Por Julio José Ordovás, escritor (ABC, 25/03/06):
Mientras la provincia de Zaragoza se desertiza a pasos agigantados, la ciudad de Zaragoza se reproduce inmobiliariamente a un ritmo frenético. Es como si el punto de tinta que sitúa a Zaragoza en el mapa hubiera cobrado de pronto vida propia y se expandiera sin freno sobre la amarilla superficie cartográfica. En efecto, es el signo de los tiempos: las grandes ciudades se hacen cada vez más grandes, y las pequeñas ciudades se encogen y los pueblos tienden, inexorablemente, a convertirse en decorados espectrales batidos por el viento. Como si improvisaran diques o cortafuegos de quita y pon, los encargados del Gobierno de la Comunidad siembran subvenciones a voleo por todo lo ancho de la provincia. Pan para hoy y votos para las elecciones de pasado mañana, lo de siempre.
Desde aquella borrachera triunfalista del 16 de diciembre de 2004, cuando Juan Alberto Belloch se arremangó la camisa, se quitó la corbata y se anudó el cachirulo para cantar a voz en cuello la única jota que, supongo, conocía, la Zaragoza virtual, la Zaragoza de la Expo 2008, la ciudad de las maquetas, se contempla en las aguas del Ebro como Narciso en las aguas del estanque, con la diferencia de que las aguas de aquel mítico estanque eran prístinas y las del río de la Historia, tan codiciadas por los vecinos levantinos, no pueden bajar más turbias. El color de las aguas, no obstante, es lo de menos, pues uno y otro espejo son igualmente peligrosos, y Zaragoza, cada día más enamorada de un reflejo artificial de sí misma, corre el riesgo de acabar como el hijo de Liríope, es decir, ahogada por imprudente y convertida en una inútil flor de invernadero.
No hay forma de saber cuál es la Zaragoza de los sueños de Belloch. ¿Una ciudad de cartón piedra, o sea, de cristal y aluminio? ¿Un abracadabrante parque temático, una ciudad-escaparate superpuesta a la ciudad bimilenaria, a esa ciudad en la que se entierran por las bravas los florecimientos arqueológicos y en cuyos tuétanos se permite que se formen guetos de inmigrantes que en breve no habrá manera de extirpar?
Belloch está sacando brillo -contrarreloj- a la cara amable de Zaragoza, pero ese lavado de imagen, superficial y a la desesperada, ni siquiera ha de servir para engañar a los apresurados ojos de los turistas que vendrán, y que una vez en ella es de suponer que no se saldrán de las rutas prefijadas. El dédalo de calles y callejuelas que conforma el corazón de Zaragoza lleva demasiado tiempo abandonado a su suerte, habiendo alcanzado un estado calamitoso. Las más hermosas y antiguas calles zaragozanas, las calles de la Zaragoza de toda la vida, como las de San Pablo, como las de la Magdalena, las que verdaderamente representan el carácter de la ciudad, están tan hechas polvo que da auténtica grima pasear por ellas. En el momento en que uno saca los pies del itinerario turístico, de las tres o cuatro calles que desembocan en la plaza del Pilar (otra obra megalomaníaca, dicho sea de paso) se da de bruces con lo que no es sino un cadáver urbanístico en avanzado estado de descomposición: edificios con las entrañas expuestas al sol, fachadas resquebrajadas y cubiertas de lamparones de mugre y de pintadas gamberras, solares anegados de maleza y de basura... Claro que eso no parece preocuparles lo más mínimo ni al alcalde ni a los ediles zaragozanos, afanados o más bien enfangados en las obras faraónicas, en los botijos vanguardistas que se verán por las televisiones de todo el mundo dentro de un par de años y que cuando los fastos concluyan se saldarán a precio de ganga, igual que se saldaron los expopabellones sevillanos.
Le pasa a Belloch lo que a tantos otros alcaldes de tantas otras ciudades, que ignora olímpicamente las vidas y las voluntades de las gentes a las que se da por hecho que representa. O dicho de otra forma: que dirige la ciudad de espaldas a los ciudadanos. De ahí que, hace unos meses, se le ocurriera la genial idea de trasladar la batahola del Rastro dominical al parque Miguel Primo de Rivera, buque insignia de los -tan desasistidos: será por la optimización del agua- parques zaragozanos. Medida a la que, naturalmente, se opuso de forma feroz la ciudadanía.
Tras su salida por la puerta de atrás del Ministerio de Justicia e Interior, Belloch miró en derredor suyo y clavó sus ojos en Zaragoza (la quinta ciudad española, un plato más que apetecible), a cuya conquista se lanzó con denuedo, y sobra añadir que con éxito, para luego, además, llevarse el gato al agua de la Expo. Objetivo cumplido: un brillante colofón para una carrera con tantas luces como sombras. La pregunta, ahora, es qué pasa con los zaragozanos, porque Zaragoza no es sólo un trazado viario y un entramado urbanístico, un juego de Monopoly, un suculento pastel inmobiliario a repartir. Zaragoza son 750.000 habitantes entre los que empieza a cundir el escepticismo, porque les han gravado los impuestos, porque las transformaciones prometidas no parecen afectar a los barrios en los que ellos viven o porque siguen padeciendo la vergüenza de tener un aeropuerto bananero.
La ciudad de las maquetas no es la Zaragoza real. Como tampoco la ciudad con la que sueña Belloch es la ciudad en la que viven los zaragozanos. Pero eso no es lo que importa, claro. Lo único que importa es que las obras se realicen dentro de los plazos previstos. Y que a los turistas se les caiga la baba con toda esa pirotecnia arquitectónica. Luego ya habrá tiempo para seguir apuntalando en sombras el sufrido corazón zaragozano.