La conciencia perdida del peligro

En estos momentos, a menudo uno tiene la impresión de estar asistiendo al fin del mundo en directo. Llegan hasta nuestras casas las imágenes del terremoto, del maremoto y de los incendios desbocados que están acabando con tantas vidas humanas en Japón. De pronto, ante la naturaleza -tan domesticada, atacada y explotada- nos sentimos como los liliputienses ante Gulliver. El cielo se incendia y las olas derriban enormes edificios como juguetes, mientras automóviles y trenes desaparecen como cohetes. Pero así es esta naturaleza a la que, a menudo, se enfrentan los hombres -unas veces con la arrogancia del dominador, otras con la angustia y la humildad del culpable despilfarrador-, como si ellos mismos no formasen parte de ella, como si no fuesen también ellos naturaleza. Junto a los animales, a las plantas y a las aguas.

Las catástrofes naturales inducen también a menudo a cavilaciones y, a veces, a inconscientes y complacientes jeremiadas sobre la castigada soberbia del hombre que pretende dominar la naturaleza y sobre la técnica que acaba con la vida. Cualquier desastre supone una buena ocasión para criticar la confianza en la técnica y en el progreso. El apocalipsis -imaginado, en la tradición, como fuego o agua y, ahora, con ambas cosas juntas en el terremoto- provoca un escalofrío de terror en los que, como nosotros, lo contemplan en directo pero desde lejos y a buen recaudo, o al menos pensando estarlo.

Y como suele suceder con el terror, con él se mezcla una ambigua atracción y la acostumbrada advertencia acerca de la debilidad del hombre y de su falta de humildad ante la naturaleza. Todo esto se intensifica aún más ante catástrofes directamente debidas a la responsabilidad humana, a diferencia del carácter más abiertamente natural del terremoto y del tsunami que han asolado Japón y que no parece puedan ponerse en el debe de la insensatez o de la falta de honestidad humanas, como sucede, en cambio, en los efectos desencadenados por la deforestación o por el infame afán constructor que, en muchas ocasiones -no parece que éste sea el caso en el Japón ahora golpeado- no se preocupa, por incompetencia o por avidez, de las medidas antisísmicas.

El orgullo del hombre que con su técnica somete a la naturaleza parte de un disparate: la contraposición entre el hombre y la naturaleza y la contraposición, igualmente falaz, entre lo natural y lo artificial. Como dice un gran himno a la naturaleza escrito por Goethe -y transcrito por uno de sus seguidores- todo es naturaleza, incluso aquello que, a nuestros ojos, parece negarla y es, sin embargo, una de sus puestas en escena. Late aquí el mito de una naturaleza pura e incorrupta, cual virgen a la que corrompería cualquier intervención humana. Pero ni siquiera el más puro y sano vino existe en la naturaleza sin la acción del que cultiva las viñas y vendimia las uvas. Ni los nidos existen sin la acción de los pájaros que los construyen. Los que, como Goethe, tienen un sentimiento profundo de pertenencia a la especie humana, a la naturaleza, saben que el deseo del hombre de construirse una tienda o una balsa no es menos natural que el que impulsa a los castores a construir sus diques para frenar el ímpetu, también natural, de las aguas.

El hombre no está devastando la naturaleza pero, a menudo, comete otro pecado más autodestructivo: está amenazando no a la naturaleza, sino a sí mismo, a su propia especie. Las setas venenosas no son menos naturales que las comestibles. Las llanuras heladas de Plutón no son menos naturaleza que las colinas floridas de la Toscana. Los gases que salen de los tubos de escape de los automóviles no son menos naturales que el perfume de las flores, dado que están compuestos de elementos químicos que forman parte de la naturaleza, de lo creado. En definitiva, setas venenosas, planetas gélidos y gases tóxicos son letales para nuestra especie. Una especie que a la naturaleza seguro que le importa tan poco como la de los extintos dinosaurios. En cambio, a nuestra especie sí que le interesa. En cualquier caso, todo pertenece a la naturaleza de las cosas. De rerum natura.

La técnica no puede ser, pues, demonizada como un pecado contra la naturaleza. Es su desmesura, su abuso, a menudo insensato y demente, el que hay que denunciar. No con los tonos de la apocalíptica condena de las miserias del hombre, sino con la claridad de la razón, que no tiene por qué inclinarse ante la naturaleza -de la que y de cuya evolución forma parte-, sino darse cuenta de sus propios límites, perseguir el progreso sin pensar con arrogancia que es ilimitado, y enfrentándose a todos los problemas que, a menudo, esa actitud crea e intentando comprender, una y otra vez, cuándo es necesario proseguir y cuándo detenerse o incluso dar algún paso atrás siempre que sea posible.

Advertir los posibles peligros es lo que nos falta. Incluso viendo las imágenes de la tragedia japonesa nos quedamos tranquilos, estúpidamente convencidos de que algo similar no nos puede acontecer, por muchos horrores antinaturales que podamos cometer. De la misma forma, cuando muere alguien, de cáncer o de infarto, pensamos que a nosotros no nos va a pasar. Esta protección inconsciente ante el peligro caracteriza no sólo a los individuos, sino también a las culturas y las sociedades, seguras de ser inmortales. Incluso las civilizaciones tienen sus endorfinas, las drogas que las protegen de la ansiedad que provoca el saber que, un día u otro, hay que morir.

No sé -y no tengo competencia alguna para saberlo o entenderlo- si el peligro representado por la rotura del circuito de enfriamiento del reactor nuclear japonés y por la explosión radioactiva es la prueba de la equivocación de construir centrales nucleares en general o si, en cambio, indica, como creo -pero sin certeza alguna dada mi ignorancia en la materia-, el peligro siempre presente en cualquier actividad humana.

En su artículo, tan vigoroso como convincente, publicado en el Corriere, Massimo Gaggi puso en evidencia la racional y férrea voluntad demostrada por Japón en la búsqueda del crecimiento, sin desafiar a la suerte, consciente de los riesgos y preparado para afrontarlos. En general, la actitud y el comportamiento de los japoneses en estas circunstancias ofrecen una evidente prueba de la valentía, de la firmeza y de la calma con las que el hombre sabe, a veces, hacer frente al desastre.

Esta dignidad y esta fuerza moral no tienen nada que ver con la soberbia prometeica de los que piensan, con alegre inconsciencia, poder desafiar impunemente el equilibrio necesario para la especie, pensando que esa forma de la naturaleza que llamamos técnica puede separarse de su antigua madre, es decir, de la totalidad que la ha generado y la engloba, como una rama que pretendiese renegar del árbol del que ha crecido e instalarse por cuenta propia.

Si tantas reacciones antitecnológicas -incluidos ciertos tonos del pathos antinuclear- parecen irracionales, mucho más irracional es todavía la complacencia con la que, en nombre de un progreso que así deja de ser tal y de una autosuficiencia cientista convencida de que la ciencia es Dios, se destruyen bosques, se despilfarran energías, se acaba con los recursos, sin pensar en cómo va a nutrir la Tierra a un número cada vez más insostenible de hambrientos y cómo vamos a poder vivir en un planeta cada vez más diferente de aquel al que está acostumbrada nuestra especie.

Existe en la raza humana una presunción de eternidad que la convierte en irresponsablemente derrochadora de la vida y que atenta contra una posible transformación de sí misma. Estudios serios hablan de un próximo futuro cyborg, de hombres híbridos de cuerpos humanos y chips electrónicos. Es teóricamente posible un mundo sólo de mujeres, capaces de reproducirse sin la intervención del hombre. La ingeniería genética promete -o amenaza- seres humanos radicalmente diferentes de nosotros, tanto que puede que sean difícilmente definibles como nosotros.

Quizás esté en marcha una radical transformación de nuestra especie, destinada a cambiar nuestra forma de ser y de sentir. En un mundo en el que naciesen solo mujeres de mujeres, sería, por ejemplo, difícil de entender un Héctor que juega con Astianacte esperando que su hijo sea mayor que él o la pasión de Pablo y Francisca, cosas sin las cuales no seríamos lo que somos.

Es cierto que las especies siempre se transformaron y siguen haciéndolo. Pero, a diferencia del proceso que llevó de los organismos unicelulares (o de fragmentos del Big Bang) a Marilyn Monroe, la transformación de nuestra especie se realiza en períodos de miles de millones de años.

Esta eventual trasformación -irracionalmente temida o vilipendiada- nos dolería más que nuestra muerte individual, porque nos conforta creer que, después de nosotros, habrá niños como nuestros hijos, mujeres y hombres amables como las personas a las que hemos amado. La fuerza, la calma, la dignidad con la que hoy los japoneses afrontan la gravísima catástrofe que les ha azotado demuestran que el hombre clásico, tal y como lo conocemos desde hace milenios, no ha sido todavía superado -como proclamaba Nietzsche, esperándolo y, al mismo tiempo, temiéndolo- y sigue dignamente en su puesto.

Claudio Magris, escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *