La Cataluña real y el irrealismo

Por Valentí Puig, escritor (ABC, 01/12/05):

Uno de los nortes alcanzados por el nacionalismo catalán ha sido que finalmente muchos ciudadanos asuman en toda España que ser catalán equivale a ser nacionalista y que el catalanismo político representa unívocamente a toda Cataluña. Eso hipoteca y grava una visión razonable de la realidad. Si convivir es participar tanto de convencimientos como de discrepancias, conllevar es dar por insuperable una distancia y asumirlo. En mayor o menor grado, ambos comportamientos encajan en los parámetros de la sociedad abierta. Divergen, sin embargo, al configurar la textura moral y cívica de la vida pública. Como observadores de las relaciones entre el nacionalismo catalán y el conjunto de España, algunos pensamos que en el terreno de lo menos negativo no hay otra disyuntiva que la mera conllevancia. En cambio, si estamos hablando de Cataluña en general, algo mucho más múltiple y complejo que su versión nacionalista -mucho más dinámico y evolutivo-, es algo de todos los días convivir en la naturalidad de ser diversos y a la vez parte de España. Esa es aproximadamente la Cataluña real. Sí, seguramente hay que ajustar sistemas de financiación autonómica, pero no en nombre de identidades colectivas de orden metafísico o ancestral, sino en nombre de ciudadanos y contribuyentes, no por reivindicación «ad infinitum». El estatuto de autonomía fue un objetivo político compartido en los años de la transición democrática porque salíamos de un régimen autoritario, y el sentir general reclamaba algo perdido. Ahora es distinto: existe ya un «Estatut» y su contenido ampara todos los dinamismos de la sociedad catalana, su forma institucional y su presencia en España.

Entre ese conllevar y el convivir lleva largo tiempo oscilando la política del nacionalismo catalanista, desde sus orígenes y a lo largo de una historia en la que hay casi de todo en su percepción de España. Su penúltima tesis es el proyecto de nuevo «Estatut» actualmente en proceso de trámite parlamentario en las Cortes, con promesa de receptividad por parte de Rodríguez Zapatero. Más allá del gran embrollo político y la turbulencia demagógica que se han generado, luego resulta que lo que es la convivencia natural se somete todos los días al referéndum, al plebiscito del orden espontáneo, y en este caso el sí es masivo y, por así decirlo, obvio. En la Cataluña real se vota en los usos lingüísticos reales, en el puente aéreo Barcelona-Madrid, en las redes tecnológicas, en las relaciones de mercado, en los vínculos entre universidades, en el zapeo televisivo y en el dial de las radios, en los cajeros automáticos, en el consumo de libros en catalán y castellano, en los nuevos grupos musicales y en el mundo del teatro o del cine que va y viene entre Madrid y Barcelona. Por contraste, lo cierto es que una gran mayoría de diputados del parlamento autonómico de Cataluña votaron afirmativamente un proyecto de ley orgánica que no asume del mismo modo los consensos cotidianos de la sociedad catalana, pretende alterar el orden constitucional y se aleja del gran pacto -pacto metahistórico, si se nos permite- de 1978. La Generalitat insiste en el entusiasmo de la inmensa mayoría de catalanes por el nuevo «Estatut».

Sería poco piadoso recordar en estos instantes la abstención notable que históricamente se da en las elecciones autonómicas, generalmente en zonas que votan socialista en las elecciones generales. Así es como la clase política catalana ha ido edificando sus ficciones, y fue por culpa de una PSC con mala conciencia catalanista por lo que los gobiernos de Jordi Pujol carecieron de oposición en sus políticas identitarias y lingüísticas.

Al argumentar la inevitabilidad de la conllevancia, en el debate estatutario de las Cortes Constituyentes el día 13 de mayo de 1932 Ortega decía que «el problema catalán» es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar, que es un problema perpetuo. Ese «problema catalán» es el nacionalismo, y el nacionalismo se somete a las urnas. Históricamente, hemos visto sus hegemonías y sus declives, sus albas y sus eclipses: el nacionalismo es una opción política. La sociedad catalana, por el contrario, es una vitalidad de sentimientos y arraigos que también tienen sus ciclos y ritmos, pero es algo que existía antes del catalanismo político y existirá cuando el nacionalismo agote por completo su capital simbólico y, posteriormente, su trama de intereses políticos. A pesar de que Ortega formulase su discurso parlamentario en términos de los demás españoles teniendo que conllevarse con los catalanes y los catalanes conllevarse con los demás españoles, tales realidades convivían entonces y conviven en la actualidad. Es responsabilidad del «Establishment» político catalán -la famosa transversalidad de la que el PSC-PSOE ha participado hasta ahora- haber planteado la reforma estatutaria de tal manera que las únicas alternativas sean en el mejor de los casos la conllevancia o un rupturismo por ahora indefinido. Por contraste, tanto para Cataluña como para el conjunto de España, los momentos óptimos han coincidido con etapas de entendimiento correspondientes a posturas posibilistas y pragmáticas del catalanismo. A diferencia, las fases de maximalismo -caso Companys, por ejemplo- han sido inevitablemente victorias pírricas que de forma ineludible afectaron a la estabilidad de toda España. Ahora, con un «Estatut» concebido para enfrentarse a un gobierno del PP y no para que los catalanes fuesen más dichosos, la fase de nuevo es maximalista, como indica sustancialmente el tránsito del autonomismo al soberanismo.

De ahí puede provenir la desmesura de quienes confunden Cataluña y los catalanes con el nacionalismo. Es una posición instintiva, sin horizonte, como -por ejemplo- hacer boicot al cava. La elaboración y consumo creciente del cava es, precisamente, una prueba del convivir y un desmentido de la conllevancia fatalista. El ejercicio de la ciudadanía en la España grande consiste, en su forma más efectiva, en presionar a los diputados y a los partidos, en hacerse presente en el debate parlamentario que ya comenzó, en ejercer como opinión pública y no como simple gesto reactivo y atávico, a veces energúmeno. «Mutatis mutandi», la expansión virtual de los mitos nacionalistas catalanes convierten a Madrid en el monstruo ciego y babeante al final del laberinto, del mismo modo que Castilla es la culpable de todos los males catalanes. Las caricaturas acaban dándose de palos con otras caricaturas en el teatro de marionetas de la historia política. Caer en cualesquiera de los dos extremos desguarnece de racionalidad un debate de dimensión histórica.

Claro está que la estridencia es previsible cuando un presidente de Gobierno -como ocurre con Rodríguez Zapatero- se postula como mediador entre quienes desean conservar la Constitución de 1978 y quienes no. Extraña vocación la de conducir la locomotora y a la vez querer ser asaltante del tren.