La Conspiración de la Pólvora

Por Pedro J. Ramírez. Director de El Mundo (EL MUNDO, 05/03/06):

«Remember, remember, the fifth of November». En un tono parecido y a esa misma edad a la que en otros lugares les hablan del Hombre del Saco, a los escolares británicos les cuentan con este pareado, impregnado de terror y misterio, la llamada Conspiración de la Pólvora, cuyo cuarto centenario se conmemoraba hoy hace cuatro meses. Con este motivo, y en un lugar tan apropiado como la Torre de Londres, se han desplegado sendas exposiciones sobre los hechos concretos de 1605 y sobre la historia del terrorismo desde entonces hasta ahora, con referencia incluida a nuestro 11-M.

Lo que con tanta insistencia se insta a recordar es el momento providencial en que durante la noche de aquel 5 de noviembre la tenebrosa Gunpowder Plot fue desbaratada en los sótanos de la Cámara de los Lores. Se trataba de un plan para hacer volar por los aires al Rey Jaime I, a su esposa y a la mayor parte de su familia cuando, pocas horas después, asistieran a la inauguración del Parlamento. Y, de hecho, ese plan tenía su propio Hombre del Saco: un soldado de fortuna, de religión católica y vinculaciones proespañolas, llamado Guy Fawkes, a quien se había sorprendido ultimando la disposición de los barriles de pólvora y de la mecha que habría de consumar tan diabólico propósito.

Pero si él era su brazo armado, la conspiración también tenía su cerebro -un brillante y carismático personaje llamado Robert Catesby-, sus coordinadores e incluso su conexión con las altas esferas, a través de Thomas Percy, pariente de Lord Northumberland.Todos ellos sumaban a su catolicismo e hispanofilia la circunstancia de haber tenido relaciones con los jesuitas que, clandestinamente, seguían manteniendo la causa del papado en los círculos de la nobleza británica que no había seguido ni a Enrique VIII ni a Isabel I al nuevo redil de la Iglesia de Inglaterra.

Según la versión oficial, la Conspiración de la Pólvora fue desarticulada gracias a que pocos días antes, en un suburbio de Londres, un misterioso hombre corpulento había entregado una carta a un criado de Lord Monteagle -aristócrata considerado como tibio en la cuestión religiosa- en la que se le aconsejaba no acudir al Parlamento porque «Dios y el hombre se han conjurado para castigar la maldad de nuestro tiempo» y le convenía «retirarse al campo a esperar a salvo el acontecimiento».

Monteagle habría avisado ipso facto al primer ministro Robert Cecil y la maquinaria del Estado habría conseguido el resto.Pero subrayo lo de la versión oficial porque precisamente esta misiva, que ha pasado a la Historia como la carta oscura y dudosa, ha sido el hilo que ha conducido al ovillo a quienes sostienen que, en realidad, la verdadera Conspiración de la Pólvora no fue la de aquellos fanáticos católicos, incapaces a primera vista de organizar algo tan tremendo, sino la del propio Cecil para neutralizar a su rival Northumberland e imprimir un giro copernicano a la política de tolerancia que pretendía impulsar el Rey. «Me entristecería tener que castigar en sus cuerpos los errores de sus almas», había dicho Jaime I poco después de acceder al trono.

Esa disposición a la benevolencia quedó bloqueada por la difusión de los planes de los conjurados mediante hábiles piezas de propaganda como este grabado anónimo del propio 1606 que ha inspirado la ilustración de Ricardo Martínez de hoy. Se llegó incluso a decir que se había descubierto un túnel de largas dimensiones que los conspiradores habrían excavado durante meses para acceder a los sótanos del parlamento. ¿Cabe una imagen más siniestra que la de unos topos horadando implacablemente en el subsuelo mientras los londinenses dormían? Lástima que fuera completamente falsa.

Después de que los principales acusados, incluidos varios jesuitas ajenos a los hechos, fueran pasados a cuchillo en el momento de ser detenidos, descoyuntados en el potro de tortura o ejecutados en la horca -es decir, silenciados para siempre-, se desató una escalada de medidas represivas que dejaron secuelas en la vida pública británica hasta bien entrado el siglo XIX. Así, los católicos no podían ejercer como abogados, ser oficiales en el Ejército o en la Armada, ni siquiera servir como tutores o albaceas testamentarios.Durante un tiempo se les obligó a llevar sombreros de color rojo, remedando medidas que ya se habían adoptado en otros lugares contra los judíos.

Sin terminar de tomar partido por ninguna de las dos interpretaciones, la historiadora Antonia Fraser, esposa del último Nobel, Harold Pinter, subraya en el estudio más serio publicado el año pasado sobre la trama que la carta oscura y dudosa pudo muy bien ser fruto de la mano del propio Cecil y que Percy era un «agente provocador al que se le vio a menudo salir de la casa [del primer ministro] a las dos de la madrugada».

Por su parte Francis Edwards, editor y prologuista para la prestigiosa Folio Society de las memorias de uno de los jesuitas acusados que sobrevivió al huir de Inglaterra, sostiene que el propio Catesby pertenecía también a la red de espionaje de Cecil y que todo el planteamiento de la conjura para volar el parlamento era «absurdo» porque a los católicos no les podía convenir eliminar al primer monarca predispuesto a su favor en casi todo un siglo.Y añade: «Es cierto que a veces la gente hace cosas absurdas, pero hasta en la mayor parte de las locuras existe un método y eso no aparece por ninguna parte en esta versión de la conspiración».

Todo conduce, pues, a lo que contemporáneamente conocemos como la técnica de darle hilo a la cometa. Es decir, a la probabilidad de que el complot terrorista fuera alentado desde dentro del propio aparato del Estado que lo desbarató y rentabilizó. Exactamente la misma convicción a la que han ido llegando muchos españoles a medida que han ido enterándose de que El Tunecino tenía pegado a un confidente de la policía como Cartagena, de que Zouhier informaba a la Guardia Civil de los pasos clave de El Chino, de que Trashorras se lo contaba todo al inspector Manolón y de que Lamari vivía prácticamente rodeado de confidentes del CNI, empezando por el pintoresco Pollero y terminando por su chófer Alfallah que escapó tras conducirle al piso de Leganés y al que ahora se pretende dar por oportunamente inmolado como kamikaze en Irak.

Hay, claro está, una diferencia esencial: la Gunpowder Plot, espontánea o inducida, fue abortada justo a tiempo de que las únicas víctimas fueran los propios implicados y sus amigos, mientras que el 11-M, espontáneo o inducido, dejó tras de sí 192 cadáveres y sólo en su tan apocalíptico como inexplicable epílogo del piso de la calle de Martín Gaite engulliría a sus supuestos ejecutores.¿A alguien se le fue la mano o estaba todo concebido para que efectivamente desembocara en una tragedia de esa dimensión?

El fundamentalismo islámico es percibido en la España actual de modo equivalente a como se contemplaba el catolicismo militante en la Inglaterra isabelina que heredaba el primer Estuardo: un enemigo de motivaciones irracionales capaz de encontrar en su interpretación de la fe la coartada para las mayores atrocidades.En ese orden de cosas, la siempre misteriosa Al Qaeda vendría a desempeñar el mismo papel de vanguardia de choque que se le atribuía a la Compañía de Jesús a partir de su voto de obediencia al papado y de la justificación del tiranicidio por parte del padre Mariana, frente a la tradición erasmista que decía que el César debía ser respetado «aunque nos gobierne, no lo quiera el Cielo, el mismo Turco». Homologar a partir de ahí a Allekema Lamari con Guy Fawkes -el hombre de acción cuya presencia en el lugar de los hechos da credibilidad a la capacidad operativa de los terroristas- o a El Chino y El Tunecino con el captador de conspiradores Robert Catesby resulta bastante sencillo.

De lo que no cabe duda es de que, a punto ya de cumplirse el segundo aniversario de la masacre de Madrid, en la España de hoy persiste la misma perplejidad, que ya reflejaba en sus despachos el embajador de Venecia en Londres inmediatamente después de la desarticulación de la Gunpowder Plot, ante la desproporción entre la escasa entidad de sus presuntos autores -los moritos de Lavapiés- y la descomunal dimensión de lo que en este caso consumaron. Y lo que es peor, desde el abrupto cierre de la Comisión de Investigación parlamentaria ha ido afianzándose el temor de que, como en el caso de la Conspiración de la Pólvora, nunca lleguemos a conocer la verdad de unos hechos que, a la vista de la agenda de radicales mutaciones de Zapatero, llevan camino de cambiar la Historia de España en mayor medida aun que el desbaratamiento de aquel complot cambió la de Inglaterra.

A juzgar por lo que ya conocemos del sumario, ninguno de los interrogantes clave que el presidente del Gobierno dejó sin responder en su comparecencia de diciembre de 2004 va a tener respuesta en el auto con el que el juez Del Olmo cerrará en breve su instrucción.No vamos a saber ni cuándo, ni quién, ni dónde planificó el atentado.No vamos a saber ni cuándo, ni quién, ni dónde montó las bombas en los móviles. Y tampoco se nos dará una explicación de por qué Toro y Trashorras buscaban a alguien que les ayudara a desarrollar esa técnica ya desde 2001 -cuando Irak no estaba aún en labios de nadie-, de por qué ETA fue a robar el coche para un atentado precisamente al callejón desde el que el minero asturiano realizaba sus envíos de dinamita, de por qué aquel 28 de febrero circularon simultáneamente las dos caravanas de la muerte, de por qué los de Leganés fueron los primeros suicidas de la historia yihadista que, a la hora de su muerte, no intentaron llevarse a nadie por delante o de por qué Jamal Zougam esperó tranquilamente en su casa a que lo detuvieran después de que la radio y la televisión divulgaran que se había encontrado el móvil de Vallecas con una de las tarjetas presuntamente vendidas por él.

Ese es el único reo que tiene su señoría para sentar en el banquillo bajo la acusación de haber participado en los atentados de los trenes: alguien con un perfil tan sospechoso como el de un jesuita en la Inglaterra de hace cuatro siglos, pero contra el que no existe otra prueba que el resultado de una rueda de reconocimiento en la que, según acaba de denunciar él mismo ante el juez, todos los demás eran «rubios y con ojos azules». ¿Qué pensaremos los españoles si este Zougam cuya detención aquel sábado al mediodía precipitó las acusaciones de Rubalcaba, las concentraciones ante la sede del PP y el propio vuelco electoral del domingo, resultara finalmente absuelto por los tribunales?

Pero es que, además de que no se han despejado las que podríamos ya denominar como incógnitas clásicas del 11-M, durante estos últimos meses han surgido, como bien resume en nuestra edición de hoy Luis del Pino, nuevas dudas que permiten cuestionar casi todos los elementos básicos de la versión oficial de los hechos.Empezando por la naturaleza del explosivo -por lo menos en la Gunpowder Plot nadie ha dudado nunca de que hubiera pólvora- y terminando por la propia intervención de las principales figuras del elenco. Y eso que en su exhaustiva relación de pistas aparecidas tras el carpetazo del PSOE a la Comisión, olvida incluir las revelaciones de Antonio Rubio sobre el policía Kalahi, por cuyas manos pasaron los móviles presuntamente empleados como activadores de las bombas, y sobre el tal Omar que, en su calidad de antiguo lugarteniente de El Chino, asegura haberle oído jactarse de su buena relación con «gente de ETA».

Si yo les dijera que sabemos lo que ocurrió el 11-M, o incluso que tenemos una teoría cerrada sobre los hechos y estamos pendientes tan sólo de verificarla, estaría maquillando de falsa jactancia todo el archipiélago de mi desconocimiento. Pero lo que a estas alturas sí me atrevo a afirmar es: 1) Que tengo el convencimiento de que la realidad ha sido manipulada mediante la introducción de pruebas falsas destinadas a engañar tanto a la opinión pública como al juez instructor. 2) Que tanto la mochila de Vallecas, como la furgoneta Renault Kangoo, como el coche Skoda Fabia forman parte de ese montaje. 3) Que ello implica la participación de miembros de los aparatos policiales y servicios del Estado si no en la comisión del atentado, sí desde luego en su distorsión al servicio de objetivos políticos.

Al margen de su patente desinterés por impulsar la investigación de la verdad, no estoy realizando insinuación alguna ni contra Zapatero ni contra su Gobierno. Sinceramente, no creo que los agentes provocadores o los artífices de esas pruebas falsas hayan pisado esta vez La Moncloa o la sede de Ferraz ni a las dos de la mañana ni a ninguna otra hora. Lo que yo digo es que hago mío el diagnóstico con que el crítico del Times Richard Morrison concluía el pasado 2 de mayo su análisis de todo lo publicado sobre la Gunpowder Plot: «El relato oficial de la conspiración fue una leyenda negra, brillantemente fabricada». Seguiremos informando.