La catarsis necesaria

Por Eugenio Trías, filósofo y miembro del Consejo editorial de EL MUNDO (EL MUNDO, 15/12/03):

La sociedad catalana mostró, de forma patente, sus más conservadoras tendencias en los resultados de las últimas elecciones. Parece que a los habitantes de este país nos gusta beber el cava cuando lleva tiempo descorchado. Tras 23 años de gobierno de la misma sigla partidista podría imaginarse una necesidad casi biológica de modificación de estilos, rostros y voluntades; nada de eso.Los resultados fueron para muchos profundamente decepcionantes.

Pero no siempre la sociedad posee la clase política que se merece, ni ésta es, necesariamente, el reflejo deforme y degradado de los peores instintos de la sociedad a la que los políticos dicen servir. En ocasiones sorprende ese grupo humano con ejercicios de imaginación que no estaban del todo previstos en el guión.

He de confesar que yo, igual que muchos, daba por descontado un acuerdo nacionalista al frente del gobierno de nuestra autonomía.Y he de saludar como argumento de peso, que espero sirva de referencia durante toda la legislatura, que una de las razones del pacto de gobierno, en palabras del dirigente de Esquerra Republicana, ha sido evitar una división de la sociedad catalana entre ese previsible frente nacionalista y todos aquellos que, representados por partidos de proyección estatal, como el Partido Popular o el Partido Socialista, pudieran sentirse ajenos o extraños. O que se quería de este modo evitar a toda costa una división lamentable como la que en estos momentos existe en el País Vasco.

La primera sorpresa que constato, por lo que puedo advertir, es que Esquerra Republicana no es, incondicionalmente, lo que muchos temíamos que fuese, a juzgar por el historial de sus dirigentes más cercanos en el pasado. ¿Nos encontramos quizás con aquella mejor esencia que derramó esa formación política en su estreno en la Segunda República Española, cuando sorprendió a todo el mundo con una forma serena y madura de gobierno que tuvo en Francesc Macià su encarnación más excelente?

Hasta el punto que Josep Pla, nada sospechoso de izquierdismo, derramó elogios sentidos hacia este gran político, quizás el más grande que ha tenido Cataluña después de Prat de la Riba, y que sólo tuvo un único defecto: acceder al poder demasiado tarde, de manera que la muerte le visitó muy pronto; dejó entonces el poder en manos de un sucesor que, reconozcámoslo, no estuvo a la altura de su cargo; y que sólo debido a su martirio pudo redimirse de sus lamentables errores; me refiero a Lluís Companys.

¿Será Carod Rovira de la estirpe de Macià, y no en cambio de la de Companys (y mucho menos aún de la de Heribert Barrera, convertido en adalid de una política racista y de exclusión que no posee arraigo en las tradiciones políticas catalanas, y escaso eco, de momento, en la sociedad catalana de este cambio de siglo y milenio)?

Las formaciones política que protagonizan el pacto de gobierno encabezado por Pasqual Maragall han interpretado, creo, un auténtico sentimiento bastante extendido en Cataluña; un sentimiento que, sin embargo, quedó insuficientemente reflejado en los resultados electorales. Como si los protagonistas de ese pacto tripartito hubiesen detectado una dirección más subterránea del deseo que la que suscitó la decisión del voto.

Creo, además, que esa interpretación del sentir popular ha sido extraordinariamente acertada. Me refiero a la necesaria renovación del aire en el cual una sociedad vive y convive. Veintitrés años de gobierno de la misma coalición nacionalista ha generado enfermedades respiratorias graves en la sociedad civil, casi ahogada por un estilo de gobierno que se ha ido perpetuando mucho más tiempo del necesario.

Es verdad que todos nos vamos acomodando a todo, incluso a los aires más pútridos y faltos de renovación. Pero ha sido una necesidad de supervivencia, unida a las razones interesadas que inevitablemente juegan su papel en toda decisión política, la que ha suscitado esta valiente decisión de provocar el cambio, incluso forzando en parte la lectura de los resultados electorales.

La asfixia que una atmósfera hedionda puede producir en una sociedad estrangulada por sus tramas clientelares termina repercutiendo en el votante. Y los políticos, al menos los que componen el concierto tripartido que va a gobernar Cataluña, han sabido leer, con perspicacia, una necesidad de primer orden de la sociedad catalana: la de renovar el aire que se respira.

Es de rigor efectuar una lectura interna e inmanente del pacto de gobierno que se acaba de estrenar en Cataluña. Es ilegítimo obviar este aspecto esencial; y atender tan sólo a los indirectos efectos que ese nuevo escenario político del gobierno catalán puede generar en la cita que va a tener lugar a escala española dentro de tres meses. Cierto que no es válido evitar esa reflexión.Pero sería lamentable que no se considerase, en primerísimo lugar, el carácter radicalmente higiénico que este pacto puede producir, necesario para la salud física y mental de una sociedad algo anquilosada en sus querencias políticas.

Los ejecutores del pacto tripartito de gobierno disponen, para ser evaluados y juzgados, de los 100 días de prueba, que por cierto coinciden con los que conducen a las futuras elecciones generales. Ese pacto es, para muchos de los que nos sentimos catalanes y españoles, un pacto necesario, positivo, y que suscita de momento más ilusión que temor, y más esperanza que desconfianza.

Porque además de provocar un verdadero cataclismo entre quienes, de forma casi endémica, han usufructuado el poder durante un tiempo anormalmente extenso, hay otro aspecto que debe resaltarse: el hecho insólito de que por vez primera en Cataluña (y en el País Vasco, se podría añadir) gobierne un presidente que pertenece a un partido con proyección estatal; para el caso el Partido Socialista.

Pasqual Maragall gustará más o menos en sus opiniones, en sus gestos, en sus formas, o en su ideario político. Yo he leído los duros juicios que Maragall ha vertido, en entrevistas autorizadas, en el escenario verdadero, en Bilbao, sobre ciertas derivaciones de la política vasca reciente, o de su actual lehendakari. La distinción, para muchos escolástica, o simplemente ignorada, entre catalanista y nacionalista es pertinente. Maragall es catalanista, no nacionalista.

Pero en ciertos círculos en los cuales todo es siempre lo mismo, o en donde no rige la cualidad del matiz ni la capacidad de diferenciación, cualquier posición que contradice las formas más odiosamente anquilosadas de la idea de España ya parecen siempre nacionalistas, separatistas e independentistas. Se ignora que no existe una única España sino muchas Españas, y no me refiero a la distribución territorial, sino a la idea quze de España puede tenerse; hay la España unitaria recalcitrante, la que nutrió los discursos de la restauración (y desde luego de las dos dictaduras del siglo XX); existe también la España compleja y plural que desde una derecha bastante dura representó, con gran sensibilidad con el nacionalismo catalán, Antonio Maura; existe la España confederal, o mejor la Iberia que imaginó en conjunción de naciones Prat de la Riba; y existe la España Federal que, desde Pi i Margall a Almirall, y de éste hasta el partido al que pertenece Pasqual Maragall, tiene también su plena legitimidad como idea susceptible de ser realizada.

No hay una sola idea de España, como pretende el Partido Popular de este último Gobierno de mayoría absoluta, en pleno desmentido del giro hacia el centro que fue lo que dio sentido y valor a su primera legislatura.

Ni hay ese juego simplísimo con que nos quiere confundir en las dos materias que conduce últimamente de forma catastrófica: una política internacional que nos sitúa en pésima relación con todos nuestros vecinos europeos, y que nos lleva a ser únicamente aliados de Polonia en el ámbito continental; y una política paranoica en relación con el enemigo público nacionalista, que no acepta matiz ni diferenciación en sus ataques y andanadas.

En demostración de su conciencia siempre despierta y lúcida, el propio Monarca español tuvo que llamar la atención, en su reciente -y excelente- discurso del día de la Constitución sobre quienes intentan apropiarse de ella como bandera política, haciendo un uso partidista de la misma. La catalana puede ser una sociedad temerosa y amedrentada ante la perspectiva de cualquier cambio; pero es también una sociedad que necesita, como ninguna, una verdadera catarsis política.

Este pacto de izquierdas puede recordar a algunos una suerte de Frente Popular en versión posmoderna; puede que asuste a ciertas mentalidades que se refugiaban, llegado al caso, en el regazo de Convergència i Unió, incluso pasando por alto su alta temperatura nacionalista. No estará nada mal que quienes así piensan y sienten pasen una temporada en el purgatorio de la oposición; y modifiquen o perfeccionen sus argumentos políticos.

Las incógnitas se plantean en los escenarios que pueden producirse a partir de las elecciones estatales, en las que se sabrá si el próximo gobierno tiene necesidad de integrar ministros convergentes (en el caso de que sea el PP de Mariano Rajoy el que conquiste la victoria.) Quizás sea ese recurso de última instancia el que, llegado el caso, pudiera dar cohesión a esa coalición catalana nacionalista, de centroderecha, que algunos (creo que con precipitación) consideran que puede desintegrarse.

Y queda también por saber si la sociedad española es lo suficientemente madura para entender que no todos los mensajes que suscita un pacto como el que se ha firmado en Cataluña tienen que provocar reacciones enconadas como las que se descubren en algunos medios políticos extremos, tanto en el PP como en voces extemporáneas del Partido Socialista; o incluso en corrientes de opinión que ante el viejo y célebre dilema entre una España roja o rota han optado por rechazar tanto una como otra. De manera que no se sabe a ciencia cierta si el miedo a una España rota se camufla en ataques a la España roja (o a la Catalunya de este color), o si, por el contrario, es ese temor a una España o una Cataluña roja lo que se desplaza hacia el demagógico recurso de fomentar el temor a una España rota. Sólo que, en estos momentos, ese discurso, al que un amplio sector de la sociedad española se siente receptivo, podría quedar contrarrestado por la madurez que a veces se advierte en esa misma sociedad, más inclinada a la pluralidad en su concepción de las opciones políticas, o en los modos de concebir la organización territorial de España, que lo que puede suponerse en medios oficiales.