La cobardía de ERC

En la década de los 30, Esquerra Republicana fue el partido nacionalista más votado en Cataluña. Un antiguo esplendor que muchos militantes tenían muy presente. Por eso, desde el regreso de la democracia, anhelaban reverdecer los viejos laureles. Y, por primera vez, en unas elecciones a la presidencia de la Generalitat, lo consiguieron el pasado 14 de febrero.

Después de una victoria emblemática, aunque solo sea respecto a su principal competidor, la dirección de cualquier partido debería plantearse si tiene perspectivas de ser efímera o repetitiva. No obstante, es bastante inusual que lo haga, pues generalmente presume ante la militancia del logro conseguido y evita analizar si unas favorables circunstancias, más que el buen trabajo realizado, le permitieron obtenerla.

La cobardía de ERCLo último es exactamente lo que hizo Ciudadanos, después de ganar las elecciones al Parlament el 21 de diciembre de 2017. Un análisis certero hubiera detectado que una sustancial parte de los sufragios eran prestados. Por tanto, en los siguientes años, el partido tenía el reto de convertir los votantes temporales en fieles. La favorable coyuntura le daba la oportunidad de ser contemplado por los electores como un partido de gobierno en lugar de solo oposición, transformar unos líderes activistas en estadistas y lograr una gran expansión territorial del partido. No efectuó ninguna de las anteriores acciones y los votantes le castigaron duramente en los siguientes comicios, pues solo consiguió mantener el 17% de sus escaños: pasando de 36 a seis.

En el caso de Esquerra, la principal reflexión es si aprovechar la coyuntura actual para eliminar o dejar muy diezmados a sus principales rivales. Éstos no suelen ser los más votados de una ideología opuesta, sino los que tienen un programa más parecido al suyo. Cuando los electores cambian su voto, decepcionados con el partido al que previamente dieron su confianza, normalmente eligen otro con propuestas bastantes similares al anterior.

Las mayorías absolutas holgadas del PSOE en 1982 y 1986 viene explicadas en gran parte por el hundimiento de sus partidos frontera. En un flanco UCD y CDS, en el otro PCE e Izquierda Unida. Si el principal representante de uno y otro lado hubiera obtenido en ambas elecciones más de 25 diputados, Felipe González difícilmente habría conseguido más de 175 escaños.

En las elecciones autonómicas catalanas, especialmente desde el inicio del procés, los votantes se han dividido en dos bloques casi sin fisuras: constitucionalistas e independentistas. Las propuestas tradicionales, propias de formaciones de derecha e izquierda, son contempladas por la mayoría de ellos como complementos de escasa importancia de la oferta electoral.

Por tanto, los grandes rivales de Esquerra son las múltiples formaciones en que se ha dividido la antigua coalición Convergència i Unió. Casi todas son irrelevantes, excepto el buque insignia de los sucesores: Junts per Catalunya. Un partido muy diferente a los tradicionales, cuyo único activo es Carles Puigdemont, siendo éste un pasivo insuperable en casi cualquier otro lugar del mundo. Sin embargo, en términos electorales, Cataluña es un territorio con denominación de origen.

Por dicho motivo, Junts es un partido cesarista, cuyos principales secundarios son antiguos políticos convergentes, activistas e incluso algunos frikis. A ellos no les une una ideología concreta, aunque la inmensa mayoría son de derechas, sino la ilusión de prosperar o mantener los privilegios logrados. La desaparición de la escena política de su actual líder probablemente comportaría la defunción de la formación. A pesar de residir en Waterloo, su gran influencia sobre el anterior Gobierno catalán, los medios de comunicación públicos y numerosos privados explican su elevada popularidad entre una sustancial parte de la población.

Para numerosos catalanes, la anterior ascendencia transforma una visión (él es el presidente legítimo), unas hazañas (los grandes desafíos que realiza al Estado español) y unas promesas (la consecución de una rápida independencia unilateral) propias de una novela de caballería en viables a corto plazo. Únicamente bajo dicho prisma es explicable que un presidente de la Generalitat, que huyó de Cataluña en un maletero de un coche, sea preferido por una parte de los catalanes independentistas a un vicepresidente que se quedó y respondió de sus actos ante la justicia.

El anterior relato será muy difícil de desmontar si algunos consejeros del próximo Ejecutivo catalán provienen de Junts per Catalunya, pues Puigdemont ni aceptará ser olvidado ni convertirse en un actor secundario. A través del Consell per la República o cualquier otro artilugio similar, pretenderá marcar las directrices a seguir por el Govern e intentará que Pere Aragonès sea Quim Torra bis (un presidente títere).

Las consecuencias de un nuevo Ejecutivo de coalición entre Esquerra y Junts son sobradamente conocidas por los dirigentes del primer partido: grandes discrepancias, nula coordinación y deficiente gestión. Previsiblemente, la legislatura será corta, las zancadillas de Puigdemont continuas y considerable la erosión sufrida por la formación de Oriol Junqueras. Excepto gran sorpresa, Cataluña quedará atrapada en el tiempo como estaba Bill Murray en la película con dicho título. Sin embargo, su final feliz será sustituido por uno muy decepcionante.

Por tanto, los líderes de Esquerra deben elegir entre ser valientes o cobardes. Si son lo primero, han de desechar formar un gobierno con Junts y optar por integrarlo en solitario, con apoyos parlamentarios puntuales del PSC y los Comunes. De esta manera, mostrarán con hechos lo que dicen que son de palabra: un partido transversal.

Los beneficios para ellos serían múltiples, pues podrán demostrar su autoproclamada capacidad de gestión, aprovecharse de los beneficios que traerá a Cataluña el maná de los fondos europeos y eliminar o diezmar notablemente a Junts. Un partido que sin la argamasa proporcionada por el poder difícilmente resistirá cuatro años en la oposición sin dividirse en varios grupos.

No obstante, en los últimos tiempos la valentía no ha sido una de las principales cualidades de los dirigentes de Esquerra. No hicieron nada para abortar una declaración surrealista de independencia, una mínima presión les llevó a renunciar a la posibilidad de formar gobierno con el PSC y su relato público, a rebufo del realizado por Junts, dista mucho del privado.

Dichos líderes saben perfectamente que la independencia no es posible ni a corto ni a medio plazo. Ni posee el suficiente apoyo popular, ni el Estado les va a ofrecer la posibilidad de realizar un referéndum, ni tendrán ningún reconocimiento internacional, si optan por la declaración unilateral, tal y como les exige Junts.

Son conscientes de que no les queda más remedio que pasar página, intentar que el Gobierno de España otorgue en los próximos meses el indulto a los líderes que están en prisión y disfrutar de la presidencia de la Generalitat durante mucho tiempo. Desde hace 40 años, este último es un sueño que finalmente pueden convertir en realidad.

Pese a ello, tienen miedo. A perder apoyo popular, a volver a ser un partido secundario, a pasar de escuchar los vítores de la población a oír silbidos y ser considerados traidores por una parte de ella un día tras otro. En realidad, creen que serán incapaces de imponer su relato y tienen pánico a que los votantes independentistas prefieran el falso idealismo de Junts al pragmatismo de Esquerra.

En definitiva, la reciente victoria electoral parcial no ha servido a los dirigentes de Esquerra para sacarse de encima su complejo de inferioridad. Antes respecto a Convergència, actualmente en relación a Junts. Su sueño histórico siempre fue sustituir a la primera en el corazón de los catalanes nacionalistas e independentistas.

Ahora tienen la posibilidad de hacerlo, pero dicho complejo les convierte en cobardes y les impide volar solos. Una mala decisión para el partido y una peor para Cataluña. La mejor para nuestra tierra sería la rotura en diversas partes de los bloques constitucionalista e independentista. Al menos para mí, supondría el inicio de una ansiada reconciliación.

Gonzalo Bernardos es profesor de Economía de la Universidad de Barcelona.

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