Se cumplen ahora cien años de la Constitución de Weimar, que fue aprobada en dicha ciudad alemana el 31 de julio de 1919 y entró en vigor el 11 de agosto del mismo año. «Weimar» ha quedado para la historia como el símbolo de una coyuntura política y social particularmente complicada. Las dificultades por las que atravesaron la Constitución y la República que ésta alumbró fueron un laboratorio del proceso de deterioro de la democracia parlamentaria hasta llegar a su suicidio, al abrirle a Hitler el acceso a la Cancillería en 1933. ¿Weimar, y nosotros?
Los problemas suscitados y la reflexión que se llevó a cabo en aquellos años por algunas de las más brillantes mentes del Derecho Constitucional, Hans Kelsen, Carl Schmitt, Hermann Heller y Rudolf Smend, entre otros, no han dejado de acompañar -como una especie de grafía escondida- a la vigencia, desarrollo y posibilidades del Estado de Derecho. Y en particular del Estado social de Derecho. La Constitución de nuestra II República tenía delante el modelo -y los errores- de Weimar, así como la Constitución de la República Federal Alemana de 1949 y nuestra propia Constitución española de 1978. La pervivencia del «síndrome de Weimar» se ha hecho más aguda en los últimos años, desde la crisis financiera de 2008. Una de sus más deletéreas consecuencias es la crisis de confianza en la capacidad de integración de los sistemas democráticos. Como ocurrió en la República de Weimar, la creciente fragmentación y polarización de las posiciones sociales y políticas producen también hoy la sensación de una incapacidad de las democracias pluralistas para integrar las diferencias y así generar el necesario consenso mayoritario. Eso ocurre en Estados Unidos, en Francia, en Gran Bretaña, en Italia, en no pocos países del Este de Europa, pero también en la India, en Irak; y en España. El test de Weimar sigue siendo cómo superar el debilitamiento del cuerpo social producido por intereses y posiciones cada vez más contrapuestos y más numerosos, menos susceptibles de ser integrados y de mantener la unidad. La crisis territorial española es una muestra de ello; como lo es el cada vez más agudizado enfrentamiento entre republicanos y demócratas en los Estados Unidos de Donald Trump; o la profunda división entre partidarios y antagonistas del Brexit en el Reino Unido, o entre nacionalistas y europeístas en la mayoría de los países europeos.
Cada uno de los cuatro grandes de Weimar da una respuesta diferente a la cuestión de la integración en el Estado de los länder, de los partidos y de los poderosos grupos de interés de los años 20.
Para Kelsen la solución era reforzar la capacidad estructuradora de las normas, construir una jerarquía normativa basada en el dominio de la norma constitucional sobre todos los ámbitos de la vida administrativa y social; racionalizar jurídicamente la sociedad. Se trataba de absorber el pluralismo y cualquier elemento ideológico o personalista en la construcción lógica de la pirámide normativa: el triunfo del Derecho «en su estado puro». Para Carl Schmitt, al contrario, lo urgente era dotar de más poder unificador a una instancia que se situara por encima de la lucha darwinista de los partidos y de los intereses particularistas, basarlo todo en una decisión suprema, en los poderes comisarios del presidente del Reich. Frente a la dispersión y la polarización Schmitt propugnaba una acción política no sometida a los intereses territoriales, partidistas, económicos o de clase; se trataba de fortalecer a los «terceros neutros» como el Reichspräsident, el mariscal Hindenburg, para que tomara decisiones que impidieran la erosión y el bloqueo parlamentario y recuperaran la homogeneidad del cuerpo social. Así se justificó el gran proceso del Reich contra Prusia, o los intentos iniciales por impedir la llegada de Hitler al poder. Heller, por su parte, aceptaba el pluralismo que Schmitt rechazaba, y aunque ponía como él el centro de la solución en el Estado y en su soberanía, este «Estado ético» ya no era un «tercero neutro», sino un Estado social que debía asumir sus deberes respecto a todas las clases y grupos como Estado de la procura social y de los derechos sociales. ¿Y Smend?
Rudolf Smend es el gran defensor de la idea de la integración. Del Estado como integración y de la Constitución como integración. Smend creó la que ha sido la escuela de constitucionalistas alemanes más influyentes desde la Segunda Guerra. Su influencia durante décadas en el Tribunal Constitucional alemán y en otros países fue decisiva. Por ejemplo, a partir de sus ideas, sus discípulos desarrollaron la doctrina de los derechos fundamentales como creadores de un orden objetivo e institucionalizado, un orden de valores fundado en la dignidad de la persona humana y en la libertad de expresión; o la de la existencia de mutaciones constitucionales implícitas, que transforman la Constitución sin que se produzca la reforma constitucional formal; o la que caracteriza a los Estados federales, los länder, como factores de la integración.
Lo que Smend defendía era una visión más amplia, que debía considerar como fundamental la generación de «un sentimiento constitucional» y la atención a «los sentimientos constitucionales». Toda la vida política y constitucional de un Estado obtenía su verdadera dimensión desde la perspectiva de su contribución a la integración de los ciudadanos en una unidad colectiva dirigida por fines y bienes comunes. Así, de un lado, los elementos simbólicos de la integración como los himnos, la bandera y el escudo, el Jefe del Estado, una narrativa común y unos mitos y vivencias colectivas; de otro, los partidos y las elecciones, el debate parlamentario, la libre expresión y contraste de la opinión pública, la actuación de los órganos constitucionales; también la dialéctica que se genera entre el Estado central y los Estados federados (en España diríamos, de las comunidades autónomas), que Smend interpretaba en un sentido no de suma cero, sino de suma positiva, como ha ocurrido en Alemania, y no en España; incluso elementos materiales, como el territorio, entendido como «suelo patrio», o lugares y paisajes dotados de una especial carga vivencial… Todo ello debe entenderse según Smend en un sentido vital, generador de tensiones y a la vez de unidad política, de integración. Smend habla incluso de un «mandato constitucional» dirigido a los partidos políticos para realizar la integración. En resumen: ¿la Constitución como norma suprema? Sí, sin duda. ¿La Constitución como decisión existencial de un pueblo soberano? Sí. ¿La Constitución como garante de los derechos individuales y sociales? Sí. Pero como ya señalara sabiamente hace treinta años el maestro Pablo Lucas Verdú abogando por una «estimativa constitucional», insistiendo sobre la importancia del sentimiento y los sentimientos constitucionales, la Constitución también -y ante todo- como integración. Ese es el legado de Weimar cien años después: tan actual entonces como hoy.
José María Beneyto es Catedrático de Derecho y Abogado.