La consagración de la primavera

Ahora que ya pasó la primavera y con ella gran parte de las ferias del libro de nuestro país, puede que no esté mal contar lo que me ocurrió la primera vez que fui a firmar a una de ellas. La historia tuvo lugar en la primavera de 1993, y el libro que se presentaba en la Feria del Libro de Madrid era mi novela El lenguaje de las fuentes, que entonces se acababa de publicar. Un tiempo antes había ganado en León un modesto premio a un libro de relatos. Se titulaba El amigo de las mujeres, y lo había escrito siguiendo las huellas de Gómez de la Serna, que es un escritor que me encanta. Marcel Cohen dijo que los libros son como los juguetes que se dan a los niños chicos, y eso fue siempre Gómez de la Serna: un infatigable constructor de juguetes.

Acababa de terminar entonces mi novela y, lleno de euforia por el inesperado premio, decidí probar suerte a lo grande. Hice seis copias del manuscrito, que envié a las editoriales que más me gustaban, y me puse pacientemente a esperar. Las editoriales contestaban entonces religiosamente y, unas semanas después, empecé a recibir sus negativas. Debo reconocer que me deprimía mucho recibir aquellas cartas tan corteses como implacables en que me decían que mi libro no se ajustaba a sus inescrutables planes editoriales. Es un rasgo terrible de mi carácter, siempre tiendo a pensar que los demás tienen razón cuando critican mis libros, tal vez porque soy el primero en sospechar que están llenos de defectos.

Ya lo daba todo por perdido cuando recibí una llamada de la editorial Lumen de Barcelona. Querían informarse si me había comprometido con otra editorial y les dije perplejo que no. Al día siguiente fue Esther Tusquets quien me llamó en persona. Se disculpó por haber tardado tanto tiempo en dar señales de vida ya que el manuscrito había esperado varios meses sobre su mesa y no lo había leído hasta ese momento. Y sin más rodeos me dijo que lo quería publicar. Esther no era amiga de hablar por teléfono. Decía lo justo y enseguida se despedía de ti. De modo que me quedé con el auricular en la mano sin dar crédito a lo que me acaba de suceder. Yo amaba su editorial, y amaba sobre todo aquella colección Palabra en el Tiempo, en que había leído, entre otros, a Franz Kafka, Virginia Wolf, Hermann Broch, Samuel Becket, Flannery O’Connor y James Joyce, algunos de los autores esenciales de la literatura del siglo pasado. Y me parecía imposible que mi libro pudiera figurar en el mismo catálogo que los suyos.

Es difícil definir a Esther, nunca sabías por dónde podía salir. Se movía por filias y fobias, su ley era la ley de la afinidad. Cuando algo la gustaba iba a por ello sin complejos, como hacen los perros y los niños. El niño quiere vivir rodeado de las cosas que ama y Esther vivía rodeada de perros, libros, y preciosas figuras modernistas. Le gustaba viajar, escribir, el cine de Chaplin y de Bergman, el ballet, y sentía por el juego una pasión infantil e inagotable. Podía ser la más generosa y divertida de las compañías. Con ella cualquier cosa podía suceder. Walter Benjamin habló de la sabiduría de la mala educación, señalando que la verdadera razón de la mala educación es el fastidio del niño por no poder vivir una vida marcada por lo excepcional. Esther era muy educada, pero podía ser implacable cuando alguien o algo no la gustaba. En su libro de memorias nos cuenta que el problema de su vida fue no sentirse suficientemente amada por su madre. Ella pensaba que el niño que se siente querido está más preparado para enfrentarse a los problemas del crecimiento y la vida. “Yo no me sentí querida y me he pasado toda la vida mendigando amor. Una pesadez”. Por eso la gustaban los animales, sobre todo los perros, porque le daban ese amor sin medida que necesitaba. Siempre hubo alguno a su lado, y en una entrevista que le hicieron poco antes de morir declaró que una de las cosas que más la aterraba de la muerte era preguntarse qué pasaría con sus perras.

Pero, en fin, no es de Esther Tusquets ni de lo importante que fue en mi vida de lo que quería hablar en este momento, sino de lo que me pasó cuando me publicó aquel libro. Recuerdo cuando recibí el primer ejemplar. Pocas veces he sido tan feliz. No podía separarme de él, y en los días siguientes lo llevaba conmigo a todos los lados. Mi mujer, nuestros hijos y yo fuimos a un restaurante para celebrarlo. Lo eligieron los niños, por lo que terminamos en uno chino llamado La Gran Muralla. No importaba, nuestra felicidad nos compensó sobradamente del arroz tres delicias y los rollitos de primavera.

Enseguida llegó la Feria del Libro de Madrid y Esther me pidió que fuera a firmar a la caseta de su editorial. Lo hice encantado, aunque ella me advirtió protectora que no debía deprimirme si no firmaba demasiados ejemplares. Decidí asumir ese riesgo y viajé hacia Madrid, como el que parte a la conquista del Nuevo Mundo. Al llegar al paseo del Retiro, se enfrió mi entusiasmo. Ver aquella cantidad de casetas y los miles de libros que había expuestos en ellas heló mi sangre. ¿Qué sería de mi pobre libro en medio de aquella selva intrincada y feroz? Firmé dos ejemplares, del que solo uno fue a parar a una persona desconocida. Mientras esperaba en la caseta, se acercó Mario Vargas Llosa, del que yo era un devoto lector. Estuvo hojeando los libros expuestos y en un par de ocasiones su mano sobrevoló muy lentamente el mío, o al menos eso me pareció, sin llegar a detenerse en él. ¿Cómo podía pasar a su lado sin verlo? Pensé en identificarme, en decirle que yo era el autor de aquel libro y que estaría encantado de poder regalárselo, pero no me atreví. Aun pasó otra cosa, poco antes de irse, Vargas Llosa se volvió hacia mí y, creyéndome un dependiente, me pidió con amabilidad que le acercara uno de los libros de un estante lejano, lo que hice tan resignado como feliz de poder complacerle.

Al día siguiente, se presentaba el libro en la Fnac y, para mi sorpresa, el salón estaba lleno a rebosar. Yo no podía entender qué hacía toda esa gente allí, pues era mi primer libro y nadie me conocía en aquella ciudad, pero como es lógico me sentí muy halagado y empecé a hablar de mi novela con incontenible entusiasmo. Pero hablaba y hablaba y mi público no manifestaba interés alguno ni hacía el mínimo gesto de aprobación o rechazo ante lo que les contaba. Y aún fue más extraño que, al terminar, nadie se moviera de su asiento. Todo resultaba bastante incomprensible e inquietante hasta que, al retirarme de la mesa, alguien de la Fnac que me acompañaba me explicó un poco avergonzado lo que sucedía. Aquellas gentes no habían sido desposeídos de su condición humana por ninguna fuerza maligna, sino que justo después de mi acto había otro en que se presentaba la versión cinematográfica de La pasión turca, y al que habían prometido su asistencia el director y todos los actores y actrices de la película, por lo que si habían acudido a mi presentación era solo para guardar los asientos. El descubrimiento no resultaba demasiado halagador, pero debo decir que no me importó en exceso. Incluso, pasado el primer sofoco, me sentí afortunado. Volvía de mi visita a Madrid y de mi primera Feria del Libro con algo que contar, algo gracioso que haría sonreír a quienes lo escucharan. ¿Qué mejor bautismo, pensé, para mi recién estrenada vida de escritor?

Gustavo Martín Garzo es escritor.

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