La Casa Europea, en llamas

Europa está en peligro.

En todas partes aumentan las críticas, las afrentas, las deserciones.

Acabar con la construcción europea, reencontrar el “alma de las naciones”, reconectar con una “identidad perdida” que no existe, muchas veces, más que en la imaginación de los demagogos: ese es el programa común de las fuerzas populistas que están inundando el continente.

Atacada desde dentro por falsos profetas borrachos de resentimiento, que creen que su hora ha llegado, abandonada desde fuera por los dos grandes aliados —del otro lado del Canal de la Mancha y del otro lado del Atlántico— que, en el siglo XX, la salvaron en dos ocasiones del suicidio, presa de las maniobras cada vez menos disimuladas del señor del Kremlin, Europa, como idea, voluntad y representación, está desintegrándose ante nuestros ojos.

Este es el nocivo clima en el que se van a celebrar, en mayo de este año, unas elecciones europeas que, si no cambian las cosas, si nada contiene la ola que crece, y empuja, y sube, si no surge rápidamente en todo el continente un nuevo espíritu de resistencia, pueden ser las elecciones más catastróficas que hayamos visto jamás: la victoria de los destructores, la humillación de los que aún creen en el legado de Erasmo, Dante, Goethe y Comenio, el desprecio a la inteligencia y la cultura, los estallidos de xenofobia y antisemitismo; un desastre.

Los abajo firmantes no se resignan a que ocurra esta catástrofe anunciada.

Son patriotas europeos, más numerosos de lo que se cree pero, a menudo demasiado conformistas y silenciosos, que saben que nos enfrentamos, 75 años después de la derrota de los fascismos y 30 años después de la caída del muro de Berlín, a una nueva batalla en defensa de la civilización.

Su memoria de europeos, la fe en esa gran idea que han heredado y que ahora custodian, la convicción de que esa idea fue lo único capaz de elevar a nuestros pueblos por encima de sí mismos y de su pasado guerrero y mañana será lo único capaz de evitar la llegada de nuevos totalitarismos y el regreso a la miseria de los tiempos más oscuros, todo eso les impide darse por vencidos.

De ahí esta invitación a la acción.

De ahí este llamamiento a la movilización en vísperas de unas elecciones que se niegan a dejar en manos de los enterradores.

De ahí esta exhortación a retomar la antorcha de una Europa que, a pesar de sus incumplimientos, sus errores y a veces sus cobardías, sigue siendo una segunda patria para todas las personas libres del mundo.

Nuestra generación se ha equivocado.

Igual que los garibaldinos que en el siglo XIX repetían como un mantra: “Italia se fara di se”, creímos que la unidad del continente se forjaría sola, sin tener que aplicar voluntad ni esfuerzo.

Hemos vivido con la falsa ilusión de una Europa necesaria, inscrita en la naturaleza de las cosas, que se construiría sin nosotros aunque no hiciéramos nada, porque la Historia estaba de su parte.

Ese providencialismo es con lo que tenemos que romper.

Esa Europa perezosa, carente de recursos y de ideas, es con la que hay que terminar.

Ya no hay otro remedio.

Cuando retumban los populismos, debemos desear Europa, o naufragaremos.

Cuando en todas partes está la amenaza del repliegue nacionalista, debemos recuperar el voluntarismo político, o consentiremos que se impongan el resentimiento, el odio y su comitiva de tristes pasiones.

Y debemos urgentemente, desde este mismo momento, dar la voz de alarma contra los incendiarios que, desde París hasta Roma, pasando por Dresde, Barcelona, Budapest, Viena y Varsovia, juegan con el fuego de nuestras libertades.

Porque ese es el reto: detrás de esta extraña derrota de Europa que está tomando forma, detrás de esta nueva crisis de la conciencia europea, empeñada en deshacer todo lo que contribuye a la grandeza, el honor y la prosperidad de nuestras sociedades, lo que está en entredicho —algo que no ocurría desde los años treinta— son la democracia liberal y sus valores.

Se adhieren a este manifiesto Vassilis Alexakis (Atenas) Svetlana Alexievitch (Minsk) Anne Applebaum (Varsovia) Jens Christian Grøndahl (Copenhague) David Grossman (Jerusalén) Ágnes Heller (Budapest) Elfriede Jelinek (Viena) Ismaïl Kadaré (Tirana) György Konrád (Debrecen) Milan Kundera (Praga) António Lobo Antunes (Lisboa) Claudio Magris (Trieste) Adam Michnik (Varsovia) Ian McEwan (Londres) Herta Müller (Berlín) Ludmila Oulitskaia (Moscú) Orhan Pamuk (Estambul) Rob Riemen (Ámsterdam) Salman Rushdie (Londres) Fernando Savater (San Sebastián) Roberto Saviano (Nápoles) Eugenio Scalfari (Roma) Simon Schama (Londres) Peter Schneider (Berlín) Abdulah Sidran (Sarajevo) Leila Slimani (Rabat) Colm Tóibín (Dublín) Mario Vargas Llosa (Madrid) Adam Zagajewski (Cracovia).

Copyright: Libération / Bernard-Henri Lévy. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *