La conjura de los mediocres (El caso Ruiz-Gallardón)

Nuestra intimidad es nuestra libertad. Todas las dictaduras -de cualquier signo-han destruido, antes que otras libertades, la del libre albedrío en el reducto de la privacidad personal. Cuando ese territorio es injusta y arbitrariamente invadido, toda la ingeniería jurídica y ética que las Constituciones democráticas prestan a los ciudadanos para alcanzar esa condición -superando la de súbditos- se viene abajo y fracasa ese frágil sistema de equilibrios que hace compatible la doble dimensión de todas las personas: su faz pública -sometida a las leyes y convenciones- y su faceta privada, en la que cada cual se comporta -sin daño para los demás y sin infracción de norma alguna- conforme a personales e intransferibles criterios de conciencia.

Por esa razón tan elemental y básica, el comportamiento del candidato socialista a la Alcaldía de Madrid, Miguel Sebastián, tratando de destapar una supuesta relación personal de Alberto Ruiz-Gallardón, su contrincante electoral, envolviendo ese propósito con ínfulas de transparencia política, ha sido, además de un golpe bajo y rufianesco, también un punto de inflexión en el modelo de relaciones profesionales y dialécticas entre los partidos políticos y sus dirigentes. Me temo -y esto es lo peor- que la actitud de Sebastián no ha sido ni un desliz, ni, mucho menos, una anécdota. No se trata -creo- de un episodio a la medida de un candidato sin posibilidad alguna de victoria. Tampoco de un desahogo enfebrecido. Sospecho que se ha tratado de una operación de más calado, el extremo emergente de un plan urdido por mediocres para herir -y para que la herida sangre largo tiempo- la reputación pública y el crédito político de una de las personalidades del Partido Popular que, en el futuro, podría jugar un papel decisivo en la política española y no precisamente en el ámbito municipal.

Alberto Ruiz-Gallardón es por muchas razones una rara avis en la clase política: dispone de una gran formación jurídica y humanística; ha triunfado desde muy joven en los empeños políticos que ha acometido; le cualifica una gran brillantez oratoria y carece por completo de un sentido vulgar y rutinario del ejercicio de las funciones públicas. Reúne todas esas condiciones personales, profesionales y políticas que los mediocres del bando contrario y del propio no pueden soportar. El mediocre no es un incapaz intelectual; el mediocre es un incapaz moral. Sabe discernir entre el tonto y el inteligente y le gusta rodearse del primero y alejarse del segundo. La tragedia personal y política de Alberto Ruiz-Gallardón -sin duda tan criticable como otros por errores y equivocaciones- la constituye su propia personalidad y el reconocimiento electoral que de ella vienen haciendo los ciudadanos. Entre el hoy alcalde de Madrid y la gente -porque se trata de un personaje transversal pero en modo alguno incoherente- se ha establecido una empatía que le aúpa en la valoración popular y amplía su aceptación más allá de su militancia ideológica. Y los mediocres -cuyo principal rasgo de identificación es la envidia- suelen conjurarse para que el nivel medio que ellos representan se mantenga dentro de su propio alcance y medida. Ruiz-Gallardón, por lo tanto, es un intruso en un universo de mediocres.

Los códigos de comunicación de los mediocres -incluso aunque sean adversarios políticos- son estrictamente tribales: de aquí y de allá acuden en tropel a destruir la pieza por un instinto de conservación política. Miguel Sebastián -y otros desde distintas localizaciones profesionales- se ha convertido en un instrumento de la aversión que los mediocres profesan a la brillantez y la excelencia. El éxito ajeno suelen interiorizarlo como el fracaso propio y, en ocasiones, llegan a actuar como Sansón en el templo: son capaces de inmolarse políticamente con tal de que otros no alcancen los objetivos que ellos pretenden.

Si se hace el listado de los insultos, vejaciones, denigraciones y rumores malintencionados de que está siendo víctima Ruiz-Gallardón en estos últimos años -procedentes incluso de campo propio- se llegará a la muy sencilla conclusión de que son muchos los que temen su presente y más aún su posible y verosímil futuro. Diría más: dan por descontada que su victoria -tal y como la describe la encuesta que hoy publica ABC- será arrolladora en la ciudad de Madrid; pero no están dispuestos a que el día 27 el alcalde de la capital salga de este trance electoral sin lesiones. Como las políticas parecen fuera del alcance de sus adversarios, han roto las reglas no escritas de la democracia y han irrumpido en su intimidad. El daño -personal, familiar y reputacional en algunos ámbitos- está hecho y se pretenderá que la incisión se mantenga abierta hasta que supure procurando agotar a la presa hasta que arroje la toalla y la mediocridad regrese al oasis en el que holgazanea la clase política. Miguel Sebastián, en este contexto, es sólo -que no es poco- el villano que está dispuesto a ser reconocido como tal y hacer las funciones que a esa condición corresponden. Pero tras él, se embozan otros con propósitos de largo alcance y peor intención. Por eso el candidato socialista va a continuar con el inicuo discurso del debate televisivo, consciente, además, de que no será respondido --aunque a él le gustaría lo contrario- con similares argumentos por Ruiz-Gallardón. En esa perseverancia en el rufianismo político se acredita que estamos ante un plan y no, como inicialmente podría parecer, ante un mero avatar dialéctico.

Haciendo abstracción de este grave incidente y situándolo en el contexto histórico del actual Gobierno del PSOE, se comprueba que el sistema de libertades experimenta una inquietante recesión. El ministerio fiscal al servicio del poder; los organismos reguladores de sectores estratégicos intervenidos mediante procedimientos opacos; operaciones empresariales condicionadas por criterios políticos; los delincuentes -terroristas por más señas- paseándose por la aplicación -¡qué eufemismo!- de la prisión atenuada... sólo faltaba que desde la acción política del partido gubernamental -al modo de hacer de Miguel Sebastián-se invadiese la intimidad de una manera burda y tabernariamente autosatisfecha.

Hay servidores fieles del poder que están construyendo coartadas y estratagemas para justificar -incluso para jalear- la villanía de Sebastián. Están recurriendo a paralelismos históricos que resultan del todo delirantes, como traer a colación nada menos que el caso Profumo (Gran Bretaña. 1963). Quienes así se comportan desde los medios de comunicación -ya se sabe, los extremos terminan siempre acariciándose- parecen olvidar que si alguna misión tiene la prensa es la de alzarse en «perro de presa de la democracia» y en instancia denunciadora de los abusos que se cometan contra quien se cometan y los perpetren quienes los perpetren.

Si Miguel Sebastián hubiese sido víctima de un ataque tan rastrero como el que él protagonizó el pasado miércoles en TVE, este artículo se escribiría en su defensa y, siempre, en reclamación de una vida política y pública higiénica y decente que respete «la vida de los otros» y no suceda como en esa impresionante película de Florian Henckel-Donersmarck en la que el totalitarismo más atroz se resumía enla incruenta y pertinaz mirada ajena sobre la intimidad propia. Una mirada dictatorial e insoportable.

José Antonio Zarzalejos, director de ABC.