La celebridad del déspota

A comienzos de 1973 Chile era un país polarizado. Las reformas sociales del Gobierno de Salvador Allende, encaminadas a provocar un cambio profundo en la convivencia nacional, son malogradas por la violencia reinante. Nadie pudo oponerse a la nacionalización del cobre en 1971, pero la llamada vía chilena al socialismo generaba escándalo en la derecha y forzaba al centro a perder su eje, cuando el Gobierno buscaba la estatización de muchas empresas, o la aplicación de la reforma agraria no solamente para los grandes latifundios. El centro, dominado por la Democracia Cristiana, se alineaba con los sectores reaccionarios del país. El asesinato cruel del político demócrata cristiano Edmundo Pérez Zujovic apuró a los indecisos. Los partidos de la oficialista Unidad Popular también se tensaban internamente. Fracciones del Partido Socialista se radicalizaban y presionaban para acelerar el proceso de cambios. El Movimiento Revolucionario, MIR, desde fuera del Gobierno, quería profundizar las contradicciones y crear condiciones revolucionarias. Los comunistas llamaban a la razón y al camino de la reforma.

Ante el temor de un golpe de Estado se creaban, de manera rápida y sin recursos, instancias paramilitares en los partidos del Gobierno. El brazo de la extrema derecha, Patria y Libertad, se encargaba de acciones de sabotaje y terrorismo. La escasez de alimentos, fruto del acaparamiento del empresariado, de la ineficacia económica del Ejecutivo y del mercado negro, alimentaba la zozobra popular. Lo paradójico del momento lo reflejó la elección parlamentaria de marzo: la Unidad Popular alcanzó el 43% de los votos, es decir, casi un 7% más de los sufragios que cosechó Allende para ser presidente. Pero el 55% estaba con la oposición de la Confederación por la Democracia, CODE. Unos confabulaban para liquidar al Gobierno, otros pedían medidas extremas. La izquierda deseaba que el presidente cerrara el Congreso. Allende se mantenía en el filo de la legalidad con una convicción democrática irrenunciable.

El 25 de agosto de 1973 Augusto Pinochet Ugarte se transforma en comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, en sustitución del general Carlos Prats, amigo personal de Allende, quien sería luego asesinado en Buenos Aires por orden la dictadura militar chilena. El plan del golpe de Estado estaba en marcha, aunque Pinochet dudaba de su propia participación. Allende lo consideraba soldado fiel a la Constitución pero sabía que existía una confabulación. Esa maquinación contaba con el respaldo político y económico del Gobierno de Estados Unidos. La doctrina estadounidense de la seguridad nacional transformaba a los militantes de izquierda en el enemigo interno, a las sociedades que querían cambio social en cómplices, a todos en agentes del comunismo internacional y a los uniformados en sus verdugos. La lógica de la guerra fría propiciaba la eliminación física de estos adversarios transformados en enemigos de la patria. La ex Unión Soviética promovía que los partidos comunistas de la región avanzaran por el camino de reformas y alianzas políticas. Cuba, en cambio, apoyaba a jóvenes revolucionarios dispuestos a jugarse la vida en el monte y en las ciudades.

Hubo presión política sobre los uniformados para que dieran el golpe. Ninguna dictadura se sostiene sin apoyo político y social. Cuando ha surgido esta discusión en Chile todo el mundo se apresura a silenciarla, pero hubo mayoría política y social dispuesta a respaldar la liquidación de la democracia, la masacre de los partidarios de Allende, la persecución, la tortura y el exilio. Fueron muchos los que acudieron a los cuarteles a lanzar maíz a los pies de los uniformados para gritarles que eran unos cobardes que no se atrevían a salvar la patria de la afrenta comunista.

Fue inmensa la cantidad de chilenos que se regocijó en los primeros días con la derrota de la Unidad Popular. 'Los upelientos', como los llamaban despectivamente, adquirieron la condición de parias, y alguna gente prefería cruzar la calle para evitar un saludo inconveniente o por el miedo a ser confundida con ellos. La forma habitual de explicar las detenciones políticas fueron aquellas frases elocuentes: 'Algo habrán hecho' o 'En algo estarían metidos'. El consentimiento ahogado del horror.

Pese a esa polarización extrema del país, el golpe de Estado sorprendió a la mayoría de una población acostumbrada a la convivencia democrática, pocas veces alterada en su historia. Salvo los enterados nadie esperaba un golpe militar. Allende mismo sabía que su Gobierno había entrado en una crisis profunda y decide convocar a un plebiscito para evitar un golpe de Estado. El sector ultraizquierdista del Gobierno reacciona con encono. Allende llama al ministro de Defensa, Orlando Letelier, para que convenza al Partido Socialista, lo que finalmente logra la noche del 10 de septiembre de 1973. A partir del 11 de septiembre los optimistas pensaban que al cabo de algunos meses, de unos cuantos exilios interiores, unos pocos muertos, todo volvería a la normalidad. Los pesimistas sabían que eran tiempos de tiranías. Los militares habían llegado para quedarse.

Pinochet organizó la represión a lo grande. En la capital la mayoría de los allendistas fue llevada al estadio nacional de fútbol, transformado en inmensa sala de tortura, y donde terminaron asesinados y desaparecidos. En cada ciudad, en cada pueblo se crearon centros de tortura. En esos días surgió la mentira más grande de la dictadura: «Estamos en guerra». Nada más alejado de la realidad: salvo la defensa de La Moneda y algunos enfrentamientos insignificantes, los golpistas no encontraron resistencia en ninguna parte. Las armas que habían entrado clandestinamente al país fueron requisadas. El resto fue estrategia de inteligencia militar para atemorizar a la población.

Carlos Prats, por ejemplo, no estaba en guerra cuando fue asesinado, junto a su esposa, por el agente de la DINA, el servicio secreto de Pinochet, Michael Townley en Buenos Aires, el 30 de septiembre de 1974; Orlando Letelier no estaba en guerra cuando lo mataron en Washington junto a su asistente estadounidense, Ron Moffit, el 21 de septiembre de 1976; Bernardo Leighton no estaba en guerra cuando atentó contra él, en Italia, un grupo de neofascistas que trabajaba para la DINA, el 5 de octubre de 1975. Eduardo Frei Montalva no estaba en guerra cuando, presumiblemente, fue asesinado mediante una sustancia química, con la probable participación del agente Eugenio Berríos. Tampoco estaban en guerra los españoles Carmelo Soria y Antoni Llidó, el primero asesinado, el segundo desaparecido. Los cadáveres flotando en el río Mapocho obedecían a la lógica del terror. Igual que la Caravana de la Muerte, un helicóptero con oficiales del ejército que recorrió parte del país durante septiembre y octubre, ordenando asesinar cada día a un grupo de opositores. En total, la Caravana asesinó a 75 dirigentes de la Unidad Popular, pero principalmente se trataba del pacto de sangre necesario para consolidar el compromiso de todas las Fuerzas Armadas en la represión.

El talante de Pinochet se conoció en las primeras horas del 11 de septiembre de 1973. Quedan para la historia los diálogos captados de las comunicaciones militares, en los que se refiere a Allende diciendo que «si se mata la perra, se acaba la leva», o menciona a los miembros del Gobierno que estaban en La Moneda en estos términos: «Que los metan en un avión y los van tirando por el camino». El 7 de septiembre de 1986 el grupo Frente Patriótico Manuel Rodríguez realiza un atentado en contra del general, quien salva milagrosamente la vida. Como represalia el régimen asesina brutalmente a cuatro militantes comunistas.

En 1988 comienza un cambio de rumbo. La dictadura convoca a un referéndum para decidir si Pinochet se va o se queda hasta el año 1997. El 55% de la ciudadanía le dice no al dictador. Chile se encamina hacia la democratización. Hasta 1998 Pinochet se mantiene como general en jefe del Ejército. Posteriormente es designado senador vitalicio y goza de inmunidad política. Pese a ello, durante una visita a Londres, aquel mismo año, y por orden del juez español Baltasar Garzón, es detenido por la desaparición de varios ciudadanos españoles. La primera ministra Margaret Thatcher lo visita durante su arresto domiciliario y hace una declaración entusiasta: «Nosotros somos conscientes que tú has llevado la democracia a Chile». Se le vio detenido en un coche de la policía durante unos instantes, pero en su conciencia y orgullo deben de haber pesado siglos.

El último acto político de Pinochet es una carta pública con motivo de su 91 cumpleaños. En ella dice que asume la responsabilidad de lo hecho, pero esto no significa que reconozca sus crímenes. Por el contrario, reivindica su conducta diciendo que «gracias a su coraje y decisión, Chile pudo transitar entre la amenaza totalitaria y la plena democracia que nosotros restablecimos y de la cual gozan todos nuestros compatriotas». Y agrega: «Si al cabo de 30 años quienes provocaron el caos y el enfrentamiento se han renovado y reinsertado en un Estado de Derecho, no cabe reclamar castigos para los que evitaron que se extendiera y profundizara». Es decir, nada de arrepentimientos.

Los festejos populares en Santiago tras la muerte del ex dictador son la prueba fehaciente de que el pasado aún no ha sido superado. Es comprensible si se tiene en cuenta que aún no se sabe el destino de muchos desaparecidos. Lo paradójico es que no existen muchas razones para el jolgorio, finalmente Pinochet no murió como un salvador de la patria, pero lo hizo en la cama y en la más absoluta impunidad. Es de esperar que la justicia chilena no tenga la ocurrencia de condenarlo en ausencia, sería un acto de cobardía que afectaría a la credibilidad democrática de Chile. La entereza se necesitaba ayer. El telón ha caído, son muchos los defraudados por la justicia chilena, pero no se puede desconocer que bajo los gobiernos democráticos se ha juzgado a cientos de uniformados por graves violaciones a los derechos humanos. Pinochet se va con la carga de muchas causas en su contra y con el último estigma: haberse enriquecido ilícitamente mediante la corrupción. Ni la gloria ni el honor, simplemente la celebridad mezquina del déspota.

José Zepeda, director del departamento latinoamericano de Radio Nederland Wereldomroep.