La casa del rumor

"Si todo tiempo está presente eternamente / todo tiempo es irredimible”, escribió T. S. Eliot al comienzo de sus célebres Four Quartets. Sobre el significado de esos versos disponemos de numerosas y brillantes exégesis, escolios de mitología, teología, filosofía, retórica, al margen de una de las grandes obras poéticas de nuestra época. O más bien, de otra época: aquella en que la percepción del tiempo no había sido aún derrotada por el imperio de lo inmediato. Bien visto, las dos líneas de Eliot parecen el anuncio de una terrible profecía: es posible un momento en que las abstracciones humanas, los pensamientos sobre “lo que podría haber sido”, las posibilidades imaginarias de la existencia no sean otra cosa que especulaciones sin sentido, vanos ejercicios derrotados por la evidencia del instante absoluto. Profundamente pesimista, el primero de los Cuatro cuartetos anuncia que todo está ya escrito e inscrito en cada paso del presente, cuyas capas simultáneas evocan “los ecos que habitan un jardín”.

Algunos años antes de que Eliot escribiera ese célebre poema, en 1927, un soldado británico obsesionado con la aeronáutica, John Williams Dunne, publica en Nueva York un curioso ensayo titulado Un experimento con el tiempo, donde trata de explicarse el mecanismo de ciertos sueños y estados precognitivos, que manifiestan la capacidad de anticipar sucesos fuera de una corriente o dimensión temporal que parece fluir en un solo sentido. Pero la metáfora de la línea recta, “la flecha del tiempo”, como suma de puntos crónicos, le parecía a Dunne básicamente incorrecta. En, realidad, todo el tiempo, con sus habituales dimensiones, estaría siempre presente en cada instante, aunque nuestra conciencia lo experimente de forma lineal. En los sueños y en otros estados alucinatorios descubrimos que ese tejido temporal no distingue tan claramente entre pasado, presente y futuro, y que más bien habitamos un universo de cuatro dimensiones entrelazadas.

El libro de Dunne tuvo el oscuro destino de las obras muy influyentes que acaban olvidadas, y cuyas ideas pasan luego a ser propiedad de sus lectores más creativos: Jung, Priestley, Huxley, Bioy Casares y, por supuesto, Jorge Luis Borges, que dedicó a Dunne páginas importantes, casi confesionales. Presumiblemente, el propio Eliot también conoció, directa o indirectamente, estas preocupaciones, y debe de haber apreciado sin reservas las virtudes poéticas de una idea “serialista” del universo.

Pensaba yo en Dunne no hace mucho, cuando salía de ver Boyhood, la maravillosa película de Richard Linklater, tan celebrada y malentendida por la crítica, que bien podría definirse también como “un experimento con el tiempo”. Rodada a lo largo de doce años con el mismo conjunto de actores, Boyhood muestra las transformaciones biológicas de una trama sentimental, la historia de una iniciación norteamericana, con sus típicos ritos de paso. Muchas vidas convergen en estos doce años, reducidos a dos horas que describen el paso de la infancia a la adolescencia, con su dosis pareja de ternura y crueldad, de ilusión y realismo. Y a pesar de ese argumento tan simple, lo que realmente disfrutamos del filme no es su previsible recorrido sino el contraste entre éste y la intensidad de una escena final donde se echa la vista atrás para ver, a la manera de un sueño, no sólo cómo el pasado se ha vertido en el futuro, sino también cómo el futuro estaba ya de alguna manera habitando el rostro de la infancia. Un filme, en definitiva, sobre el tiempo y sus dobleces, que acude a la inusual franqueza de unas imágenes espigadas en un lapso poco común para glosar lo que podíamos vislumbrar o imaginar en un simple instante.

La película de Linklater me recordó algo que leí hace unos meses en The New York Times a propósito de una serie fotográfica de Nicholas Nixon. Durante 40 años, Nixon fotografió sistemáticamente a cuatro hermanas, de apellido Brown, entre las que se contaba su esposa. Repasar las fotos de las cuatro mujeres a lo largo de cuatro décadas resulta una experiencia fascinante, no tanto porque en esas imágenes se aprecien con claridad los signos del paso del tiempo y el envejecimiento de las personas que sirven de modelo, sino justamente por la manera en que cada una de ellas no se define en aquello que el tiempo transforma, sino por cierta indiferencia ante los signos y evidencias de su paso. Las fotos son una reflexión sobre los vínculos entre esas hermanas, un estudio silencioso de ese tiempo simultáneo congelado en los rostros, que además de anunciar la inevitable caducidad trasmite una suerte de espiritualidad, de sensación redentora.

Tanto en el filme de Linklater como en la serie fotográfica de Nixon sobre las hermanas Brown hay una suerte de misterio último de las imágenes, algo que no se agota en la información temporal que nos muestran. Algo que debemos interpretar —o colocar— más allá del presente y su exigencia abarcadora. Se crea, sí, cierta ilusión de intimidad o de complicidad, puesto que asistimos como observadores al paso del tiempo y sus efectos más evidentes, pero en realidad lo que buscamos en esos modelos artísticos esta afuera: es una respuesta sobre nosotros mismos, sobre el observador de las imágenes. La privacidad, que es el tema de estos dos ejemplos, y de muchas otras obras de arte, no está necesariamente obligada a sacrificarse, ni siquiera cuando se convierte en el tema central de una obra.

Pensemos, ahora, en otro tipo de relación con el tiempo que parece estar en las antípodas de esa intimidad reflejada y analizada por el arte. Sería la del presente despótico en que nos iniciamos cada día, cuando lo primero que hacemos es abrir una pantalla de ordenador o teléfono móvil. Nuestra pulsión de presente e inmediatez ha venido a cumplir aquella profecía del Burnt Norton de Eliot: a través de la tecnología buscamos un tiempo irredimible y simultáneo que declara su victoria sobre el espacio, ya no sólo sobre las antiguas barreras geográficas sino también como perspectiva sucesiva o abanico de posibilidades e interpretaciones. En estos tiempos, el consuelo de la tecnología conserva aún su condición fáustica: su encanto alucinatorio promete más de lo que realiza; a menudo reduce a la inanidad gratificante del instante la experiencia del pasado y las potencialidades del futuro, obligándonos a vivir en una mansión de rumores confusos donde una personalidad compartida carece de dimensiones imaginativas.

Con el título The House of Rumor, otro poeta, el escocés Robin Robertson, ha publicado en su último libro una hermosa versión del pasaje de las Metamorfosis donde Ovidio describe la casa de la diosa Fama, misterioso “lugar en el centro del mundo”. Fama, diosa del rumor y representación de la voz pública, nunca duerme y en su recinto se oye todo lo que se habla en el universo; un vocerío infinito, simultáneo, eternamente presente, donde cada vez es más difícil determinar algún origen: “Es una casa abierta / noche y día: un domo de aberturas / y ventanas dispuestas / como un millón de ojos que observan / fijamente, sin parpadear, / sin puerta ni cerrojo en sitio alguno (…) Guardia, vigía, cámara de ecos, / no olvida nada, / no olvida a nadie mientras barre el mundo”. Casa de sombras, susurros y fantasmas, donde la Verdad se confunde con la Mentira, y los hombres son cortejados, simultáneamente, por la Credulidad, el Error, la Alegría, los Temores, la Sedición, este “jardín de ecos” que reseña Ovidio reaparecerá, de una u otra forma, en casi toda la literatura occidental hasta hoy día.

No está de más añadir que la metáfora de la “Casa de la Fama” o “Casa del Rumor” ha servido recientemente al arquitecto e informático Ivan Redi o al novelista Jake Arnott para evocar un Ortloss o espacio-sin-lugar, un infoespacio o arquitectura de información universal en Red que no es otra cosa que la somera definición de eso que hoy conocemos como Internet.

Ernesto Hernández Busto es ensayista (premio Casa de América 2004). Desde 2006 edita el blog PenultimosDias.com. Su próximo libro: La ruta natural (Vaso Roto, abril 2015).

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