La concordia no se impone

«Con frecuencia se confunde la concordia con el conformismo y con la uniformidad, y creo que nada tiene que ver con ellos. Su raíz estriba precisamente en el pluralismo, la libertad y la solidaridad. Sin ellas no es posible la concordia. La concordia jamás se impone, se busca en común y se realiza con el esfuerzo de todos…

La Transición fue, sobre todo, a mi juicio, un proceso político y social de reconocimiento y comprensión del distinto, del diferente, del otro español, que no piensa como yo, que no tiene mis mismas creencias religiosas, que no ha nacido en mi comunidad, que no se mueve por los ideales políticos que a mí me impulsan y que, sin embargo, no es mi enemigo sino mi complementario, el que completa mi propio yo como ciudadano y como español, y con el que tengo necesariamente que convivir porque sólo en esa convivencia él y yo podemos defender nuestros ideales, practicar nuestras creencias y realizar nuestras propias ideas».

Todo esto es parte del discurso con el que Adolfo Suárez González aceptaba el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia en el año 1996. Anteayer resonaban, con fuerza inusitada, esas palabras en mi cabeza durante la sesión de control que vivimos en el Congreso. Me era muy difícil creer lo que estaba escuchando.

Sé que no son buenos tiempos para los que creemos profundamente que la concordia es posible. Nunca lo son. Siempre hay quien la confunde con el conformismo, con la equidistancia, con la tibieza, con la mansedumbre, incluso con la falta de convicciones. ¡Qué error, qué inmenso error! Todo lo contrario. Hace falta mucho valor para no contestar al mal con el mal mismo. Hace falta mucho valor y muy profundas convicciones para no caer en la trampa que, permanentemente, tienden los espíritus totalitarios respondiendo a sus provocaciones con sus mismas armas: el insulto, la descalificación y la retórica violenta, por muy brillante y cargada de verdad que esté. Suárez llegó a decir en su discurso que «en algún momento he llegado a pensar que yo fui víctima política de la práctica de la concordia. Pero si así fue, me enorgullezco de ello».

Es difícil imaginar nadie menos legitimado para pedir respeto que el vicepresidente segundo don Pablo Iglesias, quien no pierde ocasión de faltar al respeto a los demás cada día que amanece. No imagino nadie con menos derecho para invocar la concordia que él, que de manera consciente y premeditada va sembrando la discordia por donde va pisando. No imagino a nadie menos legitimado que él para reclamar el espíritu de la Transición y la Constitución de la concordia, después de los esfuerzos que ha dedicado para descalificar y acabar con lo que él mismo llama, despectivamente, «el régimen del 78».

Me llama profundamente la atención que quien no vivió el horror al que nos llevó el odio de los primeros años 30 nos invite, con extrema irresponsabilidad, una vez más al odio hoy. Ni puedo entender que quien se emociona viendo cómo una turba rabiosa apalea a un miembro de una policía plenamente democrática, hasta casi la muerte, me venga a invocar ahora la figura de Carrillo y reclamarla como precursor suyo. Pues a él le digo que los que hemos tenido la oportunidad de conocer a fondo a Carrillo, podemos decir que ha habido dos Carrillos importantes para la historia de España: uno primero, el del 36, por decirlo de alguna forma. De ese no me quiero ni acordar. El otro, el del 76, consciente de todo el sufrimiento que causó el odio al que él mismo nos había encaminado, fue uno de los cimientos básicos de la transición pacífica que protagonizamos todos los españoles y de la que nos podemos sentir legítimamente orgullosos. Por desgracia, el vicepresidente segundo, por mucho que juegue ahora a suavizar el tono de su voz mientras eleva la radicalidad de sus palabras, está mucho más cerca de aquel primer Carrillo que del segundo, el que sí merece todo respeto y reconocimiento.

Todo eso es bien cierto, pero los españoles tenemos ejemplos de que otra España es posible. Si el Rey o el presidente Suárez hubieran esperado a ser respetados para ofrecer respeto, todavía seguiríamos esperando. Jamás hubiera sido posible esa concordia con mayúsculas que nos devolvió la Transición.

Yo fui testigo directo del abrazo de perdón que se dieron en Moncloa el hijo de un fusilado por Carrillo y el propio Carrillo. El hijo de aquel fusilado era entonces el ayudante militar del presidente del Gobierno y Carrillo, una de las visitas programadas aquel día. Cuando aquel hombre, emocionado, nos contó al final del día lo que había sucedido con su padre, nos estremecimos. Aquel abrazo no fue un pacto del olvido. Ambos recordaban perfectamente lo ocurrido y ambos, representando a esa España eterna, tan cursi para algunos, decidieron poner fin al odio y culminar el camino de la reconciliación, iniciado mucho antes. Decidieron, simplemente, dejar de responder al mal con mal. La concordia no se impone jamás, se construye con el esfuerzo de todos y, principalmente, con el ejemplo propio. Empezando por quien más responsabilidad tiene, sin que su ausencia nos exima a los demás de la nuestra.

«Creo que la piedra angular sobre la que, en nuestra Transición, se asentó la democracia, consistió, precisamente, en la implantación política y vital de la concordia civil. Y eso debíamos conseguirlo desde el pluralismo que, realmente, se daba entre nosotros. Desde la tolerancia y desde la libertad». Esto decía también Suárez en ese famoso discurso. Quizá sea la clave de todo: la tolerancia desde la libertad. Esas son las armas con las que se combate a los intolerantes y a los totalitarios. Por mucho que nos jaleen algunos a los responsables políticos cuando sacamos los pies del tiesto y arremetemos con vehemencia y sin el respeto debido a quien nos faltó a nosotros, la inmensa mayoría de los españoles asisten atónitos a un enfrentamiento que ni entienden, ni comparten, ni desean. Yo no estoy aquí para dar lecciones a nadie, bastantes veces he tropezado para eso. Pero sí puedo recordar algunas de las lecciones magistrales que hemos recibido los españoles de nuestros mayores, y maestros ha habido, gracias a Dios, de todos los colores políticos.

Permítanme terminar con unas palabras de un abulense de bien que, en el año 1973, le escribía a un buen amigo suyo. Fue presidente del Gobierno, está enterrado en la catedral de Ávila y no, no es Suárez. Es Claudio Sánchez Albornoz. Decía así: «Deseamos que mañana, curados de la locura tradicional de la estirpe, hallemos una senda de concordia y libertad. La historia de España permite arraigar la esperanza de que es posible enderezar nuestro camino». Ojalá aprendamos todos y enderecemos el rumbo. No nos podemos permitir el volver a fracasar. Y para aquellos más preocupados por lo táctico, les diré que la concordia es eminentemente práctica. En ella reside el extraordinario atributo de poner en evidencia a quienes siembran la discordia. Eso, en política, también sirve. Y falta nos hace. Aprendamos del pasado e instauremos el presente eterno a través de la concordia. Es posible.

Adolfo Suárez Illana es diputado y miembro de la mesa del Congreso de los Diputados.

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