La ciencia española, maniatada

El progreso de la investigación científica en España en las últimas décadas ha sido considerable. El nivel de nuestros científicos no es inferior al de los de otros países más avanzados en esta materia, las nuevas generaciones de investigadores se acomodan sin dificultad en los departamentos y laboratorios más prestigiosos del mundo, y muchos de nuestros centros compiten bien con los de esos otros países, como demuestra nuestro desempeño en los programas europeos. Sin embargo, la falta de tradición científica y la todavía escasa cantidad de centros, instalaciones e investigadores de primer nivel impiden que nuestra ciencia se convierta en una referencia internacional. A todo ello hay que añadir la escasa preocupación pública, incluyendo a las personas del mundo de la política, la opinión o la empresa, por el estado de nuestro sistema de investigación. Se enuncia con frecuencia el tópico de la importancia de la ciencia para el progreso de nuestro país, pero esa creencia es superficial y no tiene influencia a la hora de tomar decisiones.

La realidad ha demostrado que no hay ninguna limitación esencial o genética en las mentes de los españoles para convertirse en grandes científicos. Basta con que se pongan los medios adecuados, medios que nunca habían existido antes, para que desarrollen el mismo talento para la ciencia que los naturales de otras latitudes con tradición científica centenaria. Por eso es más desalentador lo que ha venido ocurriendo en los últimos años. Quienes llevamos mucho tiempo en el mundo de la ciencia y la investigación sabemos lo difícil que es revertir la situación de abandono que ha sido la norma en nuestro país, y el tiempo y el esfuerzo que cuesta conseguir que salga de ella. Y también lo fácil que resulta deteriorarla. Si se interrumpe la actividad de una generación de científicos se rompe la cadena de conocimientos, experiencias, hábitos de investigación y relaciones que constituyen el hilo conductor del progreso científico.

En los últimos años se han producido daños muy considerables en nuestro sistema, que no es todavía lo bastante fuerte como para resistir y no acusarlos de forma dramática. En primer lugar, desde el año 2010 se está produciendo una disminución considerable de presupuestos dedicados a esta actividad, con ligeros repuntes pasajeros que se frustran con expedientes de no disponibilidad, de forma que seguimos registrando la misma grave insuficiencia de recursos.

Se dijo que los recortes habría que compensarlos con fondos allegados de programas de apoyo a la investigación, notablemente europeos. Y científicos y centros se han aplicado a la tarea, con un índice de éxito sin precedentes en nuestro país. Pero ese éxito se debe a la inercia de la situación existente antes de 2010. Toda la investigación financiada es, en realidad, cofinanciada porque es necesario disponer previamente de un sistema de laboratorios, instalaciones y personas aptas para desarrollar los proyectos a los que se destinan recursos. De hecho, los centros más exitosos en los programas europeos son los que disponen de una mejor financiación en sus países. En la medida en que nuestro sistema empiece a no disponer de los fondos básicos para su correcto funcionamiento, seremos menos capaces de ganar en competencia con otros sistemas más boyantes.

Pero hay un segundo factor, no ligado a la disponibilidad de recursos, que afecta seriamente a nuestro desarrollo científico. Se trata de la multitud de limitaciones administrativas, gestiones innecesarias y obstáculos a la flexibilidad y la autonomía con la que puede disponerse de esos recursos. Se aplican normas no pensadas para regular una actividad basada en proyectos, en competencia abierta con otros centros y grupos de investigación, con ingresos externos y gastos sujetos a plazos y condiciones, muchas veces imposibles de cumplir con la tramitación y los controles exigidos.

La imposibilidad de cumplir los compromisos ligados a los proyectos, provocada con frecuencia por el disparatado proceso administrativo que se aplica, implica devolución de fondos y también pérdida de prestigio y credibilidad, lo que puede comprometer la confianza futura de nuestros socios europeos y de las agencias financiadoras. En resumen, se está produciendo una clara pérdida de competitividad de nuestros centros de investigación, sobre todo aquellos de ámbito público que no tienen ninguna posibilidad de gestionarse de un modo más racional y autónomo. Algo que no se debe a la falta de talento congénita de los españoles para la investigación científica, sino al resultado previsible, y previsto, de la aplicación de normas sin sentido. Una falta de competitividad que debería preocupar a nuestros dirigentes políticos porque la ciencia es hoy un indicador de primer nivel en la consideración general que merecen los distintos países, y repercute directamente en la competitividad general del nuestro, tanto real como percibida.

Las normas que hoy se aplican, y debilitan nuestro desempeño investigador sumándose a la falta de recursos, existían en España en la época en que la actividad científica era casi irrelevante. Precisamente, fueron eliminadas hace más de 30 años para permitir su despegue. Y, ahora, una vez que éste se ha producido y nos encontrábamos en el inicio de un desarrollo presumiblemente vigoroso, sin precedentes en nuestra historia, ahora vuelven a aplicarse para frustrarlo.

A veces se argumenta que la actividad científica no tiene nada de particular y que debe sufrir, como todo el resto de la actividad pública, los rigores que exija la situación presente en espera de tiempos mejores. Pero resulta que la investigación sí tiene ciertas particularidades que hacen que no se pueda recuperar fácilmente tras un periodo de debilitamiento. Todos sabemos, y se oye continuamente en el discurso público, que la investigación y su correlato, la innovación, son piezas fundamentales para asegurar un futuro más próspero a nuestro país, la deseada transformación de nuestra economía para hacerla más intensiva en conocimiento. Desafortunadamente, la marcha ascendente de nuestra ciencia hasta hace apenas seis o siete años estaba todavía lejos de convertirla en el factor decisivo sobre el aparato productivo y la competitividad que es en los países más avanzados. Por eso, y por la falta de una clara percepción del público de lo que está en juego, su retroceso no se sentirá como lo que es: un desastre. Y quienes han tomado decisiones lesivas para su desarrollo no tendrán que dar explicaciones ni cargar con esa responsabilidad. Después de todo, se trata de un proceso de muy negativas consecuencias que está pasando casi desapercibido.

Cayetano López es director del Centro de Investigaciones Energéticas Medioambientales y Tecnológicas (CIEMAT).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *