La carcoma del amor

El hierro se oxida, la fruta se pudre y el ardor en la pareja se desbrava como el cava sobrero, esa botella que se queda olvidada en el refrigerador con la cuchara en el cuello. Un proceso lento, con la eficacia ciega de la carcoma, que suele desembocar en un punto de improbable retorno: A y B, sentados en el sofá de estar tranquilos, no tienen nada que decirse. O, peor, ya no quieren hacerlo. Llamémosle rutina, nubarrones, corrosión matrimonial o chapapote doméstico. El temible «tenemos que hablar».

Representa una circunstancia bastante transitada en la ficción contemporánea y, sin embargo, dos novelas de más o menos reciente publicación parecen la cara y la cruz del mismo matrimonio, como si los autores hubiesen pactado de antemano escribir la versión femenina y la masculina de idéntico descalabro. Me refiero a 'Departamento de especulaciones' (Libros del Asteroide), de Jenny Offill (JO), y 'Un hombre enamorado' (Anagrama), de Karl Ove Knausgård (KOK). Dos libros estupendos, con perdón por los 'espoilers'.

Si Knausgård, el noruego de moda, necesita cerca de 700 páginas para reconstruir puntillosamente, en sus mínimos detalles, la crónica de la zozobra desde la autoficción más despiadada, la norteamericana Offill, situada en un territorio aledaño, apenas precisa 170 para quedarse con el néctar de la destilación, las píldoras concentradas del naufragio. El desgaste que el tiempo impone a la relación, que aquí, de manera gráfica, simboliza una plaga de chinches en la cama y el apartamento de la protagonista.

Pero no nos interesan tanto las divergencias formales como la sustancia narrativa, que viene a ser la misma: chico conoce a chica, mariposas en el estómago, sexo estupendo, los juegos intelectuales del principio, el vamos-a-vivir-juntos, los hijos y su aburrida crianza, las compras en Ikea, la convivencia, el tedio, el deslustre de los sueños y, al fin, el pequeño teatro de los sentimientos heridos, la antesala del infierno. En ambos libros, por cierto, los cuernos los ponen ellos.

La norteamericana y el noruego plantean situaciones novelescas idénticas y las solucionan prácticamente igual, tal vez porque pertenecen a la misma hornada –ambos autores nacieron en el año 1968–, a una generación que creyó (creímos) tenerlo todo al alcance de la mano. La doble lectura invita a un juego especular con la realidad, a reírnos de nosotros mismos y a formularnos ciertas preguntas: ¿qué nos pasó?, ¿dónde está la fisura?, ¿cómo repartimos las culpas?

Por ejemplo, en la novela de KOK la esposa del protagonista es una máquina atómica de emitir reproches (¿nos quejamos demasiado las mujeres?), mientras que en la de JO el marido se encierra en una burbuja cómoda y hermética (¿les suena?) cada vez que le conviene: «Mi marido está encorvado sobre el ordenador, tal como estaba cuando he llegado. Durante todo el día ha estado siguiendo las noticias de un terremoto ocurrido en otro país. Cada vez que se actualiza el recuento de víctimas me pone al corriente».

Aunque a KOK le falta quizá un pelín de sentido del humor, es muy de agradecer que ambos autores escriban a calzón quitado, sin asomo de autocomplacencia, acerca de cuestiones caudales como la paternidad. Papillas, pañales, llanteras, vómitos, el pediatra y las noches en vela. En la versión femenina del asunto, JO admite que, ante las dudas y el agotamiento, siempre acaba imponiéndose la parte animal, la forma en que la manita del bebé le agarra los dedos, el olor de su pelo. KOK, en cambio, hace confesar a su trasunto la incapacidad de sentir y hacer como la esposa cuando llega el embarazo (las velas encendidas, baños calientes, montones de ropa de bebé en el armario, las clases de preparación al parto y todo eso).

Él no siente lo mismo porque tiene que escribir –los protagonistas de ambas novelas son escritores bloqueados–. Tiene que escribir y se pone a ello con ahínco, 20 páginas al día, sin ver letras ni palabras, a pesar de los insultos –«viejo verde», «cerdo», «monstruo sin empatía»– y de las amenazas de la esposa con abandonarle. En la novela de JO, por el contrario, las tareas domésticas y la familia se interponen a los sueños. ¿O son tal vez la gran excusa? «Algunas mujeres hacen que parezca facilísimo eso de renunciar a la ambición, como si fuera un abrigo caro que se ha quedado ya demasiado pequeño».

Ambos autores llegan a la misma playa: desaparecida la inflamación del enamoramiento, el matrimonio es más bien una cuestión de fe y de voluntad. KOK echa mano de Ibsen para decirlo («las relaciones estaban para borrar lo individual»); JO toma prestada una cita de Keats («no existe la posibilidad de que el mundo se convierta en un lugar apacible donde uno pueda salvar su alma»). Porque, en realidad, no se trata tanto de la imposibilidad de la pareja como del oficio de vivir, de su dificultad, del inestable equilibrio entre libertad y renuncias.

Olga Merino, periodista y escritora.

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