La cólera de Aquiles

Quienes hablan de liquidar el «régimen de la Transición» no se refieren solamente a una trama de instituciones, un orden de garantías y un campo de libertades que los españoles izamos como sistema constitucional y símbolo de la superación de cuarenta años de escasa ejemplaridad nacional. Tampoco aluden a la firmeza con la que quisimos entonces escapar de esa maliciosa reputación de comunidad sin futuro, que no se soportaba a sí misma y que había hecho de su falta de conciencia patriótica y de su pobre solidaridad nacional su forma de vida. Lo que niegan estos descubridores de mediterráneos resecos, estos torvos muchachos que no son jóvenes, sino que carecen de una edad verdadera al cabalgar las viejas pesadillas de Occidente sin disponer siquiera de la ingenuidad con que fueron soñadas por las generaciones anteriores, es el principio mismo de la reconciliación nacional, sobre el que se consiguió levantar el orden político que rechazan.

Todos aquellos que tenemos edad para recordarlo; todos los que poseen recursos intelectuales para conocerlo; todo el que disponga de suficiente inteligencia emocional para apreciarlo sabemos que la Transición fue algo más que la organización de un nuevo «régimen». Fue, antes que nada, una actitud, un ejercicio de voluntad, una profunda convicción del posible rescate del destino de España. Un acto de fe y de razón, de apasionada disposición a superar dolencias crónicas y de meditada aptitud para emprender la reconstrucción moral de nuestra patria. Había que situar España en un territorio que dejara de compensar su inconsistencia cívica con hipertrofias nacionalistas. Porque de eso se trataba: de recrear una España con conciencia de su realidad histórica, un espacio plural tejido a lo largo de los siglos, en el que nunca más hallarían cobijo ni las discriminaciones ni las torpes teorías sobre el grado de españolidad de cada uno.

La aspiración era abordar en común un proyecto que nos devolviera la confianza en nosotros mismos, alejando los errores trágicos que nos condujeron a todos, y no solo a los vencidos, a una miseria moral cuya víctima propiciatoria fue la idea misma de España, el respeto a los compatriotas, la cultura compartida. Y también la seguridad de saber que no estamos a solas frente a la historia, sino que protege nuestra libertad y da significado a nuestras ilusiones el pertenecer a una sociedad moldeada por tradiciones irrevocables y una herencia de integración de múltiples generaciones.

A quienes nos escupen todo aquel tiempo a la cara y a la conciencia les resulta insoportable admitir que fue una época de tremenda generosidad, en la que las cosas tuvieron que hablarse, que negociarse, que llenarse de renuncias mutuas y de reconocimiento de la legitimidad de las ideas ajenas. El rencor les aturde, la rabia inmensa les sofoca la voz al asistir a aquel espectáculo de abnegación, en el que personas con profundas convicciones demostradas en dolorosos años de lucha, cárcel y exilio fueron capaces de tender la mano a quienes ya no consideraban enemigos. ¿A aquellos hombres buenos, a aquellos combatientes con causa, a aquellas vidas diezmadas por el sufrimiento va a dar alguna oscura lección de buenos modales revolucionarios esa pandilla de recién llegados, que ni siquiera han tenido tiempo para aprender lo que es la humildad de quienes nos devolvieron la paz social, la democracia política y la grandeza de espíritu? Quienes han irrumpido con altanería en nuestras instituciones olvidan cómo se ganaron a pulso las libertades: con el pulso firme de quienes conocieron la espantosa cicatriz que el siglo XX bordó en el cuerpo de España.

El debate de investidura volvió a mostrarnos la expresión más feroz de una lacra de carácter sobre la que nada apacible y duradero puede edificarse: el odio. En la tribuna de oradores, la forma y el contenido de algunos mensajes parecieron trasladar España entera a tiempos superados ya con inmenso esfuerzo cívico. El escenario pareció sumirse en nuestro peor pasado, cuando el insulto al adversario lo deshumanizaba, lo convertía en sujeto sin alma, en una pura caricatura en un cadáver desfigurado de imposible identificación. De sobra conocemos los gritos injuriosos lanzados en las Cortes en un ayer felizmente extinguido.

¿De dónde sacan tanta inquina los jóvenes airados? ¿Qué experiencia propia pueden atestiguar, comparable al sufrimiento inaudito de quienes construyeron lo que ellos llaman nuestro «régimen»? ¿Qué motor miserable atesta de odio su conciencia y revienta sus palabras de tan profundo rencor? ¿Qué les ha hecho España, salvo haber logrado pasar de la orilla del enfrentamiento civil a la orilla de la reconciliación? ¿Saben lo que nos costó a todos conseguir eso que les parece a ellos una rendición indigna de las propias convicciones? ¿Es que nuestro sistema educativo ha llegado a menguar tanto en su capacidad de proporcionar nociones elementales de nuestra historia que nadie se lo ha explicado? ¿Es que la ignorancia provocada por el hundimiento de nuestra cultura, la indolencia de nuestros intelectuales y la desidia de nuestra universidad ha dejado de transmitir a nuestros jóvenes el relato de ese tiempo difícil y ejemplar? ¿Es que esta España ha fracasado también en su obligación de inculcar los valores sobre los que hemos podido convivir durante los últimos cuarenta años?

Confieso que, al escuchar alguna intervención, no solo me indigné por lo que creí que eran palabras desterradas hace ya muchos años de nuestras instituciones. Tuve miedo, al pensar que esa podredumbre verbal representa a colectivos numerosos, habla en nombre de propuestas ideológicas, expresa la voluntad política de ciertas minorías. Sentí asco, también. Repugnancia insalvable al oír en el recinto de la soberanía nacional, de la representación de los españoles de todas las opiniones, de todas las regiones, de todos los orígenes sociales, que España solo era un nombre. Cernuda lo escribió con la amargura desesperada del exilio, con amoroso reproche y sublime elegancia. Unos diputados lo soltaron con desprecio, con maligna sonrisa de no sé qué superioridad moral, con odio.

En un país donde la violencia es aún recuerdo fresco; en una nación cuya dignidad ha sido impugnada a golpes y cuya convivencia ha sido desguazada en ceremonias criminales, no puede tolerarse una sola palabra de odio. Ni una sola cargada de ira de quienes abrazan las reivindicaciones de los asesinos derrotados, aunque no dejen de expresar su desacuerdo con el terror. Las palabras no son una formalidad verbal; son actos. El insulto, la humillación del adversario político no es un asunto de debate. Es una torcida senda inmoral, que no conduce más que a la liquidación de la convivencia.

El primer y más grandioso cántico de nuestra civilización empezó narrando la cólera de Aquiles. Pero de aquella magnífica avenida lírica, inspiración del héroe y sus tribulaciones, nos llega ahora este embarrado callejón de siniestros envalentonados, de miradas intimidantes, de lenguaje pendenciero y de amenaza descompuesta. El odio del insensato, del ignorante, del acomplejado. No la cólera limpia, honorable, caballerosa, justiciera y digna del glorioso Aquiles.

Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Vocento.

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