La carga social de los impuestos

Los impuestos son el precio a pagar por la civilización, según la frase del juez estadounidense Oliver Wendell Holmes que figura en el frontispicio del edificio central de la agencia tributaria federal de dicho país. Los impuestos, por decirlo con otra expresión que aparece en muchos textos clásicos de hacienda pública, son el precio a pagar por los bienes y servicios esenciales que suministra el Estado a través del gasto público.

Afirmaciones ambas incontestables, pero matizables. Ciertamente no se puede concebir la vida civilizada sin un mínimo de recaudación, pero no es menos cierto que más de un orden social se ha resquebrajado por una tributación excesiva y sus consiguientes efectos nocivos sobre la producción y el empleo. Igualmente innegable es que sin impuestos e ingresos públicos suficientes no se puede financiar el monto mínimo de bienes y servicios públicos que prácticamente cualquier ideario político considera responsabilidad del Estado suministrar. Pero no es menos verdad que el gasto público que se paga con los impuestos y la recaudación correspondiente incluye a veces, además de esos gastos esenciales, todo tipo de dispendios, despilfarros o sobrecostes administrativos en los que el gobierno actual o los anteriores hayan podido incurrir, así como el servicio de la deuda pública acumulada por la justificada o injustificada insuficiencia de los ingresos públicos para cubrir el gasto público en el pasado.

Tan absurdo es negar que los impuestos son necesarios como ignorar que suponen una carga para la sociedad, una carga mucho más pesada de lo que se suele pensar. La carga social de los impuestos no se limita al impacto directo y más visible de los mismos, esto es, a la merma de renta disponible de los sujetos tributarios. A este impacto debe sumarse el coste de las diversas administraciones, incluida la Seguridad Social, responsables de asegurar el pago de los impuestos correspondientes, así como el coste que ocasiona a familias y empresas, especialmente a las pequeñas y medianas, el cumplimiento de sus obligaciones tributarias. Este último coste es muy superior al primero. En Estados Unidos, por ejemplo, se calcula que estos costes de cumplimiento alcanzan el 10% del total de ingresos públicos y son unas 20 veces mayores que el coste de las administraciones tributarias. Desconozco si estos cálculos se han realizado para nuestro país pero si así fuera estoy convencido de que no se alejarán mucho de estas cifras. Aún siendo importantes, estos costes palidecen en comparación con otros menos visibles y nebulosos que constituyen lo que se denomina en el argot hacendístico el exceso de la carga impositiva. Este exceso de carga, mucho mayor en los impuestos directos que en los indirectos, comprende el valor de las actividades que se hubieran llevado a cabo si los tipos impositivos fueran inferiores a los existentes. Esto es, el ahorro y las inversiones que se habrían realizado, los empleos o las horas extras que se habrían generado, los beneficios y salarios perdidos, las empresas que se habrían creado o las que habrían aumentado su tamaño, las vocaciones empresariales abortadas, etcétera.

No sólo se desconoce por la opinión pública las dimensiones de la carga total de los impuestos sino que también se ignora que no recae únicamente sobre los destinatarios del impuesto correspondiente. Así, por ejemplo, la subida del impuesto de sociedades recae inicialmente en los propietarios de las empresas pero una parte sustancial del incremento se termina trasladando a los trabajadores vía menores salarios y empleo de los que habría en ausencia de dicha subida. Otro tanto ocurre con las subidas de las cotizaciones empresariales a la seguridad social, que inicialmente reducen el beneficio de las empresas pero rápidamente se traducen en menores salarios o niveles de empleo de los que se conseguirían sin dichas subidas. Evidentemente, si los aumentos de estos impuestos directos y la carga consiguiente recaen parcialmente en quienes (creen que) no los pagan, las bajadas de los mismos también beneficiarían a estos colectivos y no únicamente a los sujetos del impuesto correspondiente. Es interesante, al respecto, el caso del impuesto de patrimonio, cuya eliminación en Francia en 2019, acompañada de una bajada del impuesto de sociedades, disparó el número y el tamaño de las startups y de las empresas medianas, alentando el crecimiento de la producción y el empleo. Sin duda alguna, estas medidas, más quizá que cualesquiera otras adoptadas por el gobierno de Macron, explican que Francia sea el país europeo que ha salido antes y con más fuerza de la recesión ocasionada por la pandemia.

El concepto del exceso de carga ayuda a entender por qué cuando los tipos de imposición directa son indebidamente elevados una reducción de los mismos aumenta los ingresos públicos ya que dicho aumento no se produce solamente en las figuras tributarias objeto de reducción. La bajada del impuesto de sociedades genera ingresos públicos adicionales por renta y seguridad social debido a su impacto positivo sobre salarios y empleo. La bajada de cotizaciones, aumenta los ingresos del IRPF por las mismas razones, además de incrementar los ingresos del impuesto de sociedades. La abolición del impuesto de patrimonio, por su impacto positivo sobre la innovación y la inversión, alienta el crecimiento económico y beneficia los ingresos públicos de todas las figuras impositivas anteriores. Todas estas bajadas de impuestos directos, por sus efectos positivos sobre salarios y empleo, aumentan la recaudación de los impuestos indirectos.

Las cotizaciones empresariales a la seguridad social, el impuesto de sociedades y el impuesto de patrimonio alcanzan en nuestro país niveles excesivos y superiores a los de la mayoría o la totalidad de los países de la OCDE. El elevado nivel de estos impuestos es el principal freno a la innovación y al avance de la producción, de los salarios y del empleo, y por ende al propio crecimiento de los ingresos públicos en España. Por estos efectos nocivos sobre los salarios y el empleo, además, los elevados niveles de estos impuestos no sólo no reducen la desigualdad sino que la aumentan o la perpetúan.

En fin, el votante debe saber que aunque su renta no esté directamente sujeta a esos impuestos, las elevaciones de los mismos terminarán mermando sus posibilidades de empleo y de avance salarial. Parafraseando a John Donne, cuando oigan el sonido de subidas de cotizaciones sociales y subidas impositivas a las empresas y a los ‘ricos’, se les puede decir… no preguntes por quién doblan las campanas, doblan por ti.

José Luis Feito es economista y miembro junta directiva CEOE.

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