La codicia como mal menor

Leszek Kolakoswski falleció a mediados de julio, sigilosamente y sin que la prensa, máxime la española, se diera apenas por enterada. Los fastos con que hace semanas se celebró la caída del muro de Berlín no han servido para remediar la omisión. «El tiempo aprieta a los muertos en el olvido», escribió Tasso en el canto último de la Gerusalemme liberata. Pero no, no es tolerable que dejemos pasar este año del gracia del 2009 -un año desparramado, avieso y tristísimo- sin rendir un homenaje último a Kolakowski. Kolakowski hizo aportaciones decisivas a la comprensión del primer Marx y publicó estudios memorables sobre las ramificaciones sectarias del cristianismo heterodoxo. Mucho más importante: por encima de la erudición y de las hazañas librescas, fue un hombre íntegro y un testigo.

Enemistado con el régimen comunista polaco en el 68, se transpuso a Montreal y los Estados Unidos y luego sentó sus reales en Oxford. No padeció las tentaciones mesiánicas de Soljenitsin, y a diferencia de Hayek, prefirió no extraer del desastre del comunismo un antídoto milagroso para salvar a la Humanidad. Sus ensayos y artículos reflejan una sabrosa complejidad, una obstinada vocación lateral. Ello no quita para que pudiera ser mordaz, y en ocasiones, feroz. En 1989 publicó en el Times Literary Supplement un artículo sobre el thatcherismo al que dio por título «Greed is good for you» («La codicia le conviene»). Cito un párrafo impresionante: «Si dejando a un lado a la señora Thatcher, vamos a lo esencial de los dos fenómenos históricos conocidos como capitalismo y socialismo, podemos afirmar lo siguiente: el capitalismo es la naturaleza humana en acción, es decir, la codicia; el socialismo es un intento por asegurar la solidaridad humana valiéndose de la fuerza. Sin duda, la codicia es mala y la solidaridad es buena; pero tanto el sentido común como una evidencia histórica aplastante, sugieren que la vida es incomparablemente mejor para todos -incluidos los pobres- en una sociedad movida por la codicia que en sociedades basadas en la solidaridad obligatoria».

Nótese que no asevera Kolakowski que el capitalismo sea el summum bonum; no pretende, tan siquiera, que se trate de un sistema atractivo o simpático; se limita a observar que es mejor que el comunismo, y que, ante el dilema de elegir entre los dos, está claro dónde hay que poner el dedo. Por descontado existen, entre los modelos puros, zonas grises, intermedias. A ésas se apuntó Kolakowski, quien rehusó negar al socialismo, en sentido laxo, el pan y la sal. En un precioso ensayo breve recogido en la antología Modernity on Endless Trial, Kolakowski se declaró simultáneamente socialista, liberal y conservador. A los socialistas les concede que la libertad económica no puede ser absoluta. Pero apostilla que «poner límites a la libertad supone justamente eso, limitarla; no hermoseemos esa disminución invocando una forma de libertad superior» (la frase fue conmemorada recientemente por Tony Judt en una necrológica que dedicó a Kolakowski en la New York Review of Books). Advierte, polemizando ahora con los liberales, que el hecho de que la igualdad sea imposible, o incluso indeseable, no debe servir de coartada para resignarse ante cualquier clase de desigualdad. Por último, expone el punto de vista conservador. Existen multitud de costumbres cuya función no acertamos a comprender con claridad. No obstante, resultaría insensato borrarlas del mapa sólo porque no cuadran con un diseño racional de la sociedad. «Desconocemos» escribe Kolakowski, «lo que sucedería si se suprimiera la familia monógama o el viejo hábito de enterrar a los muertos se substituyese por el reciclado de éstos con fines industriales. Hay razones, me temo, para esperar lo peor».

El ensayo está encabezado por un título irónico: «Cómo ser liberal-conservador-socialista. Un credo». El apartado reservado al pensamiento conservador es especialmente interesante. ¿Por qué? Porque en él encontramos una censura simultánea del liberalismo y del socialismo, en sus versiones más crudas. Las trifulcas del siglo pasado, y el horror de los experimentos soviéticos o chinos, nos han hecho olvidar que socialismo y liberalismo tardaron mucho, muchísimo, en aparecer como categorías perfiladas y contrapuestas en el pensamiento europeo. Lo que suele observarse antes de que las aguas se dividieran a la altura, más o menos, de la Revolución francesa, es una tendencia acusada al utopismo entre filósofos y reformadores políticos. El utopismo alimentó la fantasía de que los grandes conflictos humanos consienten una solución sencilla y definitiva, e impulsó diseños de ingeniería social inspirados por lo que Pascal había denominado un siglo antes l´esprit de géométrie, el espíritu de geometría. Helvecio relata, a este respecto, un lance divertido. Cuenta que en cierta ocasión dieron a leer a un matemático la Ifigenia de Racine, y que el matemático la devolvió diciendo que no le interesaban los libros en los que no podía encontrarse una sola demostración. El pasado es al racionalista petulante, lo que la obra de Racine al matemático. La reflexión vale igualmente para los liberales que han erigido el mercado en su punto de referencia único.

El mercado es estupendo, asigna los recursos con mayor eficiencia que las economías planificadas, y frena la propensión de Leviatán a meterse en las casas de sus súbditos y ponerlos a todos en estado de revista. Pero una cosa es celebrar el mercado, y otra convertirlo en un fetiche. La vida colectiva es mucho más que un conjunto de productores y consumidores que operan atendiendo sólo a las leyes de la oferta y la demanda. Es tanto más, que no sabemos realmente qué es. Saber que no se sabe, obliga a una contención en los juicios y en las acciones poco grata a quienes quisieran encerrarlo todo en el perímetro de una fórmula perfecta. En último extremo, la noción de que el mercado es un mecanismo capaz de organizar por sí solo a la sociedad, está endeudada moralmente con el simplismo liquidador de la Ilustración dogmática.

Dentro de la especie política, la variedad más dañina está compuesta sin duda por quienes juegan a reinventar al ciudadano desde la posición preeminente que les ha concedido la intriga, la violencia, o el voto democrático -sí, el voto democrático: las ejecutorias fetén no avalan por fuerza a la persona-. El azar de su nacimiento estrelló a Kolakowski contra el brote más monstruoso del utopismo ilustrado: el socialismo real. Pocas líneas antes de llegar a su proclama final, el Manifiesto Comunista reza así: «Los comunistas apoyan todo movimiento revolucionario que tenga por objeto derribar el orden actual de las cosas, en lo político y lo social». En qué concluyó esa promesa de salvación absoluta, lo sabemos ya. Kolakowski, gran estudioso, como se ha dicho, del Marx temprano, vio a la criatura de cerca y quedó vacunado para siempre contra el peligro que en sí esconden los adanismos políticos. Las principales corrientes del marxismo, la obra magna de Kolakowski, se cierra con un aviso a navegantes: «El endiosamiento del hombre, al que el marxismo dio expresión, termina como todos los intentos personales o colectivos de endiosamiento: como una escenificación, en clave de farsa, de la insuficiencia humana». Se empieza creyendo en el Brillante Porvenir, y se termina administrando la tiranía. Voltereta infausta, que los hombres han repetido una y otra vez a lo largo del tiempo. A Isaiah Berlin le gustaba citar una frase de Kant: «De la madera viciada con que está hecha la Humanidad, no se puede sacar nada a derechas». Todo lo más, ir tirando. Habría añadido Kolakowski, cuando aún soportaba en Polonia las bendiciones del socialismo real: los que quieran saber lo que la ebanistería da de sí, que se pasen a este lado del muro.

Álvaro Delgado-Gal