La China del pueblo

Estuve en China los últimos diez días de mayo. La primera vez que viajé allí, en 1995, era presidente de la República. En visita oficial se ven muchos tapetes rojos, se conversa con los líderes políticos, hay muchos banquetes, pero poco se ve del pueblo. Esta ocasión, viajando con un matrimonio amigo, fue diferente: fuimos a ver la China de la vida cotidiana, sin estadísticas ni informes oficiales.

Por donde pasé vi obras en marcha y me entusiasmé con la grandiosidad, tanto en los aeropuertos y terminales de Pekín y Shanghai, como en la remota ciudad de Urumqi, en la región autónoma de Xinjiang, que hace frontera con Kazajistán y Mongolia. Ciudades bastante menores, como Turpan, en Xinjiang, y Dunhuang, en un oasis de la vecina provincia de Gansú (una de las más pobres de China) también disponen de una razonable base urbana con cierto dinamismo.

Yo esperaba ver transformado Pekín, pero no tanto: avenidas largas con edificios modernos. La Ciudad Prohibida no perdió su encanto y demuestra que en China lo monumental viene de mucho tiempo atrás. Ahora los monumentos son de uso público: el enorme y bello estadio de los Juegos Olímpicos y el teatro nacional en forma de gigantesco huevo de avestruz. Frente a ellos, la plaza de Tiananmen, si no se empequeñeció - lo que sería imposible- sí hace del retrato de Mao un detalle menor, incluso porque encogió.

La realización de los Juegos da ocasión a obras urbanas incluso en ciudades pequeñas y sirve para reafirmar los progresos alcanzados, sobre todo ahora, con los terremotos e inundaciones que desafían la capacidad de respuesta del Gobierno ante la tragedia. En más de una ocasión, nuestros interlocutores mencionaron con emoción que el presidente Hu Jintao y sus ministros están recorriendo las zonas afectadas, escena rara en un país en el que el poder era distante del pueblo. Ahora la televisión lo muestra cercano.

Shanghai es una mezcla de Disneylandia con posmodernismo. Mirar desde la punta de un edificio de las antiguas concesiones coloniales hacia el otro lado del río Huangpu y ver Pudong (zona poblada de favelas en 1995), con sus altísimas construcciones, impresiona tanto como ver São Paulo desde lo alto de un edificio de la avenida Paulista.

Al pasar los días, más que la grandiosidad, impresiona ver a las personas, cómodas en sus ciudades y poblados, decentemente vestidas, amables y juguetonas, en las tiendas, en las calles, en los bares y en los mercados populares. No falta comida en los mercados de zonas pobres y en sitios remotos de la China profunda. Almorzamos en casa de una familia, regida por una viuda, en la zona rural de Turpan, donde se producen uvas en el desierto irrigado y se acumulan tierras y algún bienestar. Del socialismo nadie habla.

Xinjiang es una de las regiones autónomas de China. En Urumqi, el 80% de la población es china (han). En la provincia viven 5 millones de uigures, un pueblo que habla una lengua de raíz turca y goza de derechos específicos: recibe educación en su propia lengua y no en mandarín, puede tener más de un hijo y exhibe con orgullo su cultura. Le pregunté a la guía local (una próspera empresaria, de inglés fluido, hija de médicos que fueron "reeducados" en tiempos de la revolución cultural, inscrita en el PC, profundamente orgullosa de su pueblo y muy a gusto en la China de economía de mercado) si era china o uigur. Le costó un poco responder: "Soy uigur, pero soy china", como le gustaría a Pekín que respondieran los tibetanos.

En Shanghai habíamos cenado en casa de una empresaria importante (con una facturación de cerca de mil millones de dólares). Dijo que tenía una fábrica de tejidos en medio de la nada, en Turpan, y después fabricó ropa de marcas de todo el mundo. Visitamos la fábrica. Todo automatizado y muy limpio. Los operarios, la mayoría mujeres, con delantales protectores y, al salir, vestidas con esmero, sólo que con menos vaqueros y más arregladas que las occidentales.

Uniendo las ciudades, separadas por cientos de kilómetros unas de otras, hay carreteras de buena calidad. En medio del desierto, el ferrocarril. Lo que fue la ruta de la seda de los camellos (que todavía andan por ahí), por la que pasaron Marco Polo y Gengis Kan, sigue siendo un eje de comunicación importante. Por ella ya no transitan vándalos, sino comerciantes y turistas.

En Shanghai, tras visitar un templo budista, lleno de religiosos y de fieles, caminamos entre los linong (o hutong en Pekín), antiguas casitas, estrechas como conventillos, separadas de la calle por muros, con un portón de entrada. En los callejones, casas con pequeños comercios, trabajos manuales y un comité cívico, de donde surgen las directivas. Visitamos el apartamento de una familia de madre trabajadora jubilada, padre empleado en la distribución de mercancías e hija estudiante de teatro. La vivienda es de clase media baja: pequeña, pero bien dividida y amueblada. Hay miles de conjuntos habitacionales así. Vi pobreza, pero ni aun buscando vi miseria en el campo o las ciudades. Pocas bicicletas y muchos autos. Al lado de los mercados pobres, muchas tiendas de marcas famosas. Un caleidoscopio atractivo, difícil de enfocar.

Fernando Henrique Cardoso, sociólogo y escritor, presidente de Brasil de 1995 al 2003.