La ceguera de Epicelo

Cuenta Herodoto que, durante la batalla de Maratón, "ocurrió un hecho asombroso". Epicelo, hijo de Cupágoras, "un ateniense que estaba luchando como un noble y valeroso guerrero", se quedó ciego, de repente, en medio del combate, sin que hubiera sido golpeado ni en la frente, ni en el rostro,  ni en ningún otro lugar de su cuerpo.

El propio Epicelo explicaría a sus contemporáneos -y así quedaría recogido en Las Historias- que lo último que vio fue cómo un gigantesco hoplita persa, "cuya barba cubría todo su escudo", se abalanzaba hacia donde él estaba y mataba al guerrero que tenía a su lado. El recuerdo de este fantasma le perseguiría el resto de su vida.

Algunos autores, el último David J. Morris en The Evil Hours, presentan este legendario episodio de la Grecia clásica como antecedente del Síndrome de Estrés Post-Traumático que afecta a los ex-combatientes, víctimas de agresiones sexuales y, en general, a quienes han tenido experiencias dramáticas que han marcado su existencia.

El problema adquirió carta de naturaleza en los Estados Unidos, bajo la denominación inicial de 'Síndrome Post Vietnam', al reproducirse los mismos síntomas entre los veteranos que volvían del sudeste asiático: pesadillas, ansiedad, depresión, bloqueo mental ante cualquier elemento que les recordara los momentos angustiosos del combate. Cuando se produjeron los atentados del 11-S contra las Torres Gemelas, muchos de ellos sufrieron graves recaídas, al revivir esas "horas diabólicas" de los bombardeos, los cuerpos desmembrados, las sirenas ululando y los ayes desgarradores de los moribundos.

La ceguera de EpiceloAntes y después, muchos de ellos se habían sentido obligados a contar, una y otra vez, su experiencia en clave de denuncia, percibiendo a menudo, a su alrededor, insensibilidad, indiferencia o hartazgo. "Necesitaba saber que la muerte que yo había visto de cerca, les importaba a los demás", explica Morris, veterano de Irak y víctima del PTSD (Post-Traumatic Stress Disorder). "Pero la gente iba de casa al trabajo, al centro comercial, al gimnasio y a la tienda de comida saludable para cuidar sus cuerpos, exactamente como antes...".

El contraste entre la huella de la vivencia que obsesivamente necesitaba transmitir, para que no se repitiera, y la impermeable rutina que le rodeaba terminó resultando insoportable. "La morbidez de mi imaginación era asombrosa: el desastre y la derrota eran mis compañeros constantes", recuerda Morris. "Era como si mi mente insistiera en que había que traer la guerra a casa y en que la paz era una obscenidad, una afrenta a la cruda realidad de la vida".

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Ciudadanos nació como consecuencia de un trauma: la destrucción del pluralismo cultural y la igualdad política, por parte del nacionalismo catalán. Jiménez Losantos acaba de reflejar los orígenes del fenómeno en su homenaje a Barcelona, la ciudad que fue. La atmósfera cosmopolita del lugar más tolerante de España fue mutando, a lo largo de dos décadas de pujolismo, hasta impregnarse de intransigencia uniformadora, al servicio de la construcción de la patria catalana, esa errabunda nación sin Estado, marcada, gracias al hierro del dinero público, en la melancólica geografía del agravio.

La discriminación de los catalanes no nacionalistas, en todos los órdenes de la vida social, tuvo como respuesta la creación de un partido con crisol intelectual y base ideológica transversal. Albert Rivera, como su primer y único líder hasta la fecha, vivió en primera persona el desprecio, el desdén, los gestos despectivos con que el establishment político, económico y mediático acogió su irrupción en Cataluña: he aquí estos pobres apestados que renuncian a hacer méritos para ser asimilados como buenos patriotas catalanes; y que, por si no tuvieran poco con sentirse españoles, encima se jactan de ello.

A medida que los hechos demostraron que una parte muy importante de los votantes -una Cataluña hasta entonces sumergida- hacía suya la rebelión de aquellos jóvenes idealistas, cuyo dirigente había convertido su cuerpo desnudo en metáfora de su falta de condicionantes y rémoras, se dispararon los sentimientos encontrados. El desdén nacionalista se hizo virulento encono, pero el mérito del empeño comenzó a cosechar admiración y apoyos fuera de Cataluña.

Millones de demócratas, defensores de los valores constitucionales, vibraron de emoción con el desacomplejado "¡Soy español, español, español!" con que Albert, Inés y los demás que ya empezaban a tener cara y nombre -Carrizosa, Páramo, Espejo...- celebraban sus progresos electorales, hasta llegar a la pírrica victoria de las autonómicas de 2017.

Ciudadanos ya era el cuarto partido nacional, el descrédito de Rajoy lo catapultaba como alternativa y su techo parecía el cielo. Rivera se veía en la Moncloa. Pero la exacerbación del Procés, con su encanallamiento cotidiano, había hecho -cómo no- mella en su ánimo y en el de su equipo más directo.

Las pintadas recurrentes en el comercio de sus padres, los escraches en los mítines, los zafios insultos por la calle, la vileza de los comentarios en redes y medios de comunicación y, sobre todo, la cerril irracionalidad con que la Cataluña indepe iba imponiendo su relato, sobre la "represión" y los "presos políticos", le marcaron tanto como la batalla de Maratón a Epicelo, la guerra de Vietnam a los primeros diagnosticados con PTSD o la de Irak a David J. Morris.

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Después de lo vivido con las leyes de desconexión, el cerco a la consejería de Economía, la celebración del referéndum prohibido por la justicia, la resistencia violenta a la fuerza pública y la proclamación unilateral de independencia -elementos todos ellos de una flagrante tentativa de golpe de Estado-, Rivera y los suyos sentían que ya no quedaba margen alguno para la interlocución democrática. De ahí su mezcla de estupor e indignación, cuando Sánchez construyó su moción de censura sobre la base de la condescendencia hacia el separatismo, recubierta de diálogo político.

Desde ese momento, cada escaramuza con Torra, Puigdemont o Junqueras se ha vivido desde Ciudadanos con la angustia existencial de la víctima que, al escuchar el ruido de una llave en la cerradura, da por hecho que quien llega es su maltratador. Incluso, a veces, ha podido dar la sensación de que Rivera y los suyos necesitaban que los hechos se correspondieran con su relato para quedar legitimados ante los demás.

Por eso, Manuel Valls ha llegado a acusarles de practicar la estrategia del "cuanto peor, mejor", en lugar de asumir su acertada apuesta barcelonesa por el mal menor. Lo mismo que, con menos razón, se achacaba a algunos sectores del PP, durante los años que precedieron al final de ETA.

Como dice Morris en su libro, subtitulado "Una biografía del Síndrome de Estrés Post-Traumático", "la esencia del trauma reside en la experiencia subjetiva de la víctima; o sea, en el relato de lo sucedido, tal y como ellos se lo cuentan a sí mismos". No va a ser Sánchez quien le explique a Inés Arrimadas, increpada como "cerda" y "fascista" en la frutería de su barrio, hostigada en Vic, vejada en Amer, insultada en Torroella de Montgrí, invitada una y otra vez a marcharse de Cataluña, cuál es la naturaleza del separatismo y cómo debe afrontarse su desafío.

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El problema es que no siempre que suena una llave en una cerradura, llega un maltratador. Sánchez habrá sido un irresponsable o un oportunista, habrá jugado frívolamente con fuego, al hacer abstracción de lo ocurrido en 2017 y dar alas al separatismo con el mantra de su diálogo sin contenido, para obtener ocasionalmente sus votos. Pero el proyecto político de Sánchez no consiste en aliarse con los separatistas y sus compañeros de viaje de Podemos para destruir la España constitucional.

La mejor prueba de ello es la porfía con la que, una y otra vez, insiste en reclamar la abstención de Ciudadanos y el PP para no deber nada en la nueva legislatura a quienes apoyaron su moción de censura. Sin embargo, Rivera se aferra a esos ruidos indiciarios para crucificarlo en el patíbulo del juicio de intenciones: que si unas declaraciones de Iceta, que si la mesa del parlamento de Navarra, que si la entrevista a Otegi en la televisión pública.

De todo ello lo único significativo, como expliqué con detalle el domingo pasado, es lo de Navarra. Todos los halcones, tanto en Ciudadanos como en el PP, y no digamos sus talibanes mediáticos, están deseando que Sánchez, Ábalos y Santos Cerdán se crucen de brazos ante la desmedida ambición de María Chivite, para proclamar su victoria en el terreno del relato, cuando ella llegue al poder gracias a la abstención de Bildu.

Desgraciadamente veo a Rivera dispuesto a afrontar la travesía del desierto de la crisis interna y la irrelevancia externa, a la espera de que los hechos le den la razón, como, hace ahora 80 años, ocurrió con Churchill, cuando Hitler invadió Polonia. Al escucharle anteayer proponer  a los favorables a entenderse con Sánchez que “fundaran otro partido”, me parecía oír a Rajoy, instando a “liberales” y “conservadores” a marcharse del PP, en el famoso mitin de Elche que sirvió de principio a su fin. Increíble, pero cierto.

El riesgo de Rivera es que ni Hitler invada Polonia, ni al doctor Frankenstein se le escape el monstruo. O sea, quedarse sin casus belli, a nada que Sánchez persuada a los socialistas navarros y no haga concesión alguna al separatismo. Si entonces no reacciona, el hasta hace bien poco percibido como gran esperanza de la regeneración democrática, mutará en amarillenta estatua de estroncio, oxidada a las segundas de cambio por su intolerancia al contacto con una realidad inevitablemente compleja.

No tiremos la toalla. El bravo de Epicelo, cegado por el trauma, nunca recuperó la vista. Pero en el siglo quinto antes de Cristo no existían ni la cirugía láser ni la terapia de grupo. Mi apuesta es que, si Sánchez hace lo que debe, una de esas dos vías terminará devolviendo la lucidez a Albert Rivera. Ni siquiera en el país de los tuertos, podrá nunca reinar un ciego.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

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