La Constitución de 1812 y América

En una época marcada por la pólvora y el pedernal, la bayoneta y el sable, los asedios y las carencias alimentarias, emergió el Poder de la Palabra. Tribuna y oratoria, pluma y periódicos, discursos y decretos irrumpieron en el fragor de la contienda. La guerra se volvió también revolución. Primero en la Isla de León y después en Cádiz. Las Cortes que se reunieron a partir del 24 de septiembre de 1810 fueron muy diferentes a las conocidas hasta entonces. No solo porque dejaron de reunirse por mandato real y por el sistema de estamentos, sino porque, entre otras consideraciones, se emitió una convocatoria electoral a “todos los territorios de la Monarquía española”.

De esta forma, el parlamentarismo español nacía con diputados no solo peninsulares, sino también americanos y filipinos. Ello motivó que se celebraran elecciones además de en la España no ocupada por los franceses, en los “otros” territorios de la Monarquía, es decir, en Nueva España, en la capitanía general de Guatemala —Centroamérica—, en Perú, en Cuba, en Puerto Rico, en Filipinas, en la Banda Oriental —hoy Uruguay— y en partes de Venezuela, Nueva Granada —las actuales Colombia y Ecuador— y la audiencia de Charcas —actual Bolivia—. De esta forma llegaron representantes americanos a las Cortes. No estaban “desconectados” de la realidad. Traían con ellos las Instrucciones que sus cabildos habían elaborado para que las expusieran en las Cortes. Estas eran, en muchos casos, no solo cahiers de doleances sino auténticos programas de medidas y reformas autonomistas, tanto económicas como políticas, liberales. Sus nombres quedan para la historia: José Mejía Lequerica, Ramón Power, Dionisio Inca Yupanqui, José Miguel Ramos de Arizpe, Miguel Guridi y Alcocer, Antonio Morales Duárez, Antonio Larrazábal, entre otros muchos.

Durante décadas el monopolio de las historias nacionales, tanto española como hispanoamericanas, omitió, cuando no desprestigió, su importancia, su actuación, sus propuestas, su trascendencia regional, sus conexiones sociales. Para este tipo de historiografía solo había espacio narrativo para sus hechos y sus personajes, a los que encumbraron como héroes nacionales. Utilizando un binomio maniqueo de buenos y malos, de americanos y gachupines, sin opciones intermedias entre la independencia y el colonialismo absolutista.

Afortunadamente, las cosas han cambiado notablemente. No fueron unos “aventureros” los 60 diputados americanos que viajaron —sorteando mil y un peligros— desde América a una ciudad sitiada como Cádiz, como también se ha escrito. Les impulsó, les motivó algo especial, único, quizá la certidumbre de que estaban protagonizando un momento histórico, capaz de transformar los parámetros tradicionales absolutistas, aquí y allí, como finalmente ocurrió. Porque marchar a una ciudad asediada, a una península ocupada, a una Europa en guerra requirió de una ilusión heroica difícil de historiar pero de obligada referencia y de mayor complejidad que ciertos simplismos históricos referidos hasta aquí.

De esta forma, con los diputados americanos en las Cortes, con la asunción de que cualquier decreto emitido por estas se debía aplicar en América y con la declaración de igualdad de derechos políticos y civiles entre los habitantes americanos y peninsulares, la Constitución que se aprobó en 1812 se ideó, se debatió y se configuró desde las premisas de crear un Estado-nación transoceánico, es decir, una Commonwealth decenas de años antes que la británica. En ese sentido, fue una revolución constitucional en “ambos hemisferios”, el americano y el peninsular, tal y como condensó el artículo 1º de la Constitución en el que se explicaba la nación española en función de la reunión de los españoles de ambos hemisferios. Así, la Constitución doceañista abrió en América una vía revolucionaria diferente y paralela a la independentista. Constitución que en una gran parte de América se sancionó, celebró, aplicó pero también se combatió. Por un lado, por la insurgencia que veía en ella a un enemigo político de envergadura, lo cual le obligó a buscar una senda constitucional propia. Por otro, por los virreyes y capitanes generales que intentaron bloquear la Constitución y los decretos liberales emitidos desde Cádiz haciendo “presente” a un Rey en América que para la Península estaba “ausente” y, quizá por ello, “Deseado”.

Los padres de la Patria constitucional y parlamentaria de “ambos hemisferios” sabían muy bien el potencial de involución latente. En este sentido, idearon la Constitución como un mecanismo que contenía las piezas clave constitutivas de un Estado liberal —Hacienda, Fuerzas Armadas, Administración del territorio—, pero también su puesta en marcha automática tras su sanción. Texto constitucional que albergaba la soberanía nacional, la división de poderes, la primacía del legislativo frente al Rey, la reunión de las Cortes anualmente al margen de las directrices reales, la organización de un sistema fiscal unificado y proporcional a los ingresos, la nacionalización de la población —españoles— y la creación de la ciudadanía —derechos políticos—, el surgimiento de ayuntamientos en función de la demografía, el alumbramiento de diputaciones provinciales con responsabilidades político-administrativas, la organización de unas Fuerzas Armadas nacionales y no reales, la convocatoria de procesos electorales mediante un sufragio universal indirecto, la educación en primeras letras, la libertad de imprenta, etcétera.

La unión en un mismo Estado, con unas mismas leyes, con una misma Constitución, implicó que la revolución liberal también se extendiera a los territorios americanos. Ello provocó que los antiguos territorios del Rey en América, es decir, las colonias del Rey, se transformaran en partes integrantes de ese nuevo Estado-nación que surgió con la Constitución de 1812. Esto implicó asimismo un intenso debate entre diputados peninsulares y americanos respecto a cómo organizar territorialmente ese gran Estado-nación. Las acusaciones de federales de los primeros hacia los segundos resonaron en la Cámara. Acusaciones que, a su vez, llevaban implícita la de republicanismo, dado que la experiencia federal más notoria en esos momentos era la de los Estados Unidos de Norteamérica, los que además de ser una excolonia eran también una República. Es decir, los planteamientos descentralizadores en los debates de la Constitución estuvieron protagonizados en la mayor parte por los representantes americanos que querían organizar federalmente el nuevo Estado. Y en ese sentido, chocaron con la Monarquía, es decir, con la forma de Estado incuestionable por el liberalismo español en ese momento.

De este modo, para Fernando VII y para parte importante de la nobleza y de la burguesía española vinculada a los beneficios del monopolio comercial indiano, la Constitución de 1812 significaba también la “pérdida” de América en calidad de colonia, es decir, sus rentas, sus beneficios, sus metales preciosos, etcétera, fundamentales para sostener la Hacienda del Rey. De ahí que Fernando VII se opusiera frontalmente a la Constitución de 1812 no solo por su contenido liberal, sino porque al hallarse incluidos en ella “sus” territorios americanos los perdía como Patrimonio Real. Y esto, no estuvo dispuesto a consentirlo. Para Fernando VII, para su hacienda, la Constitución de 1812 significaba lo mismo que el triunfo de los independentistas americanos: la pérdida de “su” patrimonio americano. Es por ello que la reacción de 1814 no supuso el “fracaso” de la primera etapa parlamentaria y constitucional en la historia de España y gran parte de América como reiteradamente se ha escrito, sino su “derrota” frente a un golpe de Estado. Las armas absolutistas derrotaron al poder de las palabras. Al menos en ese momento, ya que su legado lo seguimos recordando, y afortunadamente disfrutando, hoy.

Manuel Chust es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Jaume I de Castellón.

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