La clase muerta

La muy turística isla venezolana de Margarita, que no escapa a la merma de los servicios públicos del país –hoteles que luchan por tener agua y generadores propios de electricidad–, se jacta de poseer una larga y rectilínea costa oriental con las más deslumbrantes playas. Esa línea prodigiosa termina en un punto singular, llamado Cabo Negro, que se caracteriza por dos montículos gemelos que se apartan de la tierra madre por una lengua de arena. El visitante que viene por un camino pedregoso desde Puerto Real o navega desde la bahía de Manzanillo descubrirá una extrañeza geológica: esa lengua de arena es bañada por dos mares: el del norte, más de corte oceánico y con olas bien formadas, y el del sur, más llano y con oleaje desordenado. Quien quiera temperaturas más frías, puede caminar tres pasos y sumergirse en la costa del norte, pero quien quiera más calidez para sus brazos y piernas, puede flotar en la llaneza del sur. Ese paraíso breve, apetecido por propios y extraños, fue intervenido militarmente el pasado sábado 26 de marzo, en plena Semana Santa. ¿Las razones? Según los soldados de la Guardia Nacional, apostados desde muy temprano, se trataba de un “plan operativo diseñado desde Caracas”. Sin embargo, los muy sagaces pescadores de Manzanillo, acostumbrados a transportar pasajeros en peñeros, tenían otra creencia: un ministro de nombre reservado había mandado a acordonar el cabo para su disfrute personal.

Son escenas que se repiten: la clase militar venezolana irrumpiendo en cualquier escenario civil y distorsionando los modos y costumbres. Más sonoro que el episodio de Cabo Negro, en la misma isla de Margarita, fue el desalojo de presos de la cárcel de San Antonio, ocurrido el pasado 24 de febrero. Los estrategas del “operativo”, que clausuró autopistas y paralizó el tráfico insular, no encontraron otro medio para llevar a los reclusos a cárceles de tierra firme que intervenir a todas las navieras que transportan pasajeros, vehículos y mercancías. Sencillamente llegaron a Punta de Piedras, puerto comercial de la isla, y dispusieron de todos los ferrys y embarcaciones a la vista, alterando horarios y planes de viaje de miles de temporadistas. Nadie se atrevió a preguntar, por supuesto, si algún buque de la Armada podía prestar apoyo, pero esa iniciativa no la pensó ningún responsable del “operativo”.

Un importante historiador venezolano, Ramón J. Velásquez, quien debió completar la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez, derrocado por los polvos que aventó un paracaidista golpista en 1992, llegó a afirmar que un cadáver que pensábamos bien enterrado en el siglo XIX, el del militarismo, resucitaba en la cotidianidad venezolana. Desde entonces, el estamento civil vive arrinconado frente a quienes son los verdaderos detentores del poder. A esa clase militar que se engrandeció en tiempos de Independencia, no le bastó el muy enguerrillado siglo XIX para volver a los cuarteles y desterrar sus apetencias políticas. Quién sabe si solamente Rómulo Betancourt –y para prueba está su libro Venezuela, política y petróleo– vio la compleja herencia del militarismo y, ya en democracia, procuró hacer de la renovada Escuela Militar un patio de adecentamiento republicano, esto es, poner a la clase militar bajo la conducción del mundo civil.

La vuelta de los militares que propiciaron los golpes de 1992 y perpetúan los gobiernos “bolivarianos”, sin embargo, ha hecho mella en una institución que, hasta tiempos democráticos, junto a la iglesia y a las universidades nacionales, gozaba del mayor aprecio de la colectividad. El poder suele corromper y la oficialidad que ha estado en puestos de gobierno no ha resistido los efluvios del dinero fácil y siempre mal habido, hasta hundirse en los mundos tenebrosos del narcotráfico y el lavado. Con razón los estudiantes que hacían pintas callejeras en tiempos de movilizaciones, solían alterar el lema de la Guardia Nacional –“El honor es nuestra divisa”– por el más ocurrente de “El honor ni se divisa”. Y ciertamente el honor ha desaparecido, pues en todas las mediciones actuales, la clase militar goza de pésima percepción.

En tiempos de democracia, entre los años 70 y 80, Caracas contó con un espléndido Festival Internacional de Teatro que reunía anualmente a las grandes compañías del mundo. Una de ellas, la del maestro polaco Tadeusz Kantor, presentó una pieza inolvidable: “La clase muerta”. Escolares adultos que sólo gesticulaban y murmuraban ante un maestro indiferente, sufrían por la desatención y la indiferencia. No sé por qué en estos días he recordado aquellas imágenes y pensado que nuestra clase militar también está muerta, al menos para los venezolanos. Cuando en los venideros tiempos de renovación y reconducción republicana les toque gesticular y llamar la atención, lo único que hallarán en la audiencia nacional será desatención e indiferencia.

Antonio López Ortega es escritor y editor venezolano

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