La complicación del debate territorial

El proceso de descentralización política y financiera en España ha sido muy intenso y exitoso en muchos sentidos; lo que no es óbice para reconocer y aceptar sus debilidades y disfuncionalidades. Una parte de ellas tiene que ver con no haber ajustado la estructura institucional, manteniendo espacios y Gobiernos (provincias y diputaciones) propios de la estructura centralizada que copiamos a la Francia napoleónica; o un Senado inútil en su configuración actual. Otras, con la extraordinaria dinámica del proceso, que a veces nos ha empujado a ceder competencias sin fundamento claro. O, en sentido inverso y como factor compensatorio, a mantener un exceso de legislación básica estatal sobre materias que son, en lo fundamental, autonómicas. En cualquier caso, los duros recortes y el malestar que ha provocado la recesión y el legado del boomanterior en términos de corrupción y despilfarro han sido catalizadores para la intensificación de las tensiones territoriales y el reforzamiento de posiciones críticas con la descentralización, que siempre han estado ahí.

En este complejo escenario, el principal partido de la oposición propone avanzar de forma más decidida en el federalismo como solución al encaje territorial y alternativa al independentismo. Me gustaría que así fuera. Pero es posible que en la propuesta final se acaben orillando dimensiones o aspectos fundamentales para que ese avance en el federalismo prospere. En particular, destacaría los cuatro siguientes.

En primer lugar, el federalismo es una buena solución para países en los que existen identidades duales y diversidad territorial de preferencias o necesidades. Eso quiere decir que una amplia mayoría de los individuos se deben sentir partícipes de dos comunidades políticas distintas de forma simultánea, una de ámbito estatal y otra regional o autonómica; al tiempo que los ciudadanos consideran que existen asuntos públicos que se resuelven mejor al acercar la toma de decisiones. El problema surge cuando las diferencias entre territorios en estas dos dimensiones son muy acentuadas, cuando el nivel de autogobierno mayoritariamente deseado en unos territorios y otros es muy dispar, o cuando las identidades duales pierden terreno respecto a las identidades exclusivas, sea la regional o la estatal. Y esto es algo que la crisis ha acentuado en España. Basta comparar lo que está ocurriendo en Cataluña, donde la identidad única o mayoritariamente catalana y la demanda de mayor autonomía se han intensificado notablemente, con los recortes voluntarios (y, por supuesto, legítimos) que autolimitan la capacidad de autogobierno en Castilla-La Mancha: su poder ejecutivo y legislativo, sus organismos de control y consultivos.

El federalismo simétrico encaja como un guante cuando las diferencias se concentran en las preferencias sobre cómo gestionar un determinado acervo competencial, pero no cuando las divergencias se sitúan en el plano de las metapreferencias. Esto es, en el grado y alcance que debe tener la descentralización. En ese caso, inevitablemente habrá que pensar en un federalismo asimétrico, en que la solución sea diferente en las distintas regiones. Algo que indudablemente complica la búsqueda y definición de marcos institucionales. Pero no las impide, siempre que se entienda que más competencias o más autogobierno no significan privilegios o ventajas, que la descentralización no tiene por qué ser idéntica en todas las comunidades. La propia redacción de la Constitución Española de 1978 apunta más bien hacia esa asimetría. Fue la dinámica política posterior la que condujo hacia la convergencia, hacia el coloquialmente denominado café para todos.

En segundo lugar y aunque parezca un silogismo, el federalismo necesita como soporte inmaterial una cultura federal. La lealtad mutua entre los distintos niveles de gobierno en el desarrollo de sus competencias y el cumplimiento escrupuloso de los acuerdos son aspectos fundamentales en los que necesitamos avanzar mucho. Comportamientos que, de nuevo, se sustentan sobre el reforzamiento de los foros de debate y acuerdo que integren el Gobierno central y los autonómicos. El proceso de consolidación fiscal en España ha transitado por la senda opuesta. Comunidades autónomas que han incumplido acuerdos y ocultado información y un Gobierno central que ha optado por la recentralización en la definición, ejecución y control de los presupuestos, llegando a invocar un recurso constitucional hasta ahora impensable: la suspensión de la autonomía.

En todo caso, esta cultura federal debe empapar también a los propios ciudadanos. El federalismo genera de forma natural diversidad en impuestos, servicios o regulación. Siempre que encajen con un marco legal definido de forma inteligente para evitar distorsiones indeseables (como la competencia fiscal nociva), bienvenidas sean. Sin duda, las estructuras de gobierno multinivel son más exigentes para los votantes, que deben procesar más información para evaluar correctamente a sus gobernantes. La realidad es que todavía hoy la atribución de responsabilidades de gasto o impositivas es muy deficiente. En general, los encuestados muestran un sesgo a asignar competencias al Gobierno central y el aprendizaje va muy lento, aunque es cierto que la ola de recortes de los últimos años ha servido para conocer algo mejor el reparto de funciones. Sin ciudadanos informados y activos se diluyen buena parte de las ventajas teóricas de la descentralización.

En tercer lugar, cuando uno analiza los discursos y argumentaciones en los espacios políticos a escala autonómica, no deja de sorprender cómo es posible que todos seamos simultáneamente víctimas de agravios comparativos y maltrato sistemático por los demás. La financiación autonómica o el reparto de la inversión pública territorializada son dos ejemplos recurrentes. De nuevo, foros de debate y discusión de corte federal y organismos técnicos e independientes de análisis vinculados a ellos nos deberían permitir objetivar las discusiones. Si bien es cierto que en esto los propios partidos políticos y los medios de comunicación también podrían y deberían contribuir a limitar la emisión y difusión de discursos tabernarios.

Adicionalmente, tenemos un problema con la marca España. No nos hemos sacudido los clichés del pasado, los que hunden sus raíces en la imagen que el franquismo cultivó y abonó y con la que muchos no nos identificamos. La España plural y moderna que reflejan las selecciones de fútbol y baloncesto, compromisos y discursos como los del deportista Pau Gasol, han sido los motivos que han evocado orgullo y motivado identificación con una bandera en la última década. Por eso necesitamos reflexionar sobre lo que realmente somos y, a partir de ahí, pensar en un federalismo que refuerce lo autonómico, pero también lo común. No es incompatible. Los Estados Unidos son buena muestra de ello.

Finalmente, debe quedar claro que avanzar en el federalismo no conlleva necesariamente una menor nivelación interterritorial y, por tanto, desigualdad sustantiva en el acceso a los servicios públicos por divergencias en la capacidad fiscal. Es verdad que existen países donde la nivelación no importa y, por tanto, la capacidad financiera de los territorios acaba siendo muy distinta por la ausencia de transferencias de recursos. De nuevo, los Estados Unidos es el mejor ejemplo. Pero existen naciones de larga trayectoria federal que hacen lo contrario. Australia se toma muy en serio el cálculo del coste de los servicios públicos en cada sitio y dedica muchos recursos a igualar, con éxito, las capacidades de sus Estados y territorios. Podemos fijarnos en uno u otro, en los casos intermedios de Alemania y Canadá, o definir uno propio. Técnicamente existen múltiples soluciones. Lo verdaderamente relevante y difícil es ponernos de acuerdo en el plano político.

Si lo entendemos bien y lo aplicamos con inteligencia, el federalismo puede ser la solución y no solo un lema.

Santiago Lago Peñas es director de GEN (Universidad de Vigo).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *