La ciudadanía sin ciudad

¿Cómo nos relacionaremos después del Covid-19? El ciudadano del mundo, de España, vive esta crisis atrincherado en su casa y atrapado en la red, a la cual se conecta como a la gran placenta de Matrix. Es lógico que nos preguntemos no solo cómo saldremos de esta, sino qué tipo de ciudadanía –sus valores, sus pautas de conducta– se conformará en el porvenir. Para ello, miremos un segundo más allá del shock sanitario y económico del Covid-19. Detengámonos en el shock cultural.

El Covid-19 no será el principio ni el fin de la historia. Pero deja malherida la narrativa del progreso convertido en rutina que ha marcado nuestro siglo XXI. La ciencia, el Estado, el mercado, la tecnología han mostrado, descarnadamente, sus límites. En la era de la inteligencia artificial, el big data y la biotecnología estamos combatiendo un virus con la cuarentena, una técnica de hace 3.400 años que ya aparece en el Pentateuco. Desconcertados, estamos asumiendo que la sensación de poder controlarlo todo, de poder evitar cualquier calamidad si hacíamos lo correcto, era justamente eso, una mera sensación que la tragedia, con su eterno empeño en retornar, ha pulverizado en pocas semanas.

El Covid-19 no es el fin de la historia, pero le ha dado un meneo. Ha dejado en suspenso la agenda del mundo, que aspiraba a u-nirnos globalmente en torno a amplios objetivos comunes: el cambio climático, la inmigración, los refugiados, el problema de las guerras comerciales… Ahora todo lo domina un patógeno inesperado e incómodo: la muerte. Desborda hospitales y colapsa países punteros, entre ellos España. En pocos meses, Ifema ha pasado de representar el anhelo mundial de un porvenir verde, con la cumbre de líderes del COP25, a acoger generosamente un hospital de guerra por el Covid-19. La muerte reclama su dimensión ontológica tras haber sido extirpada de nuestra cultura de masas después de la II Guerra Mundial. Tras aquel cataclismo humano, el consenso posmoderno redujo su presencia al mínimo: a una estadística previsible, casi burocrática, reservada su excepcionalidad a un giro de guion en el continuo simulacro audiovisual. No debemos culparnos por ello. La civilización es por definición un escudo (científico, cultural, social) contra la barbarie incomprensible que implica el morir antes de tiempo o con sufrimiento. La comunidad tiene una función inmunitaria. Y ahora, con el dilema de qué vidas salvar, una función inevitable, trágicamente eugenésica. La política es, de golpe, necropolítica: administración y contabilidad de los fallecimientos.

Todo este shock nos va a cambiar. A nivel psicológico, nos recuerda nuestra fragilidad física y también psicológica. Hemos perdido el papel protagonista que teníamos en nuestra propia cosmovisión, claramente antropocéntrica (incluso narcisista), y nos damos cuenta de que esta vez no hacemos la historia, sino que somos hechos por ella; reducidos a ser, en el mejor de los casos, sus espectadores impotentes y aterrados, y en el peor, sus víctimas. La crisis nos obliga a dejar de ser culturalmente epicúreos –lo que no implica que abandonemos los placeres, pero sí la cultura del placer por el placer– para ser estoicos, aprendiendo a aceptar y gestionar el sufrimiento. No estábamos preparados porque, sencillamente, no podíamos estarlo.

¿Qué tipo de ciudadano global y, por tanto, de ciudadano español saldrá de esta crisis? Con el confinamiento, nuestra casa es la nueva frontera como expresión profiláctica de la identidad. Exiliados interiormente, estamos ante la materialización, aunque sea momentánea y a modo de ensayo, de un nuevo tipo de vida, de un hombre nuevo. El hombre red, el hombre digital, (que ya había nacido, y ahora se hace mayor de edad). O si queremos, y no sin una cierta ironía, del ciudadano sin ciudad.

Porque lo cierto es que, privados de nuestra dimensión espacial y urbana, la ciudadanía se ejerce ahora en las redes sociales, el único canal disponible para socializamos, para encontrarnos y hablar con los otros. Facebook, Twitter o Instagram son en estos momentos nuestra calle, plaza o bar. Nada sustituye a las redes sociales en esa función socializadora: ni la televisión (unidireccional) ni el teléfono, que reservamos para la familia y el trabajo. A través de esas mismas redes nos hemos convocado a aplaudir cada noche desde nuestros balcones, como faros sonoros que parecen emitir señales desde un pasado al que queremos volver. Durante ese cuarto de hora, el consumo de datos baja un 10% en todo el país, para repuntar justo después, porque compartir el aplauso es tan importante como aplaudir. En España, el uso de Twitter en marzo casi se ha duplicado, mientras el resto de redes sociales aumenta en torno al 20%. #Covid19 y #coronavirus se han convertido en los dos hashtags más utilizados, superando los cinco millones de menciones entre los dos. #yomequedoencasa y #quedateencasa van detrás. Estas son las calles por las que ahora transitamos y en las que nos encontramos. Un análisis detallado de contenidos, realizado por Sigma Dos desde que comenzó la pandemia, parece indicar que, superada la fase inicial del impacto de la noticia, los españoles estamos utilizando las redes más para compartir la experiencia humana del confinamiento que para buscar información, algo que sí reservamos a los medios de comunicación tradicionales, que emergen como fuentes fiables en un entorno de ansiedad.

Esta intermediación tecnológica de la realidad social siempre ha suscitado recelos. Los tecnófobos (apocalípticos, que diría Umberto Eco) nos alertan de que las tecnologías de la comunicación no configuran la realidad, sino que son una fábula (o relato) que nos empuja a una experiencia no auténtica. Cabe oponer que el mito de la técnica deshumanizante es también una fábula. Nunca ha existido una experiencia sin técnica, verdadero marco de toda vivencia humana. ¿Qué son la calle, la plaza o el bar, sino técnicas sociales surgidas en un momento determinado ante un tipo de configuración social concreta?

Vivir en las redes no es vivir una realidad inauténtica. Vivimos, sencillamente, en otra realidad tan real como la anterior. Aunque diferente, eso sí. Estamos en tránsito. Es aquí donde emerge el nuevo hombre red. Cabe plantearse si el ciudadano postCovid será diferente al de antes. ¿Estamos ante el renacer del mito de un ciudadano-español Prometeo, mejorado, más sociable y humanista, o frente a un nuevo Robinson Crusoe individualista y autosuficiente, solo relacionado con el mundo digitalmente desde la isla de su habitáculo? Son solo dos entre las muchas opciones. La respuesta la encontraremos en el océano de las redes. Y en nosotros mismos.

Antonio Asencio es director de comunicación y estrategia de Sigma Dos.

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