La carne de la gallina

Mi primera reacción al ver cómo el huevo podrido de la foto del criminal desafiante exhibiendo la pancarta de Bildu con la firma de ETA impactaba contra la recién almidonada toga de la dignidad herida de Pascual Sala fue de regocijo. Lo dije en mi videoblog: dentro de la mezcla de indignación y desánimo que provocaba el recochineo etarra tras su victoria sobre el Estado de Derecho y la dignidad nacional, al menos quedaba un resquicio para celebrar que hubiera dejado en ridículo la casi simultánea comparencencia del presidente del Constitucional, haciéndose el ofendido con aires de doncella mancillada por las críticas recibidas.

Sin embargo, una reflexión más pausada me hace revisar ese criterio al detectar que el impacto y escándalo de esa imagen -que ante la opinión pública vale más que mil de las palabras incluidas en los documentos incautados por la Guardia Civil a la banda- ha venido a dar por amortizados los lamentos quejumbrosos de este Pontífice Máximo de nuestra judicatura, evitándole su contraste con la realidad.

Urge corregir tan inmerecida omisión, empezando por rebobinar sus palabras literales que desde luego no fueron cualquier cosa: «La independencia judicial es algo sacrosanto para un magistrado. Y se le pone la carne de gallina cuando se cuestiona su independencia sólo por frases generales. Eso es atentar contra lo más sagrado de la función judicial».

¡Cáspita! Lo «sacrosanto» y lo «sagrado» en juego no en una monarquía de derecho divino o una dictadura bajo palio tipo memoria histórica, sino en pleno republicanismo cívico del ateo Zapatero. Pero, ojo, que el demandante que comparece sangrando por la herida del agravio no es como digo Leire Pajín, Bibiana Aído ni Gaspar Zarrías sino el único español que, a lo largo y ancho de nuestra historia judicial, podrá llevarse a la tumba el triple collar de presidente del Tribunal de Cuentas, presidente del Tribunal Supremo y presidente del Tribunal Constitucional.

Puesto que para un magistrado eso es como ganar primero la Copa, luego la Liga y después la Champions durante más de 20 temporadas casi consecutivas es obligado hacerle justicia, sustituir esas «frases generales» por unos cuantos hechos particulares y practicar a continuación una biopsia para acreditar si es de gallina o de otra especie de la fauna animal la carne que rellena el enjuto espacio entre tanta pompa y circunstancia y su esqueleto.

Empecemos por los méritos de menor rango acumulados por nuestro prócer. Resulta que fue durante el mandato de Pascual Sala cuando el Tribunal de Cuentas eludió en sus informes de fiscalización del PSOE toda referencia al caso Filesa, pese a que pudo constatar que gran parte de sus gastos de campaña estaban siendo pagados por la trama que a su vez se nutría del impuesto revolucionario cobrado a los bancos y grandes compañías a cambio de informes inexistentes. Su excusa a posteriori no pudo ser más pobre: «El Tribunal de Cuentas no puede investigar a las empresas privadas». Máxime cuando quienes se sentaron en el banquillo -Enrique Bacigalupo mediante- no fueron los paganinis del Gotha empresarial sino altos ejecutivos del partido como Carlos Navarro o Josep Maria Sala, condenados a penas de cárcel.

Pero no fue ése el único favor que en el inicio de su cursus honorem hizo Pascual Sala al PSOE de la corrupción y el pelotazo. Él mismo firmó el informe de fiscalización de la empresa pública Ateinsa del que desapareció como por arte de birlibirloque la partida de 473 millones de pesetas incluida en sus balances que reflejaba el pago de comisiones a Enrique Sarasola, íntimo amigo de Felipe González, por sus gestiones de cara a la adjudicación del controvertido proyecto del metro de Medellín. Tras dos años de forcejeo durante los que la inspección del Tribunal tuvo contra las cuerdas al presidente del INI, Jordi Mercader, Pascual Sala accedió gustoso a enfangar su toga dando por buena una larga cambiada y hurtando al Parlamento la piedra del escándalo.

No es de extrañar que con ese bagaje fuera promovido en 1990 en pleno apogeo del felipismo más omnipotente a la Presidencia del Tribunal Supremo, que como se sabe lleva aparejada la del Consejo del Poder Judicial, y que una de sus primeras actuaciones más sonadas conllevara la denegación del amparo solicitado por el prestigioso magistrado progresista Marino Barbero, soezmente insultado por Rodríguez Ibarra -valga la redundancia- con motivo de su entrada y registro en la sede del PSOE durante la investigación penal de Filesa.

«Con el PSOE, más que un peldaño, España ha subido una escalera entera», declaró el 8 de noviembre de 1992 a Diario 16 en una expresión tan laudatoria, arrobada y genuflexa ante el poder ejecutivo por parte del titular del poder judicial que hubo que recurrir al franquismo profundo para encontrarle un precedente.

Pero su gran solo de violín, su momento de gloria dentro de la disciplinada orquesta que enseguida tuvo que interpretar la partitura del encubrimiento del terrorismo de Estado y el saqueo de los fondos reservados llegó cuando, al asumir la Presidencia del llamado Tribunal de Conflictos Jurisdiccionales, perpetró la resolución por la que se denegaba el acceso a un juez instructor -Garzón- a los documentos del Cesid que probaban la implicación del Gobierno en la puesta en marcha de los GAL.

La argumentación de Sala y sus coequipiers se basaba en que al haber sido clasificados como secretos esos documentos -conocidos ya por toda España gracias a su divulgación por EL MUNDO-, sólo el Gobierno podía decidir si procedía o no a su entrega, previa desclasificación. Y su desfachatez intelectual llegaba hasta el extremo de equiparar el derecho a preservar el secreto del Ministerio de Defensa al secreto de confesión del sacerdote o el secreto profesional del periodista, olvidando que estas figuras permiten no incriminar a otro pero nunca sirven de escudo ante los propios delitos.

La más acendrada jurisprudencia del Supremo que establecía nítidamente que la declaración de secreto no podía servir para impedir la persecución de un delito quedaba así desarbolada. Y para mayor befa y escarnio la resolución describía los nuevos márgenes de impunidad ofrecidos al Ejecutivo como la capacidad de «modular la investigación judicial».

Nunca la resolución de un tribunal había causado tanta indignación y tan extendido agravio en tiempos democráticos. Las tres asociaciones judiciales arremetieron al unísono contra lo que el batallador juez Navarro Estevan acuñó como «pascualazo». Por su parte, el catedrático García Trevijano bautizó a nuestro prohombre, también con gran éxito de crítica y público, como «Lord Protector del Crimen de Estado». Y yo también eché mi cuarto a espadas interpelando al susodicho a partir de la glosa de un poema de León Felipe: «¿Cuánto vale su justicia, don Pascual Sala? ¿Se vende usted por una mera cruz de latón al Mérito Constitucional -el Gobierno acababa de concedérsela-, por sentido partidista de la Historia, por soberbia intelectual, por alguna causa menos confesable o no está en venta en absoluto?... Y es que cabe la posibilidad de que no sea usted un prevaricador, es decir la posibilidad de que no haya tomado esa resolución injusta a sabiendas. Perdóneme si, al plantearlo como hipótesis, cuestiono su formación jurídica o su más elemental perspicacia. A la vista de algún reciente gesto de arrogancia, comprendo que lo que más pudiera ofenderle es que le tomaran por tonto».

Pues, sin embargo, lo que más le ofendió fue lo mismo que ahora: que un mesurado editorial de EL MUNDO -«Cuando la Justicia sirve de coartada política»- hiciera trizas su proclamada independencia y lo presentara como lo que era y ha seguido siendo: el Pascual más criado leal con que ha contado el PSOE en la judicatura. Creyendo tal vez que al empitonar institucionalmente al periódico cornearía no sólo al director sino a toda la troupe de acróbatas molestos que osaban salpicar su túnica sagrada, el presidente del Supremo y el Poder Judicial instó al fiscal general del Estado -a la sazón Carlos Granados- a presentar una querella por injurias contra EL MUNDO.

Aún fresco en la memoria de todos el golpe de bumerán que noqueó a su antecesor Leopoldo Torres cuando el mismísimo González le indujo a hacer lo propio y un juez de instrucción de la Audiencia Nacional llamado Carlos Dívar le paró los pies, Granados tuvo la cautela de reunir a la Junta de Fiscales de Sala y la pretensión del archipámpano quedó rechazada por el nivelado resultado de 14 a cero. Sólo faltaba, vinieron a decir aquellos 14 juristas encargados de velar por la legalidad, que junto a todos los demás principios generales del Derecho este pavo real pretenda llevarse por delante la libertad de expresión.

El tiempo puso pronto a cada uno en su sitio. Frente a la negativa inicial de un Aznar al que en definitiva el pascualazo le evitaba un problema, la Sala Tercera del Tribunal Supremo optó por la línea garantista de García de Enterría, se cepilló la «doctrina de los actos políticos» inspirada por Fernando Ledesma y ordenó al Gobierno desclasificar los papeles del Cesid que poco después sirvieron de prueba de convicción para condenar a Barrionuevo y Vera a 10 años de cárcel por el secuestro de Marey.

Esta secuencia de acontecimientos fue tan demoledora para el prestigio de nuestra gallina de los huevos de oro que recuerdo bien cómo nada más ganar las elecciones Zapatero me explicó que había dado instrucciones para que los vocales promovidos por el PSOE al CGPJ apoyaran la candidatura de Cándido Conde- Pumpido para cubrir una de las vacantes del Constitucional frente a la de Pascual Sala. Su mensaje era inequívoco: apuesto por el magistrado que condenó a los GAL frente al magistrado que protegió a los GAL.

Sin embargo, ganó Sala y a Pumpido tuvo que darle el premio de consolación de la Fiscalía. Zapatero aprendió ese día -y no debió de resultarle difícil teniendo a Rubalcaba cerca- que él era rehén de ese pasado oprobioso del que quería desmarcarse puesto que, como expone Morris West en su novela La salamandra, en el seno del Estado se había engendrado ya un poder oculto, camaleónico y viscoso integrado por la secta de políticos, jueces, fiscales, policías y, por qué no decirlo, periodistas que habían hecho del progresismo la coartada para los más repelentes crímenes y abusos.

Pero Zapatero tampoco tuvo mucho por lo que entristecerse pues enseguida comprobó que el nuevo juez del TC estaba ante sus designios en el mismo primer tiempo de saludo que había adoptado durante el felipismo. Y como nadie puede decir que el pollo sea tonto, Pascual Sala se convirtió de hecho en el gran punto de apoyo jurídico de las dos operaciones en las que el presidente ha intentado engañar a todo el mundo al mismo tiempo en cuestiones de Estado: el Estatuto de Cataluña y el regreso de los proetarras a las instituciones.

La impostura de Sala asumiendo las tesis de los nacionalistas en compañía de ese personaje de chiste llamado Eugenio Gay, cuya mera presencia en escena indica lo bajo que ha llegado el Constitucional, fue el contrafuerte decisivo de las posiciones legalistas que permitió saldar el disparate con la patada hacia delante de las interpretaciones conformes. Zapatero salvaba la cara y Montilla la caradura; los nacionalistas podían declararse víctimas y el español continuar proscrito en los colegios. Faena perfecta. Firmado: Pascual Sala y cinco más.

La recompensa no podía ser otra que la Presidencia del tribunal desde la que acaba de repetir la jugada, también con Gay y otros cuatro monaguillos, ayudando a Zapatero y Rubalcaba a engañar al PP, cumplir durante un rato con el PNV y seguir jugando al palo y la zanahoria con ETA a costa de la memoria y dignidad de las víctimas. ¡Qué más da que en la carambola se haya llevado un buen trompazo el crédito y autoridad del Tribunal Supremo si la salamandra ya no habita allí!

¿Qué carne es más incomestible, la de la gallina vieja o la de la salamandra japonesa -Megalobatrachus Japonicus-, que puede llegar a medir un metro ochenta? Mire, Pascual, usted podrá seguir acumulando fechorías pero no logrará irse de rositas. Porque ya que insiste en cobijarse bajo la bóveda de lo «sacrosanto» y lo «sagrado», le repetiré lo que le dije hace 15 años: «Usted, delegado gubernativo en el poder judicial, ministro felipista para el Tribunal Supremo, trujimán del PSOE en el Tribunal de Conflictos… usted ha sido el sumo sacerdote, el oficiante máximo de esta comunión con ruedas de molino, y ya se sabe que cuanto más totalizadora, irracional y opresiva es una iglesia, mayor placer compensatorio produce el sacrilegio contra sus prelados».

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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