La ciudadanía amenazada

El ideal de una ciudadanía europea plenamente efectiva es casi tan antiguo como la propia UE, aunque su progreso no ha sido rápido ni fácil. Su primera formulación, poco más que un esbozo recibido con poco entusiasmo por los Gobiernos, la firmó Leo Tindemans en 1974. Diez años más tarde, el Consejo Europeo ampara un comité llamado “Europa de los ciudadanos”, cuyas propuestas influyen positivamente en el proyecto de Tratado de la UE redactado por Altiero Spinelli, aunque el Acta Única europea recoge muy pocas de ellas. Hay que esperar cuatro años más hasta que en el Consejo Europeo celebrado en Roma la delegación española presenta un proyecto articulado y motivado de ciudadanía europea que luego, dos años después, será recogido en el Tratado de Maastricht. El fracaso del referéndum sobre la Constitución Europea frenó el mayor y mejor desarrollo de esa ciudadanía, no sólo innovadora, sino de aspiraciones razonablemente revolucionarias, aunque el Tratado de Lisboa trató de salvar lo más posible del naufragio.

No es difícil comprender los recelos con que tanto los Gobiernos nacionales como los propios ciudadanos de cada uno de los Estados miembros acogen este proyecto posnacional. Ya en Dominios y potestades, el filósofo George Santayana había dicho que lo más difícil de asimilar de las grandes alianzas internacionales es que implican en parte ser gobernados por extranjeros. Pero, en este caso, además se exige algo aún más peliagudo: aceptar como conciudadanos a nativos de otros países. Es decir, olvidar a todos los efectos que son lo que antes llamábamos “extranjeros”.

Desterritorializar la ciudadanía, hacerla depender de una misma ley y no de un mismo lugar de origen, basarla en derechos y deberes cara al futuro y no en la comunidad genealógica que nos ancla en el pasado, va en contra de la visión elemental del asunto. La ciudadanía queda así vinculada a lo universal y no a tradiciones locales, por tanto está abierta a todos sea cual fuere su origen. Hasta ahora, lo que caracterizaba a españoles, franceses o alemanes eran sus “raíces”, la “cepa” (de “pura cepa”, de “souche”), metáforas agrícolas basadas en la semilla que germina allí donde fue sembrada y no en otro lugar. Pero los humanos, como bien dice George Steiner, no tenemos raíces sino piernas para ir de un lado a otro a donde nos convenga. El proyecto europeo, como en su día la propia democracia, nace del desarraigo: no hay europeos de pura cepa, sino de leyes compartidas.

Por supuesto, todos los Estados modernos brotaron de un movimiento semejante, que aunaba diversas etnias, lenguas, tribus y hábitos populares en una Administración común destinada a igualar en obligaciones y derechos a los individuos, liberándolos de la estrechez colectiva de sus orígenes locales. Por tanto son el primer paso hacia el cosmopolitismo posterior, posnacional. De ahí el peligro de los movimientos separatistas disgregadores de los Estados que hoy apuntan en Europa y muy particularmente en España. El nacionalismo separatista en Cataluña o el País Vasco pretende convertir la diversidad cultural en fragmentación política. El derecho a decidir que define a la ciudadanía democrática pertenece, según ellos, a los territorios, no a los individuos. Los ciudadanos no lo son del Estado más que parcialmente: cada cual ve restringida su soberanía por determinaciones predemocráticas e incluso prepolíticas, como son la etnia, la genealogía, la lengua o la geografía. Algunos territorios piden un referéndum para determinar si siguen o no en el Estado, pero en el que sólo votarían quienes ellos determinasen previamente que son “catalanes” o “vascos”: o sea que habría que aceptar de antemano lo que se pretende determinar con la consulta. En la España franquista, el castellano era la única lengua española en la que se podía educar a los niños o relacionarse con la Administración; hoy vivimos en el único país de la CE donde la lengua oficial común no puede ser elegida para tales usos en algunas zonas del Estado. Etcétera…

Hoy los separatistas en España pretenden apoyarse en los partidos populistas y en la indignación provocada por la crisis, el despilfarro y la corrupción. El resto de Europa se desinteresa de estos conflictos llamados internos. Pero la reivindicación disgregadora apunta en otros países y se reforzará si triunfa en el nuestro. No olvidemos que ya el siglo pasado un enfrentamiento español sirvió de ensayo general a una tragedia europea…

Fernando Savater es escritor.

© Lena (Leading European Newspaper Alliance)

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