En estos días que se celebran los cincuenta años de la histórica misión Apolo 11, puede ser interesante no solo ver el hecho en sí, ciertamente épico, sino las partes menos conocidas y que tanto han contribuido a cambiar el mundo que vivimos.
Lo primero y, para el que esto escribe, lo fundamental, es que la famosa, pero desde el punto de vista técnico no totalmente cierta, carrera espacial sirvió para que un presidente de los Estados Unidos, JFK, consiguiese del Congreso todos los fondos que necesitaba para poder cumplir su promesa, hecha en 1962, que antes del fin de la década un americano pisaría la superficie de la Luna.
Una personalidad arrolladora y un manejo espléndido de los medios de comunicación -en una época en la que no existían ni Instagram, ni Twitter, ni tantos otros medios de hoy en día- consiguieron que los políticos de su época se rindieran a su encanto, sometidos por la presión popular. Y además, su trágica muerte en 1963 consiguió blindar su programa, pese a la catástrofe del Apolo I y la muerte de los tres mejores astronautas americanos. ¡A ver quién se atrevía a parar el sueño de un mártir!
Ya desde los primeros años de la década de los sesenta, no digamos ya en los setenta, con los programas Apolo-Soyuz, la cooperación de las personas deseosas de que la conquista del espacio fuera un hecho, fue superior a los intereses políticos, y además muchos de los protagonistas tenían un origen común, la Alemania nazi. Desde mi modesta tribuna en aquellos tiempos fui testigo presencial de esas relaciones, oficialmente malditas, pero como todo lo prohibido altamente deseadas. Dos botones de muestra: en 1964 compartía habitación en la Universidad de Princeton con Arim Antonov, sobrino del eminente diseñador de aviones de bombardeo y transporte soviéticos (cosas de apellidarnos los dos con A), y todavía recuerdo cómo en una visita que le hizo Leónidas Sedov, presidente del programa espacial soviético, acompañé a ambos a comprar lencería de seda, se conoce que escaseaba en la URSS, para la señora Sedov. ¿Qué hacía Antonov y otros cincuenta destacados ingenieros de la URSS en las universidades de élite de los EE.UU.? Pues supongo que lo mismo que hacen los estudiantes iraníes que están ahora mismo estudiando en América, crear puentes fuera del circuito oficial. Y un poco más tarde, en 1968, acompañado por Luis Sánchez Muniosguren, el meteorólogo del campo de lanzamiento de cohetes de El Arenosillo, tuvimos que ir a Praga a presentar los primeros datos obtenidos con nuestro modesto programa espacial, y allí, entre cerveza y risas, elaboramos un plan de cooperación para el estudio de la alta atmósfera con Alia Massievitch, entonces vicepresidente de la Academia de Ciencias de la URSS, y Arnold Frutkin, entonces administrador asociado de la NASA para la cooperación internacional, donde El Arenosillo, por su ubicación geográfica, hacía de enlace entre el mar Caspio y la costa Este americana. Era el presidente Kennedy el que necesitaba el apoyo popular -desde luego, no las autoridades soviéticas-, y bien que lo supo encontrar.
Lo segundo es que para triunfar en aventuras hacia lo desconocido no solo necesitas un liderazgo sólido, como el de Isabel de Castilla en el Descubrimiento o el del presidente Kennedy en la aventura lunar, sino gente que lidere el proyecto y que sepa guiar a sus huestes, como Colón y Von Braun. Es curioso observar que ninguno de los dos era oriundo del país al que servían, y ni siquiera el mejor en su oficio, pero sí excelentes en manejar situaciones complejas y mantener unidos a su conjunto de «prima donnas», pastorear un rebaño de gatos, que decía Manu Sendagorta, primer presidente del Colegio de Ingenieros Aeronáuticos. Virtudes, por cierto, que hicieron a Armstrong ser el comandante del Apolo 11, pese a no ser ni el mejor piloto, ni el mejor ingeniero. Me cuesta creer que Von Braun cayera casualmente en manos americanas en el año 1945. Aparte de que él prefiriera ir con los americanos a expensas de los rusos, el Ejército americano tenía órdenes precisas para encontrarlo, pues sus jefes preferían contar con líderes más que con genios, sin desdeñar a estos, naturalmente.
Por tanto, otro producto de las misiones Apolo es el conocimiento de cómo gestionar programas multidisciplinares, que el programa lo era, como lo fue en su día a mayor escala, pero también menor riesgo técnico, el desembarco en la Normandía de 1944. Y una lección muy apropiada para tantos líderes actuales, la humildad de reconocer que un subordinado tuyo podía tener razón en dudar de la primera idea de cómo ir a la Luna, y aceptar la más compleja, pero más ligera (el peso vale oro en el espacio) idea de acoplamientos en órbita y su correspondiente ballet espacial.
Y lo tercero es aceptar la cooperación de otros, que aunque no fueran americanos, como el caso de España, tanto y tan bien contribuyeron al éxito de los vuelos. En el caso español la circunstancia de que fuera la estación de Robledo la que «viera» el primer alunizaje fue sobrevenida por razones geográficas, el instrumento era único y comprendía también las estaciones de California y Australia, para tener siempre la Luna sobre el horizonte, pero eso no quita mérito a que las estaciones españolas, gestionadas por el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial, estuvieran a la altura de las mejores de la NASA, con técnicos españoles.
El legado de las misiones Apolo ha sido fundamental para tener los sistemas espaciales que tenemos ahora, y que han cambiado la vida de la práctica totalidad de los seres humanos. Hace falta dar el paso siguiente, que consiste en dejar que sean las personas, y no los Estados, los que tomen la iniciativa en la exploración espacial. Una de las medidas para verificar que se cumple esto será cuando el peso económico de la utilización privada del espacio supere a la gubernamental; vamos, igual que los transportes los mueven las personas, los gobiernos regulan el uso, pero no son los presupuestos públicos los mayores contribuyentes, o el consumo de energía eléctrica. Es evidente que habrá que modificar la legislación espacial vigente, por cierto inobservada de origen por los Estados, pues los presupuestos militares eran los mayores sostenes de las actividades del espacio.
Y todo ello, programa Apolo incluido, a un coste per capita bastante razonable, incluso en los Estados Unidos, y mucho menor que crear las redes de ferrocarril, o la de autopistas de un país moderno. Para los exigentes en materia de dinero, que hacen muy bien en exigir control al gasto público, en España el Erario, en sus múltiples departamentos ministeriales, gasta algo más de trescientos millones de euros por año, unos ocho euros por persona, el coste de dos cervezas en cualquier establecimiento guay. Con eso tenemos Hispasat e Hisdesat, la meteorología por satélite, la prevención de siniestros de gran escala, la navegación con Galileo y tantas cosas más.
Mucho le tenemos que agradecer al presidente Kennedy por su famoso discurso de 1962. No fue lo único, cierto, pero sí muy significativo. Celebremos con alegría esta gesta que, como tan gráficamente expuso Armstrong, «es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la Humanidad».
Álvaro Azcárraga, miembro de la Academia Internacional de Astronáutica.