La ciencia y el subterfugio en economía

La economía ortodoxa tiene una tendencia a “establecer” ciertas conclusiones y luego aferrarse a ellas, por más pruebas que haya de que son incorrectas. Esto de por sí es malo, pero hay algo que puede ser todavía peor para una disciplina que se considera científica: que no se insista en la replicabilidad de los resultados empíricos. Es un criterio estándar y esencial en la mayoría de las ciencias naturales; pero en economía suele provocar indiferencia, y en ocasiones hasta feroz resistencia. En algunos casos, no se permite el acceso de otros investigadores a los datos necesarios para replicar las conclusiones.

La razón suele ser profundamente política: se promueven y diseminan aquellos resultados que se condicen con visiones de la economía que dan respaldo a determinadas posiciones ideológicas y a las políticas relacionadas. Por ejemplo, una investigación empírica que dé argumentos a favor de la austeridad fiscal o de la desregulación de los mercados será ampliamente citada y se usará como base para promover dichas medidas. Pero muy pocas veces será sometida a escrutinio –por ejemplo, cuestionar sus supuestos y metodologías estadísticas– como sería la norma para una investigación en ciencias naturales.

Tomemos por ejemplo la afirmación de Stephen Moore y Arthur B. Laffer de que las rebajas de impuestos de Trump en Estados Unidos no sólo se financiarían solas, sino que en realidad reducirían el déficit público y generarían más inversión privada. Esa afirmación resultó completamente errada, pero parece que la realidad económica no hizo mella en quienes siguen creyendo en la Curva de Laffer, con su idea de que es posible aumentar la recaudación reduciendo la tasa impositiva.

Ahora, un nuevo artículo de investigación de Servaas Storm destrozó otro famoso lugar común de la economía neoliberal: el argumento de que las “rigideces” del mercado laboral deprimen la producción y el empleo. Una de las investigaciones empíricas más citadas en apoyo de este argumento es un trabajo de Timothy Besley y Robin Burgess, que usa datos de producción industrial de la India, discriminados por estados, para el período 1958-92. Besley y Burgess aseguran haber demostrado que las normas de protección de los trabajadores adoptadas en algunos estados redujeron los niveles de producción, empleo, inversión y productividad, y que incluso aumentaron la pobreza urbana, respecto de otros estados que no tenían esas normas.

Esta conclusión se convirtió en argumento de la tesis comúnmente aceptada de que la regulación del mercado laboral dificulta la expansión industrial, y que para aumentar la producción y el empleo en este sector hay que “flexibilizar” el mercado laboral, derogando leyes de protección de los trabajadores. Una idea que influyó en la formulación de políticas no sólo en la India, sino en una amplia variedad de países en desarrollo. Aunque diversos economistas cuestionaron la metodología de Besley y Burgess, esas críticas nunca tuvieron mucha aceptación en los círculos políticos.

Pero la crítica de Storm es todavía más radical: el autor señala que no pudo replicar los resultados de Besley y Burgess, y demuestra que la conclusión a la que llegan en cuanto a la relación entre regulación del mercado laboral y actividad industrial no es estadísticamente robusta. Storm halla que los resultados no sólo son incompatibles con los propios supuestos teóricos de los autores, sino que también son internamente contradictorios y empíricamente improbables; y llega a la devastadora conclusión de que “el artículo es una vergüenza profesional (…) un ejemplo casi perfecto de cómo la pretensión de ciencia combinada con un anhelo de respetabilidad puede llevar a un empiricismo gratuito en el que los presupuestos prevalecen sobre la evidencia”.

¿Cómo consiguieron Besley y Burgess salirse con la suya, y por qué sus conclusiones no fueron más criticadas en la literatura académica y en los círculos políticos? Al fin y al cabo, el artículo se publicó en una revista de economía de primer nivel con referato de pares en la modalidad de doble ciego, y se usó para justificar una ola de flexibilización laboral que perjudicó activamente a trabajadores de todo el mundo. En esto, hay que denunciar la profunda complicidad de la profesión económica y de las revistas académicas más importantes, que confieren “respetabilidad” a esas investigaciones.

No es ningún secreto que la economía ortodoxa ha operado al servicio del poder. John Kenneth Galbraith señaló en 1973 que la economía del establishment se había convertido en un “invalorable aliado de aquellos cuyo ejercicio del poder depende de una opinión pública aquiescente”. Y la adopción de ese papel por parte de los economistas se intensificó desde entonces. Pero eso le restó relevancia a la disciplina y redujo su legitimidad y credibilidad: hoy muchos dudan de que los economistas estén haciendo las preguntas correctas y tratando de responderlas con integridad.

Para recuperar la credibilidad, la economía debe abrirse más a la crítica de sus supuestos, métodos y resultados. No es posible ignorar para siempre las verdades incómodas de las voces disidentes: tarde o temprano, la realidad se impone.

Jayati Ghosh is Professor of Economics at Jawaharlal Nehru University in New Delhi, Executive Secretary of International Development Economics Associates, and a member of the Independent Commission for the Reform of International Corporate Taxation.

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