La confianza legítima y las hipotecas

Solo los hombres sabios buscan la verdad. Pero todos, incluidos los necios, huyen de la incertidumbre. La seguridad jurídica ofrece el remedio de la certidumbre en el ámbito de las relaciones de las personas con su familia, sus conciudadanos y las instituciones con las que conviven. Resuelve, así, una parte importante de la incomodidad, incluso de la angustia, asociada a la incertidumbre con la que la naturaleza rodea a los seres racionales desde su nacimiento. Permite que los ciudadanos sepan cuales serán las consecuencias jurídicas –civiles o penales– de sus acciones.

El mecanismo de la previsibilidad jurídica se articula por el conjunto de las leyes; por los jueces y tribunales que las aplican, y por las autoridades públicas que hacen que las sentencias se cumplan. Las tres piezas deben funcionar acompasadamente respetando los principios básicos orientadores del ordenamiento jurídico. Estos principios son de inspiración moral y política. Los principales, jerárquicamente, se formulan de manera retórica e imprecisa casi siempre. El legislador y los tribunales de justicia cumplen la función de concretarlos y de desarrollarlos armónicamente. Deben de hacerlo con claridad. También han de atender a los cambios que se producen en los sentimientos morales y políticos que los inspiraron. Pero esta evolución debe de ser medida y cuidadosa. De otra forma la seguridad jurídica dará paso a la incertidumbre.

Las relaciones en el ámbito de la familia y de las comunidades menores tienen un alcance limitado, y los criterios jurisprudenciales pueden adaptarse sin graves consecuencias inmediatas a los nuevos sentimientos morales y políticos de la sociedad. Los efectos del cambio solo se ven a largo plazo. Por el contrario, en una economía libre la variación radical e inesperada de criterios en la regulación de las relaciones mercantiles conduce a resultados generalmente inmediatos. Los agentes económicos precisan de una total certidumbre jurídica para acometer sus inversiones y desarrollar sus negocios. La creciente preponderancia de la actividad financiera sobre la industrial y comercial, acentúa la importancia de la certidumbre.

El desarrollo del capitalismo fue creando la necesidad de mecanismos de protección del ciudadano frente al creciente poderío de las grandes corporaciones industriales y financieras. El derecho privado, al modo del público, fue introduciendo poco a poco como elemento estructural de sus normas la necesidad de atender a dicha protección por encima del principio tradicional de libertad de pactos, que presume una posición de igualdad entre las dos partes de la relación. El ciudadano ya no es comprador o socio dotado de conocimiento que actúa libremente, sino consumidor o inversor intelectualmente incapaz, fácil presa de la codicia de los bancos y de las grandes compañías.

La sociedad del bienestar, que es metáfora política de la economía social de mercado, ha acentuado el proceso de manera exorbitante en línea con la concepción populista del progreso social. Ya no se reclama seguridad jurídica simplemente, sino certeza metafísica y casi teológica. El consumidor debe de ser advertido de los riesgos más evidentes como el de que las lavadoras se averían por el uso, que las acciones bajan en la Bolsa, o que los tipos de cambio en intereses y monedas varían a lo largo del tiempo, a veces bruscamente. En mi cochecito de golf se me advierte de que si saco el pie o el brazo puedo dañarlos si paso junto a un objeto que los golpee. Todo debe de estar previsto de manera expresa y precisa, incluso lo más evidente. Y si a pesar de la advertencia el siniestro se produce, el ciudadano ha de ser inmediatamente resarcido de su perjuicio.

Una sección de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, de manera imprevisible, ha modificado un criterio reiteradamente sostenido por la jurisprudencia anterior sobre quién es el sujeto obligado al pago del impuesto de AJD en las hipotecas de los préstamos bancarios. Declara, en virtud de un razonamiento que contradice sus sentencias anteriores, que el obligado es el banco y anula el artículo del reglamento que lo imputaba al prestatario. El caos estaba garantizado en un mercado tan importante como el inmobiliario.

Ahora se reúne el pleno de la Sala para decidir si se mantiene la antigua o la nueva jurisprudencia. ¿Cómo lo harán? Posiblemente mediante las sentencias de otros casos análogos que están pendientes de fallo. Si mantienen el antiguo criterio deberán hacerlo con rotundidad para eliminar cualquier duda futura. Si optan por la nueva jurisprudencia, los afectados podrán exigir de la Administración la devolución del impuesto indebidamente pagado. Y no es descabellado pensar que, por razón de la responsabilidad patrimonial del Estado, las reclamaciones excedan del periodo de los cuatro años de la prescripción fiscal.

Por fortuna para los bancos y para el tráfico mercantil, el Tribunal Supremo ha consagrado la doctrina de la «confianza legítima» que también ampara a los agentes económicos. Este pasado verano una sentencia, de la que se hacía eco este periódico, establecía rotundamente, en beneficio de un comerciante, que un cambio de criterio en la exacción de un impuesto no puede imponerse con efectos retroactivos. Razona el Supremo que el comerciante en cuestión «no había tenido la menor oportunidad de conocer anticipadamente la incidencia (del cambio de criterio) sobre la propia actividad mercantil, sobre sus costes y las derivadas consecuencias económicas sobre su negocio. No contó con la posibilidad de adaptación de sus decisiones económicas (al nuevo criterio) que podría implicar hasta la decisión de no continuar en el ejercicio de la actividad».

Quiere esto decir que lo que la Administración reintegre a particulares, no podrá reclamárselo a los bancos, amparados por su «confianza legítima» en la jurisprudencia y en el reglamento vigente hasta ahora. En el futuro pagarán el impuesto si prevalece el nuevo criterio. Pero es de suponer que en la fijación de los intereses tendrán en cuenta esta nueva carga.

Por tanto, si prevalece la última sentencia ¡todos contentos! Los prestatarios pasados recuperarán lo pagado. Los futuros asumirán una mínima elevación en sus cuotas mensuales. Los bancos calcularán generosamente el coste del aplazamiento. Todos ganan. Salvo el Estado, que no es de nadie.

Daniel García-Pita Pemán es abogado y miembro correspondiente de la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia.

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