La ceguera de López Obrador

Luchó durante años por el poder y lo que le interesa de él no es la palanca, sino el púlpito. Recorrió muchas veces el país de punta a punta, resistió todos los embates, fundó un partido a su servicio y, al ganar la presidencia, se empeña en aleccionar al país, no en cambiarlo. Si algo sorprende de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador es el embeleso por los símbolos y el desprecio por los instrumentos. La fascinación por el pasado y el olvido del presente. No tiene mucha ciencia el gobernar, dijo en alguna ocasión. Ni arte ni ciencia: simple sentido común. La política es para el presidente mexicano el territorio de las obviedades, la elemental elección del Bien sobre el Mal.

Ha sido fiel a sus promesas y ciego a las realidades. Ofreció cancelar un aeropuerto, echar abajo las reformas neoliberales, invertir en energías viejas, dar sepultura a la tecnocracia. En todo ha cumplido. Hace dos años, cuando ganó la elección, veía en él a un político que se debatía entre el ardor ideológico y el temple pragmático. Veía signos de esas dos naturalezas en el político que alcanzaba la presidencia al tercer intento. Estaba presente en él, por supuesto, la fraseología de la ruptura, la feroz intolerancia a la crítica, la megalomanía de quien se imagina padre de la patria, el tonito sacerdotal. Pero también podían advertirse gestos de moderación. El que fue alcalde de la capital no había gobernado como un fanático, sino como un político prudente, dialogante y, a fin de cuentas, eficaz. El equipo que lo acompañaba en su tercera búsqueda de la presidencia no era una legión de radicales, sino una colección, más bien modesta, de políticos centristas. Esperaba el gobierno de López Obrador como un columpio entre estos dos impulsos. Me equivoqué.

A decir verdad, muy poco queda de ese candidato que daba señales de moderación. El radical se desprendió de la plomada pragmática por la magnitud de su victoria y por la enormidad de sus desafíos. La oposición quedó vacía y el entorno se convirtió muy pronto en demasiado hostil para ser aceptado. Por eso, López Obrador carece de interlocutores y de vínculos cercanos con la realidad. Aquel equipo moderado que acompañó al candidato resultó un escaparate y así ha actuado en el Gobierno: maniquís a los que el presidente cuelga la ropa de su antojo. Resultaba tranquilizador que el gran enemigo de las instituciones de la transición convocara a una ministra de la Suprema Corte de Justicia para fungir como secretaria de Gobernación. No era absurdo imaginar que su palabra tendría algún valor en el Gobierno. No ha tenido el mínimo peso. No es injusto suscribir el juicio de sus propios colegas de gabinete, quienes la describen como pieza ornamental. Su silencio, su pasividad, su indolencia exhiben la imposible sensatez en un Gobierno avasallado por el capricho de un hombre que solo obedece a su instinto, esa fuente irrebatible de la moral pública.

El hermetismo que curtió al opositor tenaz ciega al gobernante. Es cierto: un rebelde solo puede sobrevivir al asedio de los poderosos con piel de piedra. Pero ese recurso de coraza se convierte en maldición para el gobernante porque le impide entrar en contacto con la circunstancia. En eso se ha convertido la tenacidad del presidente López Obrador. Desoír cualquier crítica, desechar todo consejo, descartar los datos que contradicen su fantasía. Si Trump acude con frecuencia a los “hechos alternativos”, su admirador y propagandista mexicano invoca “otros datos”. Por eso no ha podido acoplar los ideales a la realidad, por eso no busca el mecanismo que sirva al propósito, por eso no puede responder con agilidad a las sorpresas. López Obrador ha sido un presidente obstinado, inflexible, obsesionado hasta tal punto con su proyecto que no cambia de dirección ni de ritmo cuando aparece una pandemia y nos azota la peor crisis económica de la historia. El coronavirus, una fastidiosa anécdota con algunos miles de muertos que no habrá de alterar sus previsiones. El cataclismo económico, la bendita confirmación de que el neoliberalismo ha muerto. Estas crisis, ha dicho el presidente mexicano, nos han venido “como anillo al dedo”.

Romper con la arrogancia tecnocrática era una promesa atractiva del candidato López Obrador. Durante demasiado tiempo nos gobernaron los expertos que se asumían como dueños de la razón económica. Lograron poner las instituciones representativas a su servicio y sustraer sus decisiones, en buena medida, del debate público. Nos decían que, en nuestro beneficio, había que aislar la razón de la opinión. La respuesta del lopezobradorismo a estos excesos no ha sido la aportación de otras razones y otros cálculos, sino el desecho de la racionalidad y la evidencia. Lo denunció con claridad el primer secretario de Hacienda de López Obrador cuando renunció a su cargo: las decisiones en el Gobierno se toman a ciegas. Frente a la miopía de la razón económica, el capricho.

El más pernicioso y el más cruel de todos ellos ha sido, quizá, el de su empecinamiento thatcheriano. López Obrador no derrocha, estrangula. El furioso enemigo del neoliberalismo ha resultado, curiosamente, el más devoto seguidor de la Dama de Hierro. Para López Obrador, cuanto más flaco sea el Gobierno, más puro será. Con frecuencia describe al aparato gubernamental como un elefante reumático, una pesadísima carga de lujos y desperdicio de la que hay que librarnos. Ante la crisis económica que nos azota, el presidente mexicano tiene una propuesta que va a contracorriente del mundo entero: austeridad. Esa es su receta: clausurar más oficinas, reducir gastos, eliminar inversiones (salvo las que se dirijan, por supuesto, a sus proyectos predilectos). En la ciencia y en las artes el embate populista ha sido devastador. Sectores que vieron con enorme ilusión el triunfo de la izquierda son ahora críticos feroces del presidente capuchino. López Obrador conserva, sin duda, devotos, pero no tiene ya defensores independientes.

El país ha vivido un intenso proceso de desinstitucionalización. Han estado bajo acoso todas las entidades públicas autónomas. Las que defienden los derechos y las que alientan la competencia; las que regulan los grandes conglomerados y las que exhiben nuestros prejuicios. Algunas han muerto ya, otras agonizan. Instituciones cruciales para la vida democrática, como el órgano electoral independiente, enfrentan el hostigamiento cotidiano del presidente de la república. La lógica patrimonialista se exhibe a plenitud: las instituciones son propiedad de quien ejerce el poder. Si antes fueron de ellos, ahora serán nuestras. No exagero al decir que en la sobrevivencia de esos espacios de neutralidad se juega la sobrevivencia de la frágil democracia mexicana.

Con todo, creo que la peor degradación es la que viene precisamente del púlpito. El poeta del insulto, como lo llamó certeramente Gabriel Zaid, insiste en dividir la casa en puros y podridos. Todas las mañanas, el país observa, desde el Palacio Nacional, la escenificación verbal de una guerra. Es una guerra que imposibilita el entendimiento y, en el fondo, falsifica el conflicto necesario. Es el cuento de una guerra con el que se niega a la bestia que tenemos enfrente.

Jesús Silva-Herzog Márquez es ensayista mexicano. Acaba de publicar Por la tangente (Taurus).

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