial, pero no tengo la impresión de que se esté hablando lo suficiente de ello, ni que la lucha contra la desigualdad –en sentido más amplio– sea uno de los temas centrales de la nueva campaña electoral.
¿No sería lógico que lo fuera? No sé si limitar legalmente los sueldos de los directivos es la vía más eficaz para luchar contra la desigualdad y la exclusión. Probablemente se precisan medidas menos demagógicas y con más efectos prácticos para redistribuir la renta. Pero la crisis económica de los últimos ocho años ha tenido un efecto devastador para las clases medias de los países occidentales, que son las que están pagando el pato a través de las devaluaciones internas y de la austeridad. Esto está teniendo un efecto político que se hace sentir a ambos lados del Atlántico: desde el sorprendente apoyo a Donald Trump en Estados Unidos hasta la victoria de Syriza en Grecia, pasando por la popularidad de Marine Le Pen en Francia, el apoyo al Brexit en el Reino Unido y el ascenso de la extrema derecha en Austria y en otros países europeos, los signos del descontento de unas clases medias castigadas por la crisis son visibles en todas partes. La gente vota contra el sistema porque se siente maltratada por el sistema. En España, la crisis del bipartidismo es resultado de un proceso más complejo –el agotamiento del sistema político de la transición–, pero la desigualdad es también un elemento clave.
Hay muchos argumentos para luchar contra ella. No es sólo una cuestión de justicia: si no se le pone freno, la desigualdad destruye la cohesión social y acaba siendo perjudicial para todos, para los que la sufren y para los que en principio salen ganando, que, a la hora de la verdad, también pagarán un precio muy alto. A medida que la desigualdad crece, los ricos tienden a enviar a sus hijos a colegios privados, a utilizar la sanidad privada, a vivir en zonas exclusivas –a menudo con servicios de seguridad privada– y a utilizar medios de transporte privados. Los colegios, los hospitales y los medios de transporte públicos quedan para los que no tienen otra opción. El resultado es que los servicios públicos se deterioran, porque los que no los usan pierden interés en contribuir a mantenerlos con sus impuestos, y este deterioro hace que aún tengan menos incentivos para usarlos. Los colegios, las universidades, los parques, los centros culturales, los hospitales y los medios de transporte dejan de ser lugares compartidos por los ciudadanos de diferentes niveles de vida. La sociedad se fragmenta, los espacios públicos de convivencia se van perdiendo y los sentimientos de comunidad y de solidaridad, base de la ciudadanía democrática, se evaporan poco a poco.
¿No es eso lo que está pasando aquí desde hace tiempo? Me pregunto si somos conscientes de ello y si hemos reflexionado lo suficiente sobre las consecuencias que puede tener. Ya lo he dicho: no se trata sólo de una cuestión –muy grave, a mi juicio– de justicia social. La desigualdad socava la convivencia y destruye un capital público muy difícil de reconstruir. No creo que sea casualidad que el periodo de paz más largo de la historia de los países occidentales se haya producido a raíz del new deal norteamericano y del nacimiento del Estado de bienestar en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. La crisis está minando las bases del Estado de bienestar y nos lleva a la situación anterior, de triste recuerdo.
No quiero dramatizar, ni mucho menos ser agorero. El mundo ha cambiado mucho desde los años treinta y cuarenta del siglo pasado, afortunadamente. Tenemos mucho capital social acumulado. Pero la ecuación es simple: a más desigualdad, más difícil será mantener la estabilidad política y conservar una verdadera democracia. ¿Es eso lo que queremos?
Carles Casajuana