La consagración internacional de Samanta Schweblin

La escritora argentina Samanta Schweblin en la 73ª edición de los National Book Awards el miércoles 16 de noviembre de 2022, en Nueva York, Estados Unidos. (Evan Agostini/Invision/AP)
La escritora argentina Samanta Schweblin en la 73ª edición de los National Book Awards el miércoles 16 de noviembre de 2022, en Nueva York, Estados Unidos. (Evan Agostini/Invision/AP)

En las últimas semanas, la escritora argentina afincada en Berlín Samanta Schweblin ha ganado dos de los galardones literarios internacionales más prestigiosos: el National Book Award for Translated Literature, por la edición en inglés de su libro de cuentos Siete casas vacías; y el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso, por el conjunto de su obra. En los años previos, este último había recaído en Cristina Rivera Garza, Cristina Peri Rossi, Mario Bellatin y Raúl Zurita.

Se trata de la consagración internacional de una autora traducida a 25 idiomas que ya había sido multipremiada en España y Argentina, y cuya novela corta Distancia de rescate fue llevada al cine el año pasado por la directora peruana Claudia Llosa, en una producción de Netflix. El reconocimiento y el éxito siempre son fenómenos parcialmente inexplicables, pero merece la pena intentar entender por qué sus cuatro libros se han vuelto centrales. La clave tal vez se encuentre en el concepto de hogar: en cómo aparece en su literatura y en cómo entramos en él sus lectoras y lectores.

Todas sus ficciones lo abordan con obsesiva insistencia. Vemos en ellas una tensión fuerte entre el espacio y sus habitantes, entre la arquitectura y la familia que acoge. Con perdón de Tolstói, las familias totalmente felices no existen y cada una se desestructura a su manera. Las de Schweblin por lo general han perdido la conexión hace tiempo y la historia describe las ruinas de esos vínculos.

El testimonio de esas relaciones o la esperanza de reconstruirlas se encuentran, a menudo, metaforizados en objetos. “Ellos estaban ahí para cuidar sus cosas, y a cambio sus cosas los sostenían”, leemos en uno de sus relatos, Cuarenta centímetros cuadrados. La suya es una poética de la transferencia. Los sentimientos y los recuerdos humanos a menudo se mudan a objetos simbólicos, como la azucarera que roba la madre de Nada de todo esto —uno de sus cuentos más famosos—, el único objeto de valor sentimental de la casa que saquea.

También la tecnología actúa como puente o interfaz entre seres humanos más o menos huérfanos: los coches que aparecen en tantos relatos; esas mascotas robóticas que han invadido las casas de todo el planeta y que se conocen como Kentukis. Pero son hipervínculos rotos, que difícilmente se podrán reparar. Las ficciones de Schweblin a menudo retratan una de las veces en que se ha intentado la reparación en vano. El enésimo regreso a una escena en que es inevitable la derrota. O en que la victoria, parcial, se vuelve irónica.

Sus protagonistas están atravesados brutalmente por un desarraigo que tiene que ver menos con la migración o la extranjería que con el desajuste existencial. No se trata solo de depresión, divorcios o relaciones complejas entre padres e hijos: no encajan en sus familias ni en sus hogares, a menudo porque tampoco son capaces de hacer coincidir su persona en su propia identidad. Por extensión, los ámbitos que transitan también están huecos o, complementariamente, llenos de objetos y desorden, un caos que refleja el de las criaturas que lo pueblan o visitan.

El título Siete casas vacías es extraño y nos da una pista para entender el sentido profundo de toda una obra. No reproduce el título de uno de los cuentos del libro, como es habitual, sino que describe por transferencia simbólica los siete cuentos del libro. Son siete casas vacías a la espera de que quien lee las visite, las ocupe, las saquee, las llore o las ría, las habite. Lo mismo ocurre en el resto de sus relatos y novelas. Están diseñados como espacios de la hospitalidad. Están pensados, en cada uno de sus detalles, para que acojan con intensidad una lectura.

La repercusión internacional de una poética se debe, por supuesto, a la conjunción de innumerables factores. El mercado anglosajón sigue siendo el principal espacio de difusión de la literatura en el mundo. La traductora al inglés de todos los libros de Schweblin es Megan McDowell, que ha sido reconocida con varios premios por sus versiones de Mariana Enríquez o Lina Meruane. Sin duda la gran visibilidad y reconocimiento que disfrutan ahora las mejores escritoras también ha influido en la canonización de la autora de Pájaros en la boca. No se trata de razones extraliterarias, porque la traducción, la edición, los premios y las lecturas también forman parte de la literatura.

Pero intuyo que la razón principal de por qué todos y todas estamos leyendo a Schweblin en estos años está en el interior de su obra. En su carácter doble: espejo y refugio. Sus ficciones reflejan nuestra angustia, nuestra soledad acompañada, nuestra incomodidad cotidiana. Y nos ofrecen una hospitalidad edificada con recursos estrictamente literarios. Es una paradoja: las tramas de sus cuentos y novelas no nos consuelan, pero nos acogen. Respetan nuestra incomodidad e incluso la multiplican, como hicieron antes las de Franz Kafka o Julio Cortázar. Nos abrigan al tiempo que nos inyectan temblor.

La artesanía perfecta, la precisión del lenguaje y de los mecanismos narrativos contrapesan las malas vibraciones anímicas, las violencias que amenazan a los personajes. Con la ingeniería literaria del siglo XX, ella crea albergues para las inclemencias del siglo XXI. Con las herramientas y los valores de la literatura clásica, Schweblin construye casas de palabras en las que, como un personaje de Kentukis, nos preguntamos si estamos “de pie sobre un mundo del que realmente se pudiera escapar”. No hay respuesta.

Jorge Carrión es escritor y crítico cultural.

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