La confusa inviolabilidad del Rey

Durante la elaboración de la Constitución, el PSOE, por iniciativa de Gregorio Peces-Barba, tuvo la magnífica idea de convocar el 17 de enero de 1978 a un grupo selecto de catedráticos de Derecho, algunos no socialistas, para que aconsejaran ante la redacción de la Norma Fundamental, que ya estaba muy avanzada. Fue una reunión apasionante y muy provechosa por las ideas o por las críticas que allí se vertieron. Uno de los temas abordados hoy está de actualidad. Quienes dirigieron el debate, se negaron a discutir su significado y, en consecuencia, ahora estamos en el atolladero.

Veamos. Un conocido catedrático de Derecho Penal expuso que, desde su punto de vista, era un error incluir en la Constitución el artículo que sería después el 56.3, en el cual se afirma que «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». Y lo justificaba afirmando que, en el supuesto de que el Monarca asesinase a alguien, no se le podría detener por ser inviolable. Semejante comentario no era totalmente exacto por dos razones. Primera, porque la inviolabilidad surgió en su momento para evitar los ataques de dentro del Gobierno o del exterior, pero únicamente por las medidas que aparecían con su firma. Ahora bien, desde que surgió la figura del refrendo obligatorio de otra persona, esta garantía del Rey ya no tiene sentido porque el responsable es el que refrenda. Este concepto es una de las antiguallas que entran en las Constituciones y que son equívocas en su contenido –otro ejemplo es el artículo 67, que afirma que los parlamentarios «no estarán ligados por mandato imperativo», es decir, a lo que les digan los dirigentes de los partidos–.

Hay que tener en cuenta que la Constitución es un sistema de normas que no pueden ser aplicadas aisladamente sino en relación unas con otras para que tengan sentido. Cierto que si nos fijamos solo en la letra de ese artículo 56.3, podría ser equívoca la tesis, pero si lo ponemos en relación con el 59.2 tendríamos una solución, ya que en éste se señala que al Rey se le puede inhabilitar para el ejercicio de su autoridad siempre que así lo reconozcan las Cortes Generales. Por consiguiente, el presunto homicida real dejaría de estar regulado exclusivamente por la Constitución, pues al ser también un delincuente se le podría aplicar el artículo 41 del Código Penal que trata de la inhabilitación absoluta, lo que le privaría de sus títulos y honores para convertirse en un vulgar ciudadano que sería detenido y juzgado.

Pero dejemos este supuesto surrealista para explicar qué sentido tiene en nuestra Constitución la inviolabilidad e irresponsabilidad del Rey. A mí juicio, no tiene en principio ninguno, porque el mismo artículo 56.3 señala que sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez cualquier acto del Rey sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2, que se refiere al nombramiento libremente de los miembros de su Casa.

Se desprende entonces, como indica el artículo 64.2 2, que «de los actos del Rey serán responsables las personas que los refrenden» –el presidente del Gobierno y, en su caso, los ministros competentes; y en el caso de que se trate del nombramiento del presidente del Gobierno o de la disolución de las Cortes, el presidente del Congreso–. Entonces, ¿para qué se incluyó la inviolabilidad? Pues, simplemente, porque a pesar de la evolución de las Monarquías han mantenido por inercia histórica esta cláusula y así ocurre en las constituciones de Bélgica (art. 88), Dinamarca (art. 13), Noruega (art. 5), Holanda (art. 42.2), Suecia (7), aunque hay que distinguir que casi todas estas leyes fundamentales son del siglo pasado y aunque han sido reformadas posteriormente han mantenido este precepto. En definitiva, el principio de la inviolabilidad de los reyes procede de la creencia de que todo poder viene de Dios y de que sus representantes en la tierra eran los reyes, por lo que no se les podía atacar. Pero los tiempos han cambiado y la inviolabilidad del Rey no juega en los delitos privados, algo no aclarado en la Constitución. Debería existir alguna institución que vigilase la conducta privada del monarca, pero no con un refrendo, claro está.

Lo cual significa, como digo, que la inviolabilidad y la irresponsabilidad cubren únicamente la vida política, puesto que se exige el refrendo. ¿Qué pasa entonces con la vida privada? Hemos señalado que, en un caso límite, se podría recurrir al artículo 59.2 CE, que trata de la inhabilitación. ¿Pero qué sucede cuando los Reyes, en su vida privada, se benefician de situaciones de privilegio, de blanqueos de capitales, de ganancias irregulares o de situaciones semejantes? Es una paradoja que se exija el refrendo para cualquier acto político y que nadie, por el contrario, supervise o controle la legalidad de los mejunjes que el Rey pueda hacer en su vida privada. Es posible que esta contradicción proceda del régimen de Franco; el artículo 8.1 de la Ley Orgánica del Estado señalaba que «la persona del Jefe del Estado es inviolable. Todos los españoles le deberán respeto y acatamiento». Es decir, se entendió que al Caudillo era imposible someterlo a procedimiento alguno, lo que venía a convertirse en un caso de inimputabilidad, en una eximente para cualquier irregularidad que cometiese.

Pues bien, este ejemplo de inviolabilidad extrema es el que tal vez haya influido en Don Juan Carlos para haber entrado en ese mundo de aventuras financieras femeninas, de cheques, de jeques, de bancos suizos y demás. Lo sorprendente es que se afirme que la inviolabilidad, mientras fue Rey, le protegía de cualquiera de estos excesos, lo que es muy discutible. Por ejemplo, un colega escribía hace unos días en estas páginas que «con ocasión de la abdicación del Rey Juan Carlos I, se aprobó una ley que declara su inviolabilidad por todo lo actuado durante su reinado y para los actos realizados después se dispone su aforamiento en el Tribunal Supremo». Creo que se equivoca, porque la Ley Orgánica de la Abdicación no menciona nada de eso, ya que el aforamiento se le concedió después de la abdicación.

Sea lo que fuere, lo que resulta indignante es que los diferentes Gobiernos del reinado de Juan Carlos sean ciertamente culpables –porque se conocían sus tejemanejes– por no advertir al Rey que no podía hacer ciertas cosas, porque en esas operaciones privadas no hay refrendo y si se traspasaban los límites de la ley él es culpable. Por poner un ejemplo, es posible que cuando el Rey decidió que Corinna, una aventurera sin escrúpulos, pasase a vivir en un viejo pabellón de caza en El Pardo llamado La Angorrilla, el Patrimonio Nacional, de quien depende, se gastase una cantidad importante para modernizarlo con todas las comodidades y con la seguridad necesaria para mantener la lógica privacidad. Y ello ante la culpable pasividad del Gobierno que lo tenía que haber prohibido, porque es algo irregular.

Dicho lo anterior, mientras España sea una Monarquía y tengamos un Rey con la credibilidad y honorabilidad del nuestro, hay que respetarlo. Sin embargo, estamos presenciando cómo el vicepresidente segundo del Gobierno y varios ministros de Podemos están injuriando a Felipe VI con el pretexto de las imputaciones a su padre. La cosa ha llegado a tal límite que la ministra de Igualdad, Irene Montero, ha llegado a afirmar que todo esto «no se puede desligar de la actual Jefatura del Estado». Recomiendo a estos ignorantes que se lean con tranquilidad los artículos 490.3 y 491 del Código Penal y que dimitan antes de que les destituyan.

Pero, en fin, toda esta situación la están empleando los irresponsables que, por una parte, quieren cambiar el régimen, sin tener en cuenta que hoy tenemos una Monarquía que nos da estabilidad. Y, por otra, obviando que fue gracias a Juan Carlos I que se pudo adoptar una democracia en España y que, durante casi 40 años, el Rey fue un magnífico Jefe de Estado, reconocido en todo el mundo. Si al final, como todo ser humano, metió las manos donde no debía, es mucho más importante lo bueno que hizo que lo malo que pudo hacer. El Tribunal Supremo, por consiguiente, debería archivar ese sumario. El futuro dirá si los destructores de la Monarquía se empeñan en una república plurinacional, es decir, si, como diagnóstico Azaña, entramos en una era de «impotencia y barullo».

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional.

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