La conjura de los malos

La primera vez que tuve en mis manos La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, me pareció insufrible. Siendo yo una pragmática creyente en las manormas pensaba que el derecho y las normas sociales pasaban plácidamente ante los ojos de todos. Con el paso de los años y una toga puesta en las espaldas una se da cuenta de que no todo el mundo elige jugar con esas mismas reglas del juego. Algunos tienen la opción B cuando falla el plan A.

Cada vez serán más presentes las condenas por la difusión de imágenes o identidades de las víctimas de violencias sexuales. Lo vimos en el caso de la violación grupal de Pamplona: si te atreves a recuperar tu vida y a no acatar el silencio civil impuesto en la violación, otros agresores te intentarán acallar. Por eso mismo, varios hombres han sido ya condenados por la difusión del vídeo de la violación o por la filtración de sus datos personales.

Ella no es la única, no son pocas las mujeres que sufren la violencia en las redes después de sufrir violencia sexual y denunciarla. Porque ya se sabe, tu mandato después de la violación es callarte, de lo contrario, recibirás más violencia.

La Manosfera es eso: grupos de agresores que no tienen mucho más en común que su voluntad de mantener juntos la trinchera de sus privilegios.

Toole no es el único en darse cuenta de que hay fuerzas debajo la mesa, el mismísimo Maquiavelo sabía que las conjuras eran un peligro para el poder pero que los conjurados, normalmente, se encuentran en riesgo. Como si fuera una película de domingo por la tarde, algunos conjurados se recluyen en reservados mientras congelan el tiempo. Como la Reina Malvada le preguntan al espejo quiénes son y se responden que son prácticamente miembros de la ‘Ndranghetta, pero el rey va desnudo: son Mortadelo y Filemón.

Ahí se hacen risas sobre las víctimas de algunas noches anteriores, a las que difaman y deshumanizan. Estos señores respetables no han congelado el tiempo, se han congelado a sí mismos en un error imposible de enmendar: ya no hablan el lenguaje de la sociedad que les rodea y creen que su pequeño círculo que siempre les da la razón es el espíritu de su tiempo.

Decía Antonio Gramsci que en los tiempos de revolución hay siempre un momento de claroscuro en el cual mientras el nuevo mundo no nace y el viejo no muere, aparecen los monstruos. Ahí tenemos una fórmula muy sencilla de ver cómo algunos están agarrados a unas dinámicas que ya no existen. A los pactos que se cierran entre alcohol y drogas, putas compartidas y secretos que hundirían su reputación de cartón piedra. Y ahí nos tienen, a las generaciones más jóvenes que no tenemos esos cadáveres en el armario y no entendemos cómo se pueden creer fuertes cuando los vemos completamente, como seres miserables y avaros de pobreza, aferrados a unos privilegios que se marchitan.

Durante mucho tiempo han vivido bajo un manto de inocencia que no era suyo, sino sobre una ingenuidad social que pensaba que solamente el malo, el malo de verdad que debía coincidir con el malo aparente, era capaz de hacer algo así.

El caso paradigmático es Alcàsser cuyo imaginario ha sido desmontado magistralmente por la doctora Nerea Barjola. Pero como no podemos creer que dos hombres normales hubieran hecho algo así, se necesitó tejer una red que ocupe altos cargos y mucho poder para darle explicación. Pero imaginemos por un momento que alguien normal puede hacer esas cosas, imaginemos además qué puede hacer con poder. La microfísica sexista del poder no deja de ser esa imagen de alguien que se conecta a la energía de una catenária para tener todo su poder y luego desengancharse.

Ellos, los malos, necesitan pensar que son casi el Príncipe de las Conjuras de Maquiavelo para reproducir que son víctimas de ataques y que se les quiere destronar por lo que son. Por eso dicen de las víctimas que son malas y que tienen intereses ocultos para denunciarles, no como “príncipes” sino como humanos miserables.

Y es que, la verdad, esos hombres que lo tienen todo, buscan lo exclusivo, lo indisponible, por eso mismo, tienen más motivaciones que otros para destruir el consentimiento. Son los que quieren lo que les han dicho que no pueden tener.

No son muchos, tampoco muy fuertes, pero efectivamente, se muestran como una hidra con muchas cabezas, agonizante ante lo que Toole ya nos advertía: “Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, lo reconoceréis por este signo: todos los necios se conjuran contra él”.

El verdadero genio son los diques de contención generados por el feminismo: su presunción de impunidad ha acabado. Viva la presunción de inocencia, también la de las víctimas.

Carla Vall es abogada penalista y criminóloga.

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