La confederación

Ha transcurrido un mes, punto arriba, punto abajo, desde que salió la sentencia del Constitucional sobre el Estatut. Según era de esperar, el Gobierno ha reaccionado poniéndose más cerca de las reclamaciones catalanas, que de la ley. Detrás del Gobierno, sin embargo, está el Partido Socialista, cuyas bases cultivan intereses incompatibles con el orden de cosas que quiere imponer el señor Montilla. El revuelo madrileño podría anunciar vientos de fronda futuros en la izquierda. Pero lo que de momento tenemos es presente, no futuro, y el presente, en conjunto, no resulta especialmente alentador. Tal parece desprenderse al menos del artículo que hace poco días firmaron a la par Felipe González y Carmen Chacón en el diario El País—«Apuntes sobre Cataluña y España», 26-7-2010—. Tres puntos llaman especialmente la atención. Uno: los autores asumen en esencia los reproches que contra el Alto Tribunal han aireado Montilla y el PSC. Dos: se hace propósito de rehabilitar, por otras vías, las partes del Estatut declaradas inconstitucionales. Tres: se anticipa una España que el escapismo verbal, o el desconocimiento de lo que las palabras significan, nos induce a llamar «federal», pero que es en realidad confederal. Escriben, en efecto, Chacón/González: «El fallo… reconoce la bilateralidad con el Gobierno central y convalida el sistema de financiación… propio de Cataluña». La bilateralidad, como principio de organización territorial del Estado, es confederal, no federal. Y la bilateralidad que aquí se auspicia abriga además un carácter expansivo, en dos direcciones distintas. A lo ancho, porque será muy complicado no extenderla a otras comunidades. Y a lo hondo, porque las franquías que buscando atajos varios se pretende conceder a Cataluña después de la sentencia, harán la bilateralidad más inflexible y también más rico el contenido de lo que bilateralmente se haya de tratar. No hace falta ser un lince para comprender que esta deriva conduce de modo fatal a un

descarrilamiento del Estado. Cuestión distinta es cómo y cuándo se verificará el siniestro. Ignoramos en qué momento la administración de las cosas, y las necesidades del país, entrarán en un conflicto políticamente explosivo. Pero a la larga, o quizá no tanto, el proyecto no es viable. Aún así, ha sido recibido de manera oficial por uno de los ministros que podrían suceder a Zapatero, y por el jefe de la vieja guardia socialista y máxima autoridad moral dentro del partido. ¿Cómo explicarse la extraña, peregrina situación?

El ser humano es una criatura profundamente asimétrica. Es capaz de moverse impulsada al tiempo por dos fuerzas en apariencia inconciliables: el corto plazo y el galimatías metafísico. Uno y otro campan por sus respetos, en este instante, en la mitad izquierda del espectro. Sobre el corto plazo, poco tengo que decir que no sepa ya el lector. En horas muy bajas para el PSOE, Zapatero dio por bueno, y automáticamente elevó a la categoría de fórmula nacional, el Pacto del Tinell, cuyo secreto, mejor, cuyo fin expreso, era recluir a la derecha en una minoría vitalicia por el procedimiento de sellar un acuerdo igualmente vitalicio con lo nacionalistas. La metabolización del Estatut, con los complementos y bonificaciones que fueren menester, y la consiguiente proximidad al mundo nacionalista, prolonga la misma estrategia. El socialismo se asegura, o al menos se hace más propicia, una mayoría parlamentaria en Madrid, a costa, es claro, de una eventración progresiva del Estado. Para colmo de desdichas, la inercia ha convertido esta démarcheinfeliz en muy difícil de evitar. El PSC está secuestrado por su apuesta nacionalista en Cataluña, y el PSOE, por el PSC. Rectificar el rumbo es tarea que excede los recursos del Partido Socialista en su constitución actual. Me gustaría creer que el grueso de los militantes del puño y la rosa contempla con preocupación el rumbo que han tomado los acontecimientos. Pero no me hago demasiadas ilusiones. La preocupación es un sentimiento racional, y para experimentar sentimientos racionales, le falta al PSOE una mínima claridad de ideas. Paso con ello a ocuparme del otro componente del drama: el galimatías metafísico.

Chacón/González recuperan, para designar la España actual, una expresión que se oía poco de un tiempo a esta parte: «Nación de naciones». El inspirador involuntario de la frase o consigna es Meinecke, mal leído por sus intérpretes españoles. En el primer capítulo de un libro publicado en 1908 —Weltbürgertum und Nationalstaat— Meinecke distingue entre naciones políticas y naciones culturales. Las naciones para Meinecke son conglomerados humanos a los que aglutina, bien una emoción de carácter religioso/cultural —y entonces las naciones son culturales—, bien la lealtad a una realidad constitucional —en cuyo caso lo precedente es hablar de naciones políticas—. La alemana sería una gran nacional cultural que aloja diversas naciones políticas; y la suiza, una nación política en cuyo seno cohabitan muchas naciones culturales. Además de las naciones, existe el Estado, a cuyo amparo pueden florecer una o varias naciones culturales. Meinecke discute también la noción, de cuño romántico, de que una determinada cultura pueda engendrar, de modo espontáneo, como se engendra una flor de la tierra, un Estado nacional. Pero es claro que no sintoniza demasiado con esa idea. La visión de Meinecke es más voluntarista y, también, más realista. Su tesis es que, a partir de 1789, ha sido frecuente que dentro de la cáscara de un Estado, y por obra en buena medida del propio Estado, se desencadenara una dinámica de nacionalización: un proceso en virtud del cual los individuos se proyectan sobre una causa común y dan en concebirse como actores o promotores de dicha causa. Surgen así las naciones modernas, y con ellas, los estados nacionales modernos. Escribe Meinecke: «El ideal es siempre: indivisa unidad de vida nacional en todos los fines esenciales de la existencia». Es obvio que la pluralidad nacional, en un sentido político, no pega aquí ni con cola. La nación sobre la que se asienta un Estado Nacional moderno sólo puede ser una. Por supuesto, la nación admite corrientes,
tensiones, y desde luego, diferencias culturales. Pero éste es otro asunto, y no el que más aprieta al alemán en el capítulo inaugural de su libro.

Los nacionalistas han comprendido a Meinecke mucho mejor que los socialistas. Puesto que lo que solicitan es un Estado que les permita construir la nación que la cultura, por sí sola, no acertaría a generar. Por eso les gusta hablar de «nación de naciones». Esto es, de naciones que cuando crezcan y se consoliden como tales, ya no dejarán sitio a la nación española, reducida, de oficio, al apéndice nominal de un superestado en proceso de descomposición.

Que un ex presidente haya avalado con su firma un trabalenguas para uso de nacionalistas me ha causado cierta perplejidad. Que impute a la mala fe de la derecha, o a un centralismo trasnochado, objeciones inspiradas por consideraciones técnicamente sólidas o por el mero sentido común, revela, más aún que sectarismo, una fabulosa obscuridad de ideas. Probablemente, lo hemos visto todo turbio desde que se inició la Transición. Evidentemente, lo que nos pasa no es efecto del mal fario, la conjunción de los astros o el azar.

Álvaro Delgado-Gal