La concordia sentimental

Decía Josep Pla que la tendencia a la mermelada sentimental lo pringa todo. La concordia era, en este sentido, una rebanada demasiado apetecible y ahora mismo, una vez que le han untado los indultos del procés, no hay por dónde cogerla. Por eso urge quitarle de encima tanta confitura, para que podamos volver a degustarla equilibrada.

En primer lugar, conviene distinguirla del consenso reducido a un acuerdo, que ciertamente puede ser valioso, pero que en ningún caso agota la relación que la concordia exige. La concordia se mueve fundamentalmente en el plano moral, el consenso lo hace, sobre todo, en el político. Ética y política se reclaman, en fecunda relación, más si la política presume de una mal entendida autonomía y se presenta ausente de principios o, aún peor, manosea los principios para cambiarlos a su antojo con tal de que sirvan a la consecución y mantenimiento del poder, el pringue emotivista estará asegurado y el simple deseo se convertirá en fuente del derecho. Una sublevación de la lágrima contra la lógica, en palabras de Gregorio Luri.

En tal deriva zalamera no cabe la concordia porque ésta requiere, de inicio, un planteamiento vital más próximo al existes, luego me pienso que al conocido paradigma cartesiano que se inicia y se agota en el yo. La concordia no es proyecto fútil, sino tarea, conquista diaria, en la que el otro ha de ser para mí un bien y será desde él, desde donde yo me comprenda y actúe. Es decir, exige desplazar nuestro centro de gravedad del ombligo al corazón, salir de nuestra zona de confort -que dicen ahora los manuales de autoayuda- para ser huéspedes y anfitriones, no meramente vecinos. Obviamente, el movimiento ha de ser, en algún momento, recíproco y el reconocimiento mutuo, porque con-cordia es, primeramente, ser y hacer algo con otro: abrazarse. Pensemos por un momento en la extravagancia, en sí misma imposible, que supone abrazar a nadie. Una metáfora desoladora de los tiempos de pandemia.

Para concordar no se puede ir de freelance por la vida. Podemos, eso sí, formular y argumentar individualmente nuestros pensamientos de deseo, con la intención de que vayan calando en otros; podemos insistir en horadar la piedra que se nos resiste, seguir llamando a la puerta del amigo que ya no responde, pero concordar, lo que se dice concordar, dos no concuerdan si uno no quiere. La concordia se conjuga en los pronombres del plural. Lo expresa de manera emocionante Miguel Hernández en el célebre epígrafe a sus propios versos: "En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto Ramón Sijé, con quien tanto quería". No es de extrañar que cierre la elegía escribiendo "que tenemos que hablar de tantas cosas / compañero del alma, compañero".

Pero, ¿quiénes son esos compañeros, esos sujetos de la anhelada concordia? Con-cordis alude, etimológicamente, y en su significado más profundo a una comunidad de corazones. El mito romántico ha extendido aquí una suerte de velo pegajoso que, cuando hablamos de estos temas, nos impide ver más allá de un corazón rodeado de purpurina. Pero no es eso. O, al menos, no es solo ni principalmente eso.

Cor ad cor loquitur: el corazón le habla al corazón. En su versión profana, precisaríamos de un corazón mundano que a otro le hablara, al hilo de la expresión latina, de John Henry Newman, con fuertes resonancias agustinianas. Contraria a todo planteamiento reduccionista y utilitarista, la concordia requeriría así un deseo profundo del corazón humano de hablarle con verdad a otro corazón.

La conquista de esa concordia se labra, a menudo, en el ámbito de las relaciones interpersonales, que si bien no tienen necesariamente que estar cimentadas sobre una estrecha intimidad, sí requieren al menos de una amistad cívica, en la que se creen vínculos con el otro, más allá de las cuestiones ideológicas. Ahí, en ese caldo de cultivo, se forjan los hombres y mujeres capaces de dar coherencia a lo que piensan, dicen y hacen; capaces de buscar, en la medida en que sea posible, la concordia institucional y para ello, dispuestos a poner en juego la lógica del don, que no excluye la de la justicia, ni se suma a ella como un extraño añadido. Donar, que es dar sin perder.

En ese con-vivir sí tiene sentido plantearnos, por ejemplo, la relación entre concordia y perdón. Porque si bien la ausencia de perdón y el propósito de enmienda ayudan, pero no son, en efecto, obstáculos insalvables para el consenso político, entendido desde la mera razón instrumental, sí lo son, sin embargo, para la citada concordia. Pensemos en la diferencia que existe entre un desabrido apretón de manos y un verdadero abrazo de reconciliación, que te agarra fuerte contra el pecho de otro y supone un hecho decisivo para comenzar a restañar heridas.

La política miope, cortoplacista, reducida a la ficción del contrato entre ciudadanos, a la estrategia y a la demoscopia no puede aspirar a este tipo de concordia, porque ésta no admite sustituto útil, exige verdad y no se conforma con relatos verosímiles. La política de horizontes estrechos se limita a decir displicente que esto no es un confesionario, sin saber seguramente cuánta razón tiene, porque, de pretender siquiera serlo, se encontraría atrapada en una especie de sacramento pagano de la confesión sin absolución. ¿Qué más da, en efecto, el arrepentimiento en ese contexto, si no hay esperanza de ser perdonados, si no hay voluntad de verdadera concordia? Claro que a nivel moral es valioso reconocer los fallos (e incluso los delitos) y que pedir perdón nos ennoblece, pero se torna un sinsentido cuando no hay autoridad que promueva la absolución y un peligro cuando esa autoridad es el Estado que, implícita o explícitamente, asume aquellas siniestras y presuntamente redentoras palabras de Zharkov en la serie Chernóbyl: "Nuestra fe (en el socialismo soviético) siempre será recompensada. Ahora el Estado nos dice que la situación aquí no es peligrosa. Tened fe, camaradas".

Por eso, en palabras de quienes la usan sentimentalmente, la concordia suena tan huera. Por eso la que se nos propone es, en el fondo y nunca mejor dicho, una concordia in-trascendente. Por eso, independientemente de las creencias y preferencias ideológicas de cada cual, intuimos que la concordia no es eso, no es eso... Por eso nos violenta, incluso, que en ese contexto se pronuncie, porque enseguida descubrimos la impostura de quienes tratan de hacer con ella un eslogan de Mr.Wonderful.

Isidro Catela es profesor de la Universidad Francisco de Vitoria.

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