La causa contra Cristóbal Colón

Los disturbios que ha desatado en Mineápolis el asesinato de George Floyd, el 25 de mayo, a manos de un oficial de policía blanco, han desembocado en un debate general sobre el racismo, sus manifestaciones y sus orígenes en todo Estados Unidos, y de rebote, en Europa. En Estados Unidos, el frenesí por derribar estatuas de generales sudistas se ha extendido a los colonizadores y predicadores españoles, como fray Junípero Serra, un misionero del siglo XVIII dedicado a la evangelización de los indios en lo que es hoy el sur de California; varios de sus frescos y estatuas han sido derribados y desfigurados. La gran purga histórica se remonta ahora a Cristóbal Colón, cuyas estatuas han sido retiradas del espacio público en Los Ángeles y Sacramento, capital del estado de California. En Nueva York, la Policía protege Columbus Circle, el monumento a Colón amenazado desde hace varios años por activistas anticoloniales y antirracistas, que lo acusan de ser el pionero del genocidio de los indios de América. Si aún resiste en Manhattan, es gracias al apoyo de la gran comunidad italiana. Esta última siempre ha reivindicado a Cristóbal Colón, llegando a afirmar que los italianos habían descubierto América, sin importarles que de hecho representara a la corona de España. Esta misma comunidad italiana también se ha apropiado del descubrimiento de Manhattan, porque el primer navegante europeo que desembarcó allí, en 1524, fue un tal Verrazano. Este, que de hecho representaba al rey de Francia Francisco I, tomó posesión de la isla de Manhattan en nombre del país galo y la bautizó como Nueva Angulema. Estos conquistadores, navegantes, soldados y misioneros alzan ahora a partidos contra partidos -republicanos contra demócratas en Estados Unidos, conservadores contra extrema izquierda en Europa-, pero también a tribus contra tribus, a indios y negros contra blancos en Estados Unidos, a irlandeses contra italianos en Nueva York.

No es fácil arbitrar en esta disputa de símbolos. Por un lado, los historiadores y cronistas conservadores señalan que es absurdo reescribir la historia, y que acusar a Cristóbal Colón o fray Junípero Serra de genocidio es un anacronismo. En aquellos días, estas nociones no existían y sus motivaciones eran otras: se buscaba obstinadamente un atajo marítimo hacia China e India. A pesar de sus tres viajes, Cristóbal Colón siguió convencido de que había llegado a Asia y de que Cuba estaba en Japón, y el otro evangelizaba sinceramente a los indios. Pero también debemos comprender la ira y la naturaleza simbólica del planteamiento de quienes pretenden desacreditarlos. Muy a su pesar, Cristóbal Colón dio origen a la desaparición de muchos pueblos indígenas, sobre todo en el Caribe, porque los redujo a la esclavitud (y por eso fue destituido por la Iglesia Católica), les contagió enfermedades hasta entonces totalmente desconocidas en América y, debido a la falta de mano de obra india, desencadenó involuntariamente la deportación de negros de África a las colonias americanas (con la complicidad de los jefes de tribu negros y de los traficantes árabes).

Hoy en día, tanto en Estados Unidos como en Europa, un activista antirracista, a menos que sea un completo ignorante, sabe bien que Cristóbal Colón no es culpable, ya que no podemos juzgarlo según nuestras leyes y costumbres actuales. Pero derribar su estatua es efectivo, si no legítimo, ya que este gesto, aunque simbólico, centra la atención pública en el racismo, que de hecho es indiscutible. Es innegable que los indios y los afroamericanos sufren una discriminación real. Obviamente, derrocar estatuas no es una solución en sí misma, pero el gesto obliga a un debate nacional; es lo que ocurre actualmente en Estados Unidos y también en Francia y en Gran Bretaña, donde ha resurgido el recuerdo de la colonización de África y la trata de esclavos.

¿Es posible, en medio de tanto barullo, adoptar una posición intermedia y hacer recomendaciones moderadas? Siempre es difícil en un clima casi revolucionario, pero intentémoslo, de todas formas. En Estados Unidos, como en Europa, hay dos tipos de monumentos conmemorativos: algunos tienen un valor histórico real, como las estatuas de Cristóbal Colón y fray Junípero Serra, y otros se erigieron como manifiestos políticos. En los estados del sur de Estados Unidos, la mayoría de las estatuas de los generales sudistas datan de después de la guerra civil, y fueron erigidas para negar las consecuencias; son, en realidad, proclamas racistas y a favor de la esclavitud que merecen desaparecer. Me parece que Cristóbal Colón ya no ofende a nadie, y tampoco fray Junípero Serra. Sinceramente, no son más que estelas históricas. Pero el general sudista Lee o el presidente sudista Jefferson Davis pueden desaparecer porque infligen un sufrimiento real, con su mera presencia, a los descendientes contemporáneos de los esclavos. Existe otra solución intermedia, que se ha probado en algunas ciudades estadounidenses y en Francia, en Nantes, que fue un puerto enriquecido por el comercio de esclavos: preservar los monumentos y acompañarlos con estelas explicativas que recuerden el contexto histórico. Estas propuestas educativas podrían calmar los ánimos. Es una solución que vale la pena probar.

Guy Sorman

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