La concordia posible

Una y mil veces daremos las gracias a los diputados que redactaron la Constitución de 1978. Procedían de distintas ideas y posiciones ideológicas, pero fueron capaces de construir un texto que fue aprobado por la inmensa mayoría de los diputados y senadores que éramos representantes de la soberanía popular en aquella legislatura constituyente, y que sería acogido con esperanza y optimismo para aquel momento y también para el futuro, en el referéndum del mes de diciembre.

Se cumplen ahora cuarenta años de la aprobación de aquel texto que concuerda con las concisas palabras esculpidas sobre el enterramiento de Adolfo Suárez en la catedral de Ávila: «La concordia fue posible». Concordia que no existió en el siglo XIX ni durante dos tercios del siglo XX, a lo largo de los cuales no nos faltó de nada en materia política: constituciones y subsiguientes derogaciones, potencias extranjeras en nuestro territorio para aumentar sus dominios o para colaborar en la expulsión del ocupante, monarquía desde la distancia, luego sangrienta disputa por el dominio del mar, efímera presencia de un rey extranjero, rebeliones militares, monarquía débil y moldeable, dictadura militar, república, y cruel guerra civil que deja muertos, profundas heridas y una división entre españoles difícil de cerrar.

Un largo período que generaciones que no vivieron el tránsito de la dictadura a la democracia de los años setenta ni pudieron, por su edad, apreciar el valor de la Constitución de 1978, deberían conocer y poder reflexionar sobre ello.

Fue todo un sistema político el que se diseñó en ese texto constitucional: una democracia parlamentaria sólida, moderna, generosa y extensa en materia de derechos y en reconocimiento de libertades, características que sólo existen en democracias admiradas por la estabilidad que proporcionan, por la participación de los ciudadanos que optan libremente por sus representantes, por la imprescindible separación de poderes, por la independencia de sus jueces y por los progresos que la sociedad alcanza.

La inmensa mayoría de los españoles alentaron y animaron el logro del nuevo sistema político que se consiguió y que nos ha proporcionado los mejores años de nuestra historia, como dicen quienes los han estudiado, desde la proximidad o desde la lejanía.

Detrás de los siete autores intelectuales y materiales de la Constitución hubo un pueblo que quería una democracia parlamentaria de la que disfrutar sin sobresaltos, aventuras, nuevos experimentos o utopías. Y hubo un Rey, Juan Carlos I, que señaló la democracia como el camino a seguir el día de su proclamación, y un presidente de gobierno, Adolfo Suárez, que quiso «una Constitución que fuera la de todos». No fue, pues, régimen político a la medida de las conveniencias o creencias de un gobierno; hubo una democracia parlamentaria, realizada con inteligencia, mucho trabajo y mirada de largo alcance, hasta el punto de recibir los elogios de quienes no tenían confianza alguna en la etapa que se abría en la historia de España. Nosotros, los españoles, tardamos algún tiempo en creérnoslo.

Transcurridas cuatro décadas, hay quienes muestran su desacuerdo con aquella Constitución que hace posible sus discrepancias, y aspiran no a su modificación sino a derribarla para construir un verdadero régimen que amplíe y extienda los poderes del ejecutivo, ignore la separación de poderes y, en consecuencia, reduzca las libertades y los derechos de los ciudadanos.

Los movimientos populistas crecen hoy en la derecha y en la izquierda de la vida pública en democracias europeas, incluida la nuestra, y en los Estados Unidos; unos y otros quieren eliminar los límites a las acciones del gobierno y los controles que denuncian los excesos; unos y otros quieren que sean los gobiernos los que procuren la felicidad de los ciudadanos. Unos tienen miedo al que viene de fuera, al que consideran extraño, al que no es de la tierra; otros tienen miedo a que exista una oposición con voz. Ambos tienen en común el miedo a la libertad.

La Constitución de 1978 ha sido un éxito de los españoles, y de ello podemos sentirnos orgullosos pues pone fin a un largo período de desastres; nos sitúa ante nuestras responsabilidades, y nos reconoce todas las libertades y los derechos para elegir si continuar por esa senda o emprender una nueva aventura.

Soledad Becerril fue ministra de Cultura con UCD y ahora forma parte del patronato de la Fundación España Constitucional.

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