La 'carta marrueca' de un presidente a la violeta

A modo de Memorias de ultratumba, el militar y escritor ilustrado José Cadalso, nacido a la sombra del Peñón de Gibraltar y muerto en el asedio de la Roca al alcanzarle una granada inglesa, hubo de esperar a su fallecimiento, al igual que Chateaubriand, para que se publicaran sus Cartas marruecas en 1789. Emulando Las letras persas de Montesquieu, pormenorizaba la decadencia de una España dieciochesca a la que equiparaba con una casa -antaño magnífica y sólida- desmoronada y degradada con los años y el mal gobierno. De análoga manera que Charles Louis de Secondat se valió de los exóticos puntos de vista de cuatro viajeros persas para satirizar las costumbres de la Corte gala y la moral de su época, el epistolario de Cadalso hace lo propio de la mano de Gazel, un joven marroquí de visita en España, de su maestro Ben-Beley y de Nuño Núñez, un español con quien traba amistad, para salvaguardar lo que estimaba útil y válido, así como enterrar lo carente de ese carácter.

La 'carta marrueca' de un presidente a la violetaSi un protagonista de las Cartas marruecas hubiera recorrido este rodal carpetovetónico esta septimana horribilis para Pedro Sánchez, se hubiera sumido en la perplejidad. No sería para menos con media España echada a la calle expresando su malestar y con su Gobierno avivando las protestas con sus insultos a los convocantes con el remoquete de ser de ultraderecha hasta paralizar sectores productivos y desabastecer supermercados de productos básicos, consintiendo que se enquistara una huelga de transportistas sin aprobar medidas como otros países antes de que el Consejo Europeo pudiera sacarles las castañas del fuego. Si, además, hubiera escuchado cómo su Consejo de Ministros animaba, a través de la titular de Ciencia e Innovación, Diana Morant, a «mirar al cielo» con un proyecto que incorpore a España a la carrera espacial, concluiría espantado: «¡Estos ministros deben de estar locos!». Obviamente, no están locos, aunque lo semejen, sino que saben lo que quieren haciéndoselo hasta que han desbordado el cueceleches de la opinión pública.

Poniendo del revés el argumento de la película de éxito No mires arriba, plagada de estrellas de Hollywood como Leonardo DiCaprio o Meryl Streep, en la que la Casa Blanca busca ocultar el aterrador hallazgo de una pareja de astrónomos de un colosal meteorito que amenaza con arrasar la Tierra, distrayendo a la gente para que no levante la cabeza del suelo, aquí políticos a la violeta, con su estupefaciente pretensión de camuflar lo que está a la vista y el ciudadano sufre en sus carnes, intentan que la gente se ensimisme con el cielo a base de idiotismos. Como los de aquellos farsantes eruditos a los que Cadalso escarneció escandalizado por cómo rivalizaban enseñoreándose de los salones mientras esparcían -de ahí el título de su aguda diatriba- una penetrante fragancia a agua «de violeta».

Parece de chiste, si no fuera una burla, hablar de carrera espacial cuando muchos españoles buscan subsistir en este agraz periodo de calamidad y guerra. Con estas macanas para encubrir el calimoso paisaje de la actualidad ante la impericia de una gavilla de ministros de certificada nulidad en su mayoría, llega la hora en la que, como decía el entrañable operador de Cinema Paradiso, «tarde o temprano llega un momento en el que hablar y estar callado es la misma cosa». Sentado lo cual, se prefiere lo segundo cuando hablar y mentir se asimilan sinónimamente por gobernantes que no le dicen la verdad ni al médico y obran contra lo que pregonan.

Si al atascarse la invasión napoleónica de España cuando se juzgaba un paseo militar con la excusa de estar de paso camino de Portugal y con la dispensa de la familia real, el sagaz Talleyrand, su ministro de Exteriores, advirtió a Napoleón de que se podían hacer muchas cosas con las bayonetas, menos sentarse sobre ellas, Sánchez ha hecho lo mismo con la realidad sin reparar en que ésta puede resultar peor asiento incluso que una bayoneta. Más cuando él contribuye a calarla con su inacción y pifias para luego tener que firmar deprisa y corriendo lo que sea y como sea. Ora un dispendioso pago a los camioneros tras perder su pulso y lograr más ayudas que sus colegas europeos a los que la previsión de sus gobiernos evitó paros que inmovilizaran sus economías. Ora una dolosa claudicación ante el chantaje de Marruecos con el Sáhara occidental luego de incitar al reino alauita al dejar entrar en España con pasaporte falso al líder del Frente Polisario tras negarse Alemania. Aventajado pupilo de Zapatero hasta sobrepasarlo en osadía y temeridad, Sánchez aplica el «¡como sea!» de aquél en la Cumbre Euromediterránea de Barcelona de 2005 que delató un indiscreto micrófono. Como sentenció el clásico, «quien, cuando puede, no quiere, bien es que, cuando quiera, no pueda, perdiendo por el mal querer el bien poder».

Sin embargo, nada tan grave como la carta marrueca de Sánchez a Mohamed VI, en la que la mala gramática se ajusta a su mal proceder. A cambio de que a Sánchez le permita ir tirando -dado que su política se sustancia en vivir al día- sin afectarle hipotecar irreversiblemente los intereses de España a ambos lados del Estrecho. Como nadie elige a sus limítrofes, ellos son la principal fuente de litigio entre países. No obstante, la búsqueda de una buena vecindad no puede ser a costa de rendirle las llaves de la casa. Mucho menos si su monarca, según estipula la carta otorgada a los marroquíes, tiene la encomienda de preservar la integridad territorial «de sus fronteras auténticas», acechando el futuro de las ciudades españolas en el norte de África así como de las aguas costeras próximas a las Islas Canarias.

Sin duda, España ha de procurar una buena avenencia con Marruecos sin desertar de sus obligaciones. Aunque todo el mundo tiene su talón de Aquiles, no puede arriesgarlo para que cualquiera lo golpee cuando le pete. Con el antiguo protectorado de Marruecos, España ha sostenido una guerra, la de Ifni; casi una contienda, la del Sáhara; y un conato, la ocupación del islote de Perejil en 2002 para presionar a España para que abandonara su tradicional neutralidad en el conflicto saharaui, pero está condenada a entenderse para encauzar unas relaciones complejas.

Están marcadas por la diferencia de renta a ambos lados de la frontera es de la más altas del mundo, aunque a inicios de los 60 se equiparaban en riqueza, si bien se ha desequilibrado hasta erigir a España en tierra de promisión para quienes huyen de un presente sin futuro, y por el uso que hace la monarquía alauita de España como badana de sus problemas internos. La debilidad y la irresolución despiertan las peores pasiones de la monarquía alauita y Marruecos tiene acreditado en más de una ocasión que sabe de veras cómo tratar a España en su provecho. Ya se constató con el padre aprovechando la agonía de Franco para su Marcha Verde sobre el Sáhara Occidental, a la par que planteaba ante el Comité de Descolonización de la ONU la situación de Ceuta, Melilla y del resto de los territorios costeros vecinos; y el hijo repite el catón.

Una vez servido en bandeja el Sáhara, pronto abrirá atajo la doctrina sobre Ceuta y Melilla -no en vano Zapatero parece estar en la trastienda - del que fuera asesor del expresidente, el diplomático Máximo Cajal, quien armó en su día una notable tremolina al auspiciar, «cualquiera que sea su modalidad y plazo, la definitiva marroquinidad de ambas plazas». En su libro Ceuta, Melilla, Olivenza y Gibraltar: ¿dónde acaba España?, propugnaba la entrega de Ceuta y Melilla a Marruecos. «Son -razonaba- una afrenta permanente a la integridad territorial del país vecino sin que quepa al respecto invocar el argumento de sus respectivas poblaciones. (...) El destino futuro de Ceuta, Melilla, los peñones de Alhucemas y de Vélez, y de las Chafarinas viene impuesto también por la Geografía, como sucede con Gibraltar, pero sobre todo por el imperativo ético que corresponde a un nuevo concepto del orden internacional».

Por eso, la visita del miércoles de Sánchez a Ceuta y Melilla para aparentar que su decisión sobre el Sáhara Occidental es una especie de do ut des por el que el país vecino renunciaría a sus inveteradas apetencias sobre ambas, lo cual no figura por parte alguna del comunicado unilateral marroquí por el que los españoles conocieron el giro copernicano experimentado sin conocimiento de su Gobierno ni de las Cortes, escenifica su impostura de camaleón al que la reversibilidad de sus principios le lleva a defender una cosa y su contraria con un cinismo sin límites. De esta guisa, transita de desatar una crisis con Marruecos a autorizar la entrada ilegal en España de Brahim Ghali en una operación que le compromete judicialmente y que empujó a Mohamed VI a lanzar un alud humano sobre Ceuta, así como a llamar a su embajadora en Madrid, a reconocerle de facto la soberanía sobre la excolonia española al catalogar el plan magrebí de autonomía de 2007 -al cabo de tres lustros- como solución «seria y realista». Esta capitulación empeña dos dominios españoles desde 1497 (Melilla) y 1668 (Ceuta), en que ésta última dejó de ser portuguesa. Además, para más inri, al avenirse a las tesis alauitas frente a la ONU que obliga a un referéndum de libre determinación, arrumba las resoluciones de ésta sobre la descolonización del Gibraltar que marcó el sino de Cadalso.

No es fácil, desde luego, ser amigo con Marruecos, el vecino imposible del «lejano Magreb de ahí enfrente», en definición de Alfonso de la Serna, exembajador en Rabat. Sin distingos de presidentes ni de colores políticos, retira sus diplomáticos cada vez que se tercia. Con Aznar, sin que ello fuera óbice para que Zapatero visitara a Mohamed VI en clara deslealtad como jefe de la oposición, con él mismo en La Moncloa pillando la andanada a su ministro Moratinos escuchando flamenco en Tánger, y ahora con Sánchez. Y, con cada cesión, unas promesas que acaban, como la aguanieve, por diluirse sin cuajar.

En Marruecos, donde la única urgencia es dar tiempo al tiempo en la creencia de que el inevitable devenir de las cosas es más fuerte que la voluntad, su exasperante dilación encuentra su recompensa en la precipitación de evanescentes políticos del instante a los que no le importa hipotecarse en cualquier terreno al ser peritos en no asumir las gravosas losas de su negligente comportar. Por ese despeñadero, España comienza a ser percibida en Europa como, más que una excepcionalidad, una anomalía a la que confinar en una isla que llaman, por el momento, energética.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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