La cocina del diablo

Cualquier análisis histórico objetivo ha de reconocer a Mariano Rajoy el inmenso mérito de haber estabilizado y recuperado la economía española tras el naufragio de Zapatero. Pero en su balance constará también la débil reacción ante el desafío del separatismo insurrecto, la falta de visión para valorar el alcance de la irrupción de nuevos partidos como Ciudadanos y Podemos, su calamitoso desprecio por la opinión pública y, sobre todo, la permisividad con la corrupción de colaboradores más o menos directos; factores todos ellos que dilapidaron su amplísima mayoría y terminaron por sacarlo del Gobierno en una moción de censura que ni vio venir ni combatió con suficiente denuedo. Todo eso ya es historia y lo que ha sucedido luego provoca en muchos ciudadanos incluso añoranza de sus peores defectos; sin embargo, por alguna rara razón su sombra política continúa presente como la de un Cid que ganase y perdiese batallas después de políticamente muerto. Por una parte, a los dos años de su salida del poder sigue vigente su último Presupuesto; por otra, su legado negativo proyecta sobre sus herederos salpicaduras de sospecha que amenazan cualquier intento de reconstrucción del proyecto.

El llamado caso Kitchen, aún en curso procesalmente embrionario, contiene todos los indicios de una gravísima trama ilegal de espionaje de Estado. La posibilidad de que un ministro del Interior ordenase a policías bajo su mando -entre ellos el turbio Villarejo, protagonista de una ominosa secuencia de escándalos- investigar al corrupto extesorero Bárcenas para eliminar pruebas de cargo constituye una hipótesis inaceptable en cualquier sistema democrático. Y más allá de que la justicia depure responsabilidades de los hechos que considere acreditados, representa un evidente obstáculo para la consolidación del actual liderazgo de un partido secuestrado por los demonios de su todavía reciente mandato. La presunción de inocencia está vigente en el plano penal pero en el político queda el evidente rastro de una operación en la que agentes retribuidos con fondos reservados escudriñaron a un funcionario desleal del Partido Popular para poner sus secretos a salvo. Y deja, entre documentos robados y ordenadores destruidos a martillazos, el barrunto fundado de que un Gobierno en apuros utilizó injustificables atajos para infiltrar informantes irregulares en la cocina del diablo.

Le guste o no, el asunto sitúa a Pablo Casado ante una tesitura crítica: la de su propia libertad para encabezar una alternativa con capacidad de construir una mayoría frente a la calamitosa alianza social-podemita-nacionalista que puede arrastrar al país a la ruina. Su primera reacción ha sido meramente instintiva: alegar que en la época de los hechos sólo era un diputado de segunda fila. No va a bastar. En primer lugar porque omite que poco tiempo después se convirtió en portavoz de la ejecutiva marianista, y en segundo porque no es él -«su persona», que diría Sánchez- el objetivo de la ofensiva que la izquierda va a desatar a través de su potente hegemonía comunicativa, sino la marca genérica del PP, su reputación corporativa como organización digna de confianza política. El joven líder de la derecha sólo podrá zafarse de esta trampa imprevista si renuncia con valentía a toda clase de rémoras internas e intrigas partidistas y actúa con la luz larga y la espada flamígera de una exhibición contundente de autonomía.

Va a ser duro. El bloque gubernamental ya ha decidido que, al margen de las pesquisas judiciales, Rajoy, Cospedal, el desastroso Fernández Díaz y la antigua cúpula del partido desfilen por una comisión parlamentaria que ya tiene anticipado su veredicto y construido el patíbulo. Al tiempo, el PSOE y Podemos han impedido que la formación de Iglesias haga el mismo paseíllo para explicar su dudosa financiación, el episodio de complicidad con ciertos fiscales amigos y el espinoso expediente del caso Dina y sus comprometedores archivos destruidos. No se trata ya de un doble rasero, sino de un sistema unilateral de arbitraje ético en el que sólo ellos se atribuyen los valores correctos. Y disponen de la capacidad de administrar los tiempos para que la oposición pase la legislatura achicharrándose en el tostadero.

Ante ese proyecto de liquidación más drástico que el tradicional cordón sanitario, Casado sólo tiene el recurso del arrojo expeditivo. No puede esperar a que lo cerquen las llamas para actuar como un bombero que llega tarde a apagar el incendio en su propio edificio. Ha de anticiparse a los acontecimientos y actuar con rigor decidido, como hizo el Rey cuando atisbó las maniobras desestabilizadoras que ponían la Corona en peligro. El día en que decidió presentarse a presidir el PP asumió, sabiéndolo o no, que no era un puesto ni una circunstancia para hacer amigos. Su responsabilidad no es con el pasado de su partido sino con el futuro de los españoles que confían en el modelo de sociedad y de convivencia que representa el liberalismo. Y ese modelo tiene en la honestidad y la ejemplaridad la clave de su prestigio y la razón de su destino. No caben excepciones ni sentimientos ni titubeos en ese camino; así lo entendió Felipe VI al tomar la durísima decisión de enviar a su propio padre al exilio.

Alguna vez alguien tendrá que cambiar el paradigma de autoexculpación con que la dirigencia pública afronta los escándalos. Que yo no estaba, que los hechos no han sido juzgados, que se trata de una maniobra de desgaste de los adversarios. Todo eso es verdad también en este caso, tan cierto como las terribles evidencias de órdenes intolerables -de dar y de cumplir- que transparentan los audios y sms filtrados. Kitchen es la herramienta con que un Gobierno de vocación y talante autoritarios pretende sacar definitivamente a la derecha liberal del campo. Pero el problema es que existe una carga indiciaria con muy malos trazos para armar una defensa sobre los argumentos clásicos. Antes de que la enorme máquina propagandística del poder lo deje acorralado, Casado tiene la oportunidad de tomar la iniciativa y ganarse la autoridad y el liderazgo que muchos de sus sectores naturales de apoyo le siguen cuestionando.

Ignacio Camacho

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