La ciénaga

Quien piense que vivimos sólo una grave crisis política se engaña. La degradación política (inmensa, pero no total) y la degradación social (profunda, pero tampoco total), se nutren de una grave crisis moral. Y no se pueden corregir los síntomas superficiales sin acometer la curación de los morbos profundos. Consideremos dos ejemplos recientes.

El primero es el video como cacería humana. Dejemos ahora, faltaría más, la evaluación de la conducta de la cazada. El cadalso no es lugar para evaluar. Habíamos quedado, desde Kant y antes, en que la persona es lo que nunca puede ser medio y sólo fin en sí. Y en que toda persona, toda, posee una dignidad sagrada. También habíamos quedado, al menos algunos, en que el fin nunca justifica los medios, e, incluso, Gregorio Marañón había añadido que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin. También, tras una lenta y trabajosa evolución moral, habíamos concluido que nunca era lícito obrar el mal, ni siquiera como respuesta al mal sufrido. Ya lo sostuvo Sócrates. Cristo fue más lejos. Por no hablar de los ajustes de cuentas entre bandas mafiosas. Eso está bien para leerlo en las novelas o contemplarlo en las pantallas, pero no para abrir la información política de los telediarios o las primeras planas de los diarios.

La ciénagaLo que es falso no debe publicarse, pero no todo lo que es verdad debe ser publicado. Un periodista, más aún un editor, debe preguntarse, no sólo si lo que va a publicar tiene interés, sino si vulnera o no la dignidad de una persona. Y si alguna de las dos respuestas es negativa, debe abstenerse. Lo establezcan o no el Código penal o la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. El hombre es cosa sagrada para el hombre. Si, además, el video no debió ser legalmente conservado y, menos, puesto a la venta (o a la donación, es lo de menos), estaríamos ante un presunto acto ilegal. Al parecer, algunos aplauden la resurrección de la picota, bajo el falso amparo de la libertad de información. Si la mercancía es ilegal, el tráfico es ilegal. Por lo demás, los agravios comparativos no son atenuantes para quien obró mal, pero sí acusaciones para quienes los cometen. Si alguien acepta el regalo de un título académico o, presa de una compulsión, comete un hurto por valor de cuarenta euros, merece un reproche moral, jurídico y político, pero semejante al que ha hecho algo semejante, y menor que el que ha hecho algo mucho más grave, por ejemplo, apropiarse (presuntamente y, en algunos casos, bajo sentencia firme) de millones de euros, cometer actos de terrorismo o perpetrar un golpe de Estado contra la unidad nacional. Como decía el personaje de La colmena de Cela, no perdamos la perspectiva. No defiendo a nadie; critico la ley de Lynch.

El segundo caso se refiere a la reacción ante la sentencia en el caso conocido como «la manada». No me gusta la forma de identificarlo con este nombre, pero lo cierto es que es como quieren ser reconocidos los criminales (salvo recurso exculpatorio) condenados. Quede sentada la repugnancia que provocan los hechos admitidos por la sentencia y el juicio moral que merecen sus autores. Pero ni esto ni el contenido de la sentencia justifican la reacción, enloquecida y agresiva, de buena parte de la sociedad. Todos somos juristas. Todos somos penalistas. Me vienen a la memoria unas palabras de mi primer profesor de Derecho penal, José María Rodríguez Devesa, quien, allá por el otoño de 1972, nos decía a sus alumnos de la Complutense que hay dos cosas que los españoles presumen saber y que no saben: una es el idioma italiano y la otra el derecho penal. No se equivocaba. Todo español esconde en su interior la sabiduría del más egregio penalista. Y a esto asistimos. Aunque no soy penalista, me atrevo a exhibir la duda de que el relato de los hechos de la propia sentencia pueda ser entendido como susceptible de ser tipificado como abuso sexual y no como agresión. Es una cuestión que hay que dejar a la interpretación de la Justicia. Y uno de los magistrados votó a favor de la absolución. Pero los jueces deben aplicar el Código Penal y no satisfacer la ira social, sea ideológica o, simplemente, visceral. Lo cierto es que han sido condenados como criminales que forzaron la voluntad de la víctima. Ante algunos análisis, se diría que han quedado absueltos. Otra cosa es que el Derecho no deba ser incompatible con el sentimiento mayoritario acerca de lo justo, y que convenga que se apoye en la moral social.

Ante una sentencia judicial, caben siempre la crítica razonada y argumentada, y el recurso ante los tribunales superiores, pero no la algarada, la revuelta, el insulto o la ley de Lynch. Estamos ante un nuevo episodio de la acción directa contra los mecanismos de la democracia representativa y del Estado de Derecho. Decir que «nosotras somos la manada» es cualquier cosa menos un argumento. Recuerda un poco aquel relato de Borges en el que un caballero, en una discusión, recibió una bofetada de quien no lo era, y, como respuesta, sin inmutarse, le dijo: «Después de la digresión, espero su argumento».

Todo esto no es lo grave e importante. Todo esto es furia, ruido y superficialidad. Lo grave es lo que está por debajo, lo que alienta toda esta psicopatología política y social. Si todo el problema fuera político, yo respiraría tranquilo y me dedicaría a mis ocupaciones habituales, pues no tardarían en llegar políticos honrados a sustituir a los corruptos, ni hombres de Estado que embridarían a las masas airadas. Nada político es profundo ni, por tanto, grave. El mal reside siempre en las profundidades de la vida social, allí se decanta la distinción entre la verdad y la falsedad, entre el bien y el mal, entre la belleza y la fealdad. Nuestra crisis, y la de Europa y el Occidente en general (en unos lugares, más grave que en otros), es intelectual y moral, es una crisis de inteligencia y voluntad, de cabeza y corazón. Ciertamente, la democracia liberal se encuentra amenazada por el totalitarismo, sobre todo, pero no sólo, comunista. La serpiente totalitaria incuba, de nuevo, su huevo. Pero no es posible detenerla sólo políticamente, sino mediante la defensa de la dignidad de la persona y el bien común. Pero estos no son ideales políticos, sino intelectuales y morales, en suma, filosóficos. Entonces, sólo la filosofía podrá sacarnos de la ciénaga.

Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

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