La cofradía de la pirueta es una novela de Emilio Carrere, anterior en diez años a Luces de bohemia, el deslumbrante sainete de Valle Inclán. Las dos obras tratan de lo mismo, la desmangada bohemia madrileña de principios del siglo XX: literatos, sablistas y borrachuzos en permanente equilibrio inestable y más o menos simpáticos (hasta que no: Pedro Luis de Gálvez, chequista). Cada vez que el Ministerio de Cultura despacha una medida dirigida a los jóvenes resulta imposible dejar de hacer la trasposición, y se acuerda uno de Carrere, y se dice: pobres, quieren perpetuar en ellos la cofradía de la piruleta. Acaba ese ministerio de anunciar, por tercer año consecutivo, el «Bono Cultural Joven», 400 euros, para aquellos que cumplan este año los 18: «Según datos del Instituto Nacional de Estadística, más de 525.000 potenciales beneficiarios en todo el país» (encuentro en otra fuente la cifra de 482.957 para los nacidos en España en 2006; más de 40.000 de diferencia entre ambas, que a 400 euros por bono da la estimable cantidad de 16 millones de euros. Seguro que eso tendrá una explicación. Además, ¿qué son 16 millones comparados con los 210 presupuestados ya por el Ministerio para ese menester, o con los 15.000 millones que van a condonar a los catalanes?).
En 2022, nos informa el Ministerio -esta vez sí muy stendhalianamente, o sea, con detalles exactos-, se beneficiaron 227.607 personas y en 2023, 319.237. Se establecen también las pautas del gasto: «100 euros para productos físicos, por ejemplo libros, prensa o discos»; «100 euros para productos digitales, como suscripciones a plataformas, prensa digital, podcast o videojuegos en línea»; y «200 euros para artes escénicas, teatro, ópera, cine, danza, museos..».. «Los jóvenes disponen de un año para utilizar los 400 euros en productos o servicios culturales en los establecimientos adheridos, que ya superan los 3.300 en toda España». ¿Adheridos, como antaño al caudillo?
Querría uno saber más cosas y con detalle. Por ejemplo, porcentaje de beneficiados de ciudad y de medios rurales (y preguntar a estos últimos en qué teatros, óperas y museos han podido gastar los 200 euros de su bono). O cuántos destinaron los 100 euros a videojuegos o a la prensa digital (¿también la «seudoprensa»?). O en fin, cuántos de esos euros se llevaron qué discos, qué prensa y qué libros. Jamás harán públicos estos datos. Desde luego que a nadie se le escapa que el bono cultural, como la rebaja en el precio de los billetes de tren este verano a los jóvenes, es un modo de cautivar sus votos o los de quienes se beneficien de esos 210 millones de euros. ¿Cómo no va a ser de izquierdas la cultura? Ese ha sido desde siempre el estatuto del cacique (hoy populismo). Y ya se está uno imaginando la protesta: ¡el colmo, quitarles a los jóvenes la cultura!
Pues en cierto modo sí, si se les da de esta manera. Tendríamos que saber de qué hablamos cuando decimos cultura. ¿Puede equipararse un videojuego en línea a La educación sentimental, Cumbres borrascosas o La isla del tesoro, novelas indicadísimas para quienes quieran entrar con buen pie en la edad adulta? «Menos cultura y más cultivo», decía JRJiménez, tan institucionista. Verán, la cultura ha costado a menudo sangre, sudor y lágrimas, en primer lugar a quienes la han creado, los autores. La cofradía de la pirueta. Hambre, penalidades, desequilibrios mentales, alcoholismo, soledad, incomprensión.
Casi siempre, fracaso. Ese misterio, decía Leopardi, la paradoja: que lo que nació de un dolor profundo sirviera a otros de bálsamo, exaltación y júbilo. Y no menos quebraderos les ha causado a veces a sus guardianes durante siglos, esa tropa de valientes anónimos que arriesgarían su vida por conservar las obras de arte. Los retrató François Truffaut de manera memorable en Fahrenheit 451. A veces el heroísmo es silencioso y gris: pensemos en tantos libreros y bibliotecarios entregados en alma y cuerpo a los happy few, sin mayor premio que el deber cumplido, y en tantos actores, músicos y artistas errantes y soñadores, conscientes y orgullosos de que en su pobreza está su libertad, y viceversa...
Por supuesto: han de ponerse al alcance de todos los ciudadanos, sin distinción de clase, creencias o sexo, los medios para acceder a la cultura (el cultivo del que hablaba JRJ ha de ser universal y gratuito), pero no se puede regalar. No puede hacerse de la cultura el derecho del vago, el juguete del aburrido o el privilegio exclusivo de quien pueda comprarla. La cultura es el premio que ha de concederse cada cual a su propio esfuerzo. La cultura para quien la trabaja, diríamos a la manera del anarquista Anselmo Lorenzo. No hay otra. Además, cuando es «gratis total» pierde en muchos parte de su efecto benéfico, como parece que sucede con el sicoanálisis que no pasa antes por caja (según Lacan).
Tiene Natalia Ginzburg un ensayo precioso: Las pequeñas virtudes, o el arte de enseñar a los niños a gastar de modo desinteresado y jovial el dinero que se les da, frente a quienes lo administran de manera mezquina y con cálculo avieso. Así acaba de volverlo a hacer el Ministerio de Cultura, por cofradía de la piruleta interpuesta. Esos 210 millones se están gastando contra la cultura: solo son un panem et circenses. Porque si el dinero es solo gasto, no sirve, y si la cultura es únicamente entretenimiento, tampoco; quieren convertirla en el opio del pueblo.
Andrés Trapiello, escritor.