La Constitución busca pintor

Hace unos días el Congreso de los Diputados rendía justísimo homenaje a Gabriel Cisneros, una de las personalidades políticas más sobresalientes de la España constitucional, pues, además de haber sido parlamentario en todas las Legislaturas desde el advenimiento de la democracia, desplegó un papel inestimable durante la Transición Política y la elaboración de la Constitución de 1978. Un nombre ligado indisolublemente a la historia de España por haber sido uno de los siete Ponentes -con Manuel Fraga, Miguel Herrero de Miñón, Gregorio Peces-Barba, José Pedro Pérez Llorca, Miquel Roca y Jordi Sole Turá- de nuestra Carta Magna. Una Constitución de la que conmemoramos hoy veintinueve años. Una circunstancia digna de resaltar, toda vez que nuestro constitucionalismo se ha caracterizado tristemente por sus rasgos azarados y convulsos. Una quebrantada historia que habría conocido, en apenas dos siglos, nueve Constituciones, sin mencionar la variopinta pléyade de frustrados proyectos de reforma constitucional.

Pues bien, con ocasión del homenaje a Gabi -a quien Pérez Llorca calificó desde estas páginas de Héroe civil - el presidente del Congreso confirmaba el encargo de un cuadro de los siete Ponentes constitucionales. Un merecido recordatorio a nuestros Padres constituyentes -a semejanza de los Washington, Jefferson, Franklin, Adams, Madison o Hamilton de la Constitución americana de 1787-, que es tanto como decir a la misma Constitución. Queda sólo por conocerse, tras el dictamen de los expertos del Museo del Prado -¡qué mejor asesoramiento tratándose de elegir un pintor, sobre todo tras la actual exhibición de los grandes cuadros de historia de la mejor pintura española del siglo XIX- el artista seleccionado. Y es que aún no existe -sí se erigió en su día el Monumento a la Constitución de 1978, obra de Miguel Ángel Ruiz Larrea, un cuadro recordatorio de tan trascendental y gozoso evento cívico.

Nuestra historia constitucional no es precisamente -dados sus agrios enfrentamientos- para ser ensalzada, pero aún así, sí dispone de momentos dignos de reseña. Unos hitos ejemplares que, como el que supuso la promulgación de la Constitución de 1978, fueron retratados por los más varios artistas. Me refiero, en primer término, al constitucionalismo gaditano. A ese constitucionalismo que, tras el alzamiento del pueblo de Madrid el 2 de mayo de 1808 y la constitución de las diferentes Juntas, ahormó el moderno concepto de Nación como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios» (artículo 1). Una Nación presentada como la exclusiva titular de su soberanía y única legitimada para «establecer sus leyes fundamentales» (artículo 2). Una Constitución que acogía el principio de separación de poderes (artículos 15, 16 y 17) y una nueva noción de la representación política de los parlamentarios, que pasaban a serlo de la Nación en su totalidad más allá de rancios esquemas estamentales (artículo 27). Unos principios que hoy consagra, ciento sesenta y seis años después, la Constitución de 1978: de una parte, pues es «La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de aprobar su norma política de convivencia...» (Preámbulo); y, de otra, ya que «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (artículo 1. 2). Al tiempo, la Constitución de 1978 perfecciona el esquema gaditano de separación de poderes: las Cortes Generales desempeñan la función legislativa (artículo 66.2), el Gobierno la función ejecutiva (artículo 97) y los jueces la función jurisdiccional (artículo 117. 1), mientras el Rey ejerce, desde su autoritas, y au dessus de la melée, el necesario poder neutral como árbitro y moderador del funcionamiento regular de las instituciones (artículo 56. 1).

De ese tiempo encomiable del constitucionalismo de Cádiz, se realizaron dos destacados lienzos dentro de la pintura de Historia. El primero, del formalista José Casado del Alisal, con el título Juramento de las Cortes en 1810, aunque también se conserva una animosa pintura anónima, «¡A las Cortes!, ¡A las Cortes!», y un descriptivo grabado con el nombre de Apertura de las Cortes Generales y Extraordinarias de F. Pérez. Y, el segundo, la excitada pintura mural Promulgación de la Constitución de 1812 en Cádiz, de Salvador Viniegra y Lasso, donde la Pepa es saludada, entre entusiásticos vítores, sombreros en mano. Aunque, ¡y me dirán con razón que no tiene mérito!, yo me quedo con el intimista lienzo de Francisco de Goya -el mejor ilustrador del momento con sus pinturas de La Familia de Carlos IV, Godoy, Duque de Alcudia, Príncipe de la Paz, El Dos de mayo de 1808: las lucha con los mamelucos y Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del Príncipe Pío- la Alegoría de la Constitución de 1812.

Una Constitución, y me refiero ahora a la vigente de 1978, que prescribía la derogación de las autoritarias estructuras y caducas leyes del franquismo, promovía la sutura definitiva de pasados enconamientos atávicos y hacía posible la convivencia de los españoles, tras su necesario perdón y la ansiada reconciliación. Una Constitución que nos catapultaba a la modernidad después de su respaldo popular en un inolvidable 6 de diciembre de 1978. Un día en el que los españoles se echaban a la calle -como harían después el 23 de febrero de 1981 en su defensa- para expresar su respaldo mayoritario a su Norma de convivencia. Es verdad que no hubo, como en los tiempos del grabado de Godefroi Engelmann, Proclamación de la Constitución de 1812, ni caballos, ni algarabías callejeras, pero sí el refrendo entusiasta en unas urnas hasta entonces silenciadas. Una Constitución, por fin -como en la obra de Juan Genovés, El abrazo- de todos y para todos. Estos habrán de ser pues los perfiles que el artista designado resaltará de nuestros Ponentes constitucionales y de su Magna Carta. En suma, los valores del grabado de portada del libro de Ángel de los Ríos, Luchas Políticas en la España del siglo XIX: la libertad, la razón, tolerancia, la ciencia y el progreso. ¡Ya no más goyescos Duelos a garrotazos, ni lienzos como el Fusilamiento del general Torrijos de Antonio Gisbert! ¡No más Guernicas, ni Sueños y mentiras de Franco de Picasso, ni Refugiados de Ángeles Ortiz, ni Bombardeos de Almería de Ramón Gaya! ¡Ni tampoco la tristeza por lo que no pudo ser, la fracasada Restauración canovista, del El juramento de la Constitución por la Reina Regente María Cristina de Sorolla!

Todo lo afirmado no cercena la conveniencia de reforma de ciertos de sus preceptos. Las generaciones pasadas -decía Jefferson- no pueden encadenar a las futuras en la pervivencia intangible de la totalidad de sus normas. Una reforma limitada que, respetando sus principios y valores, acomode el texto a las nuevas necesidades y ponga término a las insuficiencias sobrevenidas. Pero siempre con el debido consenso y el escrupuloso respeto al procedimiento de reforma -cuidado con las espurias mutaciones constitucionales-. Seguramente habrá que atender a las revisiones adelantadas por el presidente del Gobierno -la denominación de las Comunidades Autónomas, la eliminación de la discriminación en la sucesión a la Jefatura del Estado, la reforma del Senado y el reconocimiento del Derecho comunitario-, pero también a aquellas más estructurales que apuntaba el Informe del Consejo de Estado de 2006. Hay que cerrar el modelo territorial, redefinir el papel del Estado y de algunas de sus competencias y fortalecer los mecanismos de cooperación con las Comunidades Autónomas. Una Constitución que se me asemeja, en fin, a la acogedora escultura de Eduardo Chillida, La casa del padre. ¡ Hablamos, de la Constitución de 1978, padre o madre, el sexo qué más da!

Pedro González-Trevijano, Rector de la Universidad Rey Juan Carlos.