La cohesión social y la protección del planeta bajo la justicia contencioso-administrativa

Según la Constitución y las leyes, el ejercicio de la potestad jurisdiccional atribuida al poder judicial corresponde exclusivamente a los juzgados y tribunales determinados por las leyes, las cuales establecen la competencia y los procedimientos que aquellos deben observar en los cinco órdenes jurisdiccionales que nuestro ordenamiento jurídico prevé: civil, penal, contencioso-administrativo, laboral y militar. Cada uno de esos órdenes concluye en el Tribunal Supremo, el superior de todos los tribunales, salvo lo dispuesto en materia de garantías constitucionales.

Estas consideraciones se refieren a las funciones propias del orden contencioso-administrativo y se proponen reflexionar sobre la naturaleza de los litigios que en ella se resuelven y sobre la incidencia que las transformaciones que están produciéndose en el mundo entero pueden tener en el futuro, especialmente considerando que a partir de la vigencia de la Constitución en 1978 la demanda de justicia por los titulares de derechos e intereses legítimos ha tenido un crecimiento exponencial en todos los órdenes judiciales y, particularmente, en el que hemos elegido como objeto de ese trabajo.

El ordenamiento jurídico hace a los juzgados y tribunales de ese orden garantes, no de forma exclusiva pero sí en medida principal (siempre a salvo las atribuciones del Tribunal Constitucional y las de los jueces de otros órdenes jurisdiccionales), de la fiabilidad de los procedimientos electorales a través de los cuales se hace real el Estado democrático, del aseguramiento de que la razón de Estado sea siempre una razón de legalidad, de la reparación de las injustas lesiones que las administraciones públicas pueden causar con ocasión de su funcionamiento, del cumplimiento de las obligaciones tributarias y de las cargas públicas que el derecho impone, de la conservación de los bienes demaniales, de la observación de los límites a las posiciones de dominio de los mercados para la protección de la competencia, de los derechos y cumplimiento de las obligaciones de quienes, procedentes de otros países o continentes, aspiren a vivir dentro de nuestro territorio nacional, de la protección de un desarrollo sostenible, del crecimiento ordenado de las ciudades, paisajes incluidos, en términos compatibles con la primacía de los derechos de las personas que habitan en ellas, de la observancia de las normas para la protección de la salud pública. Relación no exhaustiva, pues de inmediato hay que resaltar que, entre tales atribuciones, ocupan hoy un lugar crecientemente importante las relativas al aseguramiento de que la distribución de los costes inherentes a las transformaciones derivadas de la descarbonización y la digitalización del sistema económico se produzcan en los términos de justicia establecidos por el legislador democrático, impidiendo alteraciones que en ellas pretendan introducir los que están llamados por la ley a su cumplimiento. No se trata de tomar partido por unos u otros intereses en pugna. Se trata exclusivamente de hacer cumplir la ley democrática.

Lo mismo sucede con la función de garantizar que los sacrificios exigibles a los habitantes de determinados territorios —los más golpeados por el cambio climático— o titulares de unas competencias profesionales obsolescentes a consecuencia de las modificaciones que la competitividad exige introducir en los sistemas productivos tengan lugar en las condiciones equilibradoras que el legislador establezca de acuerdo con los mandatos constitucionales y conforme a la naturaleza de España como Estado social.

Dicho con otras palabras, a la justicia contencioso-administrativa le corresponde una buena parte de la responsabilidad (todos los poderes son responsables, según el artículo 9.3 de la Constitución) de que el desenvolvimiento de los cambios que los nuevos sistemas de vida promueven se produzcan con respeto de los derechos de los más débiles, esto es, de los que se hallen en peores situaciones laborales, sanitarias, culturales, científicas, lingüísticas, económicas o geográficas.

Fácil resulta comprender que el desempeño de estas responsabilidades sitúa al juez contencioso-administrativo en posición idónea para la preservación de la cohesión social y la protección del planeta. Se hace así actor esencial del enjuiciamiento y resolución de las controversias derivadas de desigualdades con orígenes en situaciones negatorias de los valores superiores del ordenamiento jurídico —que son los de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político— o desconocedoras de mandatos constitucionales que establecen que toda la riqueza del país en sus distintas manifestaciones, y sea cual fuese su titularidad, está subordinada al interés general, precepto constitucional tan de importante y necesitada recordación como el que establece que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio” (artículos 128.1 y 31 de la Constitución).

Sucede que, en circunstancias excepcionales, los Estados democráticos se ven en la necesidad —que las constituciones prevén— de adaptar sus procedimientos de actuación a situaciones de emergencia para que la satisfacción de los intereses públicos no se frustre ni se impida ni se retrase. Se trata, sí, de una adaptación no de una supresión de los controles que deben permanecer activos, de modo que se evite el aprovechamiento de la excepcionalidad para la consecución de fines ilícitos. A la jurisdicción contencioso-administrativa igualmente está encomendada la garantía de que esos controles sean observados. Lo cual es exigible tanto en la fase preparatoria de las medidas idóneas para la solución de los problemas como en la de su efectiva ejecución. Los principios constitucionales de eficacia y eficiencia en la gestión y en el gasto público y el sometimiento pleno durante esos tiempos a la ley y al derecho siguen operando sin solución de continuidad.

Parece conveniente conectar el recto ejercicio de atribuciones tan relevantes con algunos principios y valores que no conviene olvidar. Me refiero a los del mérito y la capacidad como ordenadores de la función pública, cuya justa aplicación permite alcanzar altos niveles de acuerdo en ámbitos institucionales necesitados de decisiones que todos respeten y acepten. El servicio a los intereses generales es, quizá, uno de los compromisos más dignos que cualquier persona puede contraer. Su contenido esencial está constituido mucho más por exigencias y obligaciones que por compensaciones y derechos. En eso radica su virtud, su fuerza moral. Hay actitudes profesionales conectadas con aquellos valores cuya bondad está acreditada por la experiencia. Me refiero a la necesidad de esforzarse hasta el límite de lo posible por entender el profundo sentido principalmente humano de los problemas que los litigios plantean, llevando a la reflexión judicial personal o colectiva la completa visión de los argumentos confrontados, de las normas en contraste, de los hechos determinantes, de los intereses en colisión, poniendo en tensión toda la independiente e imparcial potestad jurisdiccional a la hora de juzgar en términos que consigan el grado más alto de justicia que la ley permita.

Las anteriores reflexiones han de ser entendidas dentro del ámbito que la Constitución establece para el poder judicial: la de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Esto es, sin invasión de las que la propia Constitución reserva a los poderes legislativos y ejecutivos españoles y europeos. Comparto lo que el gran magistrado del Tribunal Supremo del Reino Unido, Jonathan Sumption, escribe en su obra Juicios de Estado. La ley y la decadencia de la política. Dice así: “La resolución por parte de los tribunales de cuestiones políticas también socavaría la única gran ventaja del proceso político, que consiste en conciliar los intereses y opiniones divergentes de los ciudadanos. Cierto es que la política no siempre realiza bien esa función…, pero los jueces nunca serán capaces de hacerlo… Los litigios no son un proceso consultivo o participativo. Son apelaciones a la ley. La ley es racional. La ley es coherente. La ley tiene coherencia, analítica y rigor”.

Fernando Ledesma Bartret es magistrado del Tribunal Supremo jubilado y consejero permanente de Estado.

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