La casa ibérica

Nos hallamos en la azotea de la Pedrera, que es el centro de la rosa de los vientos barcelonesa. Hemos venido en familia a la Ciudad Condal. La tarde es soleada, buena para panorámicas. Barcelona nos rodea con todos sus puntos cardinales a la vista, mientras flotamos en lo alto del edificio. Rosa Maria Plans, de la fundación que gestiona el monumento, nos está explicando los secretos de esta construcción: lo hace con salero y sabiduría, como si sus palabras fueran también caprichosas líneas trazadas por la mano de Gaudí.

Rosa nos habla en castellano, por delicadeza para con nuestro desconocimiento del catalán, pero desde nuestra llegada hemos sentido que el idioma de Llull ha crecido en el ambiente del país. Como un musgo. La lengua catalana ha salido de una vez por todas de sus rincones y se va adueñando de las plazas. Hace años, cuando estuve aquí, busqué obras en este idioma y me las encontré agazapadas en los recodos de las librerías. Hoy en día brillan en los anaqueles de las novedades editoriales.

He convivido a lo largo de mi vida con varios idiomas ibéricos. El gallego constituye la savia del árbol de la lengua portuguesa, que es mi lengua materna. Por casualidades biográficas, aprendí el castellano a tan temprana edad, que no recuerdo siquiera haberlo aprendido. Crecí en el País Vasco. En mi memoria escucho el euskera: suena como leña partida a hachazos. Cada palabra del vasco es un embrujo: itxaso, txoria, etxea.

En los últimos años me he acercado al catalán. Al principio los vocablos parecían pequeños cofres: cos en vez de cuerpo, cor en vez de corazón, res en vez de nada. Algunas palabras catalanas recuerdan a un caracol que se ha escondido en su caparazón. Además, las partículas de conexión, los tornillos de la lengua, por decirlo de alguna manera, son sorprendentes: amb, cap a, fins… Después están los verbos y los pronombres reflexivos, que, con sus desinencias imprevistas y sus inversiones, representan todo un aviso: la cultura catalana es algo que suele dar volteretas. En mi percepción del idioma, tuvo una enorme importancia la lectura de dos obras: Incerta glòria y El vent de la nit, de Joan Sales. Este autor escribe de forma tan cristalina, que me transformó la lengua de Ramon Llull en una vidriera de catedral. Cuando cerré El vent de la nit, me sentí ya ciudadano del catalán: extranjero en Catalunya, pero ciudadano de su idioma.

Es una pena que los imperios hayan trastocado la relación entre las lenguas peninsulares. En la edad media, todos en la Península hablábamos con todos: no había idiomas mayores y menores. Pero, cuando surgieron los imperios coloniales portugués y español, las lenguas de Camões y de Cervantes se creyeron superiores: eran hechos planetarios, y los demás idiomas deberían exiliarse en el limbo de las zonas rurales. Pessoa dijo, a través de Bernardo Soares: “Mi patria es la lengua portuguesa”. Pero, si uno quiere ser peninsular de verdad, tiene que añadir: “Mi patria también son las lenguas de los demás”. Mi patria es el castellano, el catalán, el euskera, mi cuna de portugués es el gallego.

En el fondo, la península Ibérica funciona como una casa formada por varios idiomas: el catalán constituye el despacho, un idioma concreto para hablar de cosas serias; al castellano, le cae bien el salón; el gallego y el portugués son como el balcón, adonde uno va a respirar ensueños; y el euskera vive en las cocinas, en las bodegas, lugares no menos importantes de una casa, por lo que tienen de puro y elemental. Qué bien que estaría que todos aprendiéramos a vivir en esta residencia peninsular.

Expliqué esta teoría en una mesa redonda y un señor del público me hizo una pregunta muy inteligente: esta idea de una casa ibérica supondría que un catalán se sienta a gusto fumando un cigarrillo en el balcón portugués, y un portugués pueda freír huevos en la cocina vasca, y un vasco se relaje en el salón castellano, todo esto mientras un castellano resuelve sus asuntos en el despacho catalán. ¿Consideraría yo esto posible? La sesión fue ajetreada, y no sé si le contesté. Mi respuesta es esta: políticamente, no creo que sea fácil, pero cada uno de nosotros puede lograrlo. Conozco a muchos que viven a gusto en esa casa ibérica, circulando por todos sus aposentos. Y en Catalunya una gran mayoría se mueve con soltura por el despacho catalán y el salón castellano.

Estamos en la azotea de la Pedrera: Barcelona entera a nuestra alrededor. A lo largo de los últimos días, hemos sentido en el aire una tensión de tablero de ajedrez que en los últimos tiempos se ha acentuado. El diálogo catalán deriva hacia la discusión. Es curioso ver esta azotea, cuyas líneas ondulantes se ajustan a las necesidades del edificio. Algo así estaría bien para Catalunya: líneas dúctiles, capaces de ajustarse a la complejidad catalana. Líneas que dejan entrar la luz en los desvanes, en los pisos de las vidas de los ciudadanos. Líneas así harían felices a los catalanes y a todos los peninsulares. El problema, el gran problema, es encontrar a un grupo de dirigentes capaces de trazarlas.

Gabriel Magalhães, escritor portugués.

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