El día de Acción de Gracias es una de las fiestas más importantes de Estados Unidos, aunque controvertida debido a sus orígenes: el agradecimiento de los colonos por la ayuda que los nativos norteamericanos les ofrecieron, los mismos nativos a quienes prácticamente exterminaron.
Más allá de motivos ideológicos, nunca he celebrado ninguna fiesta. Excepto este año. El día de Acción de Gracias coincide con el primer cumpleaños de mi hija y esto me lleva a reflexiones inesperadas. Esta mañana he elegido con mimo su primera vela, y en ese momento he reparado en un detalle que solo ahora me parece trascendente: de todas las celebraciones de cumpleaños que recuerdo de cuando era niña, ninguna fue la mía. Mis padres nunca celebraron mi cumpleaños.
No celebro días festivos, pero sí aprendí a dar gracias, y tal vez en sus inicios fue una forma de defensa. Cuando a mi madre se le quemaban un poco las lentejas, mi padre tiraba el plato al suelo y yo, con ocho, diez años, inmutable, me llevaba la cuchara a la boca mientras decía: “Yo creo que están muy buenas”. Claro que mentía, pero era mi forma de dar las gracias por esa comida que mi madre, mal que bien, había cocinado para nosotros, y desde luego mediante ese agradecimiento intentaba paliar la violencia de mi padre. No sé en qué momento mi sentido de la gratitud se liberó de su función como arma defensiva y quedó sin más (ni menos) propósito que el de dar las gracias.
Mi hija nació en Nueva York, y mi gratitud e interés por la situación de los nativoamericanos en Estados Unidos se me revela como algo menos desinteresado que la pura solidaridad, si es que la pureza integral en la preocupación por el otro existe. Sé que en esa defensa de la tierra de nacimiento, de los ancestros, yo veo el riesgo a la pérdida de mi propia tierra. Pienso qué significa para mí haber pasado la mitad de mi vida en un país extranjero, haber puesto a mi hija en el mundo lejos del mundo que me acogió a mí, y en qué momento se me empezaron a olvidar ciertos rasgos de Sevilla, mi ciudad natal. La última vez que fui no supe caminarla. Me perdí. Cuando quise recrear el camino desde mi casa hasta el conservatorio en el que estudié piano durante ocho años, titubeé. Lloré. Pensaba que mi ciudad me esperaría para siempre. ¿Cuándo sucedió el punto de no retorno? ¿Hasta cuándo podría haber vuelto de manera que su mapa permaneciera intacto en mi memoria? No regresar a tu tierra es como pasar mucho tiempo sin mirarte en un espejo: tu rostro no se va a desdibujar, tu personalidad tampoco, pero cuando vuelves a mirarte todo parece nuevo y distante, todo lo que hay en ti parece corresponder a otra persona, ese es el problema: lo que no reconoces está en ti, por todas partes, en las esquinas de tus huesos, eres tú, pero al mismo tiempo no sientes que lo seas.
El primero de abril del año 2016, LaDonna Brave Bull Allard, mujer sioux de la reserva Standing Rock, estableció un campamento sagrado para protestar en contra de una obra de ingeniería gargantuesca: un oleoducto de casi 2.000 kilómetros de largo que comenzaría en Dakota del Norte. Cuando la construcción empezó a aproximarse a las cercanías del lago Oahe, las protestas comenzaron en Standing Rock. Esta obra, además de una catástrofe humana y medioambiental para la reserva de agua del río Misuri, suponía el paso por enterramientos y ajuares sagrados. A finales de septiembre, más de 300 nativoamericanos de distintas tribus se establecieron en el campamento. Por primera vez las diferentes tribus nativoamericanas se reunían en el mismo lugar para luchar por una causa común. Esto significaba una esperanza necesaria para un colectivo cuya tasa de suicidio es 3,5 veces mayor que la de los demás grupos étnico-raciales. El oleoducto Dakota Access contrató a una compañía de seguridad privada, y mientras las máquinas bulldozer removían las tierras en las que reposan los ancestros de los nativos, las quejas eran acalladas con perros que, azuzados contra la población desarmada, aparecían ante las cámaras de televisión con los colmillos babeando sangre. Además del ataque con perros, los nativos fueron esposados, apuntados con rifles de asalto, con reflectores halógenos, se utilizaron granadas, armas acústicas, gases lacrimógenos, porras de pinchos. Frente a sus caballos famélicos, se imponían los camiones militares, los humvees de la Guardia Nacional de Dakota; frente a los puños en alto de los sioux, sobrevolaban helicópteros, aviones y otras tecnologías de control social. Parecía una lucha entre dos civilizaciones que pertenecían a siglos distintos, no solo a nivel tecnológico, sino en cuanto a la propia concepción del mundo. Según los datos del historiador sioux Nick Estes, sólo en tratar de acallar el asentamiento pacífico, se invirtieron 17 millones de dólares.
Desear que Standing Rock gane la batalla es recuperar parte de mi casa en Sevilla. Mis padres la habían comprado como una vivienda de protección oficial en un barrio, la Alameda, que por aquel entonces era uno de los principales núcleos de prostitución de la ciudad. Algunas prostitutas maduras charlaban sentadas en sillas de madera y mimbre. Me fijé en que a ciertas edades el vello púbico se cae, por eso ellas se lo pintaban. Me sonreían como si no cargaran con el lastre de tanto malnacido. Mi casa tenía siete balcones, todos con claveles y geranios, y en la esquina había un cine de verano —el Cine Ideal— cuyos diálogos cinematográficos resonaban en las noches siempre calurosas de Sevilla, y cuya pantalla podía ver si subía a la azotea. Allí comencé a ver cine. No tendría ni 13 años cuando una vez, de vuelta a casa al salir de la escuela, un hombre paró el coche y me preguntó cuánto le cobraría. Luego vinieron muchos más, pero me acostumbré, porque mi casa tenía siete balcones, y un cine de verano en la esquina.
En una conversación con Chase Iron Eyes, miembro de la tribu sioux Oglala, me recordó esa noción en el pensar de los nativos norteamericanos de que el apocalipsis no está en el futuro, sino que ha sido su presente desde el siglo en que comenzó su exterminio masivo. Hace algunos años tal vez me habría impactado la noción de un apocalipsis localizado, ignorado por la mayor parte del planeta, pero creo que hoy todos podemos hacernos una idea de cómo es el apocalipsis global, el que está llegando y ya sentimos como al poner el oído en la tierra percibimos las vibraciones de un tren cercano. El mundo se ha hecho tremendamente duro, las perspectivas no son buenas, y vivir sin tribu entristece la supervivencia. Suelo preguntarme qué consecuencias tiene vivir lejos de la tribu, cuáles son los efectos del exilio en las almas de las personas. Cómo se resiste al desastre lejos de casa.
No he encontrado muchas respuestas, pero sí una de la cual no tengo duda: se resiste mejor dando las gracias. Yo las doy por muchos motivos, pero hoy especialmente agradezco que puedo y quiero celebrar el cumpleaños de mi hija. En esta celebración abro para ella los siete balcones de mi infancia, el candor auténtico de las prostitutas de mi barrio, el cine de verano desde la azotea. Sí, ya sabía dar gracias, pero ahora estoy aprendiendo a otorgar al agradecimiento su merecida celebración. Así se sobrevive mejor. Y las próximas velas de cumpleaños que compre, por primera vez serán las mías.
Marina Perezagua es escritora, autora de Seis formas de morir en Texas (Anagrama).